Tenia una vez un rey
-aunque nunca oí de qué país era- una hija muy bella. Un día, sin que se
conozca la causa, comenzó a envejecer y a enfermar, y los médicos descubrieron
que la mejor medicina del mundo para él eran las manzanas de un árbol, que
crecía justo en el pomar que había debajo de su ventana. Con que podéis imaginaros
lo bien cuidado que tenía el árbol, tanto que solía tener las manzanas contadas
desde el momento en que aún eran del tamaño de peque-ñas canicas.
Se acercaba la cosecha,
pues ya las manzanas empezaban a madurar, cuando el rey fue despertado una
noche por un batir de alas proviniente del pomar; miró por la ventana y vió un
pájaro entre las ramas de su árbol. Sus plumas eran tan brillantes que irradiaban
luz a su alrededor, y, en el momento en que vió al rey, con su gorro de noche y
su camisón, cogió una manzana, y voló.
"¡Oh, condenado
jardinero!", gritó el rey, "ésa es la manera como vigilas mi preciosa
fruta".
No pegó ojo el resto de
la noche; y, tan pronto como escuchó a alguien andando por los pasillos del
palacio, envió por el jardinero, y le soltó un buen rapapolvo por su
negligencia.
"¡Por favor, vuestra
majestad!", decía el jardinero, "no perderéis ni una manzana más. Mis
tres hijos son los mejores tiradores de arco del reino, y ellos y yo nos
turnaremos para vigilar todas las noches".
Cuando llegó la noche, el
hijo mayor del jardinero tomó su puesto en el jardín, con su arco tensado y la
flecha entre los dedos, y vigiló, y vigiló. Pero a la hora crítica, el rey, que
estaba completamente despierto, oyó el batir de alas, y corrió hacia la
ventana. Allí estaba el resplandeciente pájaro en el árbol y el muchacho, más
dormido que una piedra, sentado con la espada apoyada en el muro y el arco
sobre su regazo.
"¡Levántate,
condenado holgazán!", le gritó el rey, "¡Maldición, ahí está el
pájaro otra vez!"
El pobre muchacho se
incorporó de un salto; pero, mientras tra-taba torpemente de poner a punto el
arco, el pájaro salió volando con la mejor manzana del árbol. Bien; podéis
imaginaros la rabieta que cogió el rey, la reprimenda que echó al jardinero y a
su hijo, ¡y las veinticuatro horas que pasó hasta que llegó la noche siguiente!
Esta vez le tocó el turno
al segundo hijo del jardinero, que parecía estar bien fresco y despierto
cuando el reloj comenzó a dar las doce, pero no había acabado de sonar la
última campanada cuando el rey vio al mozo estirado cuan largo era sobre la
frondosa hierba y de nuevo al pájaro brillante. Oyó el batir de sus alas, y vio
cómo se llevaba una tercera manzana. El pobre muchacho se despertó con los
bramidos que el rey le lanzó, y hasta tuvo tiempo de disparar una flecha
contra el pájaro. No le dio, como supondréis; y, aunque el rey estaba loco de
rabia, entendió que los pobres muchachos estaban bajo encantamiento, y no
podían evitarlo.
Bien; el rey tenía ahora
sus esperanzas depositadas en el más joven, porque era éste un muchacho bravo
y activo, de quien todo el mundo hacía alabanzas. Allí estaba preparado en su
puesto, y allí estaba también el rey vigilándolo y hablándole, en cuanto sonó
la primera de las doce campanadas. Con el último tañido, el resplandor que
emanaba del pájaro iluminó el muro y los árboles, y se oyó el sonido de sus aleteos
cuando voló hasta las ramas del manzano; pero, en aquel mismo instante pudo
oírse el golpe certero de una flecha contra su costado a una distancia de un
cúarto de milla. La flecha cayó al suelo, junto con una enorme pluma brillante,
y el pájaro salió volando, emitiendo un chillido capaz de romper el tímpano de
cualquier oído. No tuvo tiempo esta vez de llevarse una manzana consigo; y,
cuando el joven lanzó la pluma a la ventana de la habitación del rey, éste
descubrió que pesaba más que el plomo, y resultó que era del oro más puro jamás
batido.
Al día siguiente, hubo
gran alborozo en torno al joven mozo, y éste vigiló noche tras noche durante
una semana, pero ni la sombra de un pájaro, ni siquiera una pluma, se dejaron
ver en todo ese tiempo, por lo cual, el rey le mandó que fuera a casa a dormir.
Todo el mundo se quedó encantado por la belleza de la pluma de oro, que
superaba cualquier otra cosa conocida, pero el rey estaba totalmente embrujado.
Se pasaba el santo día dándole vueltas y más vueltas, y frotándola contra su
frente y su nariz; y, al fin, proclamó que daría a su hija y la mitad de su
reino a quien quiera que le trajese el pájaro de las plumas de oro, vivo o
muerto.
El hijo mayor del
jardinero, seguro de sí mismo, partió en busca del pájaro. Ya por la tarde, se
sentó debajo de un árbol a descansar y a comer un poco de pan y carne fría que
llevaba en el morral, cuando se acercó un zorro tan hermoso como sólo se ven en
la madriguera de Munfin.
"Caray, señor",
le dijo, "podríais dar un pedazo de esa carne a un pobre cuerpo
hambriento?"
"Vaya", exclamó
el joven, "debes estar más seguro de ti mismo que el propio demonio, condenado
ladrón, para hacerme semejante pregunta. Ahí va la respuesta", y le lanzó
una flecha disparada con su arco.
La flecha rebotó en su
costado, deslizándose hacia el dorso, como si fuera de hierro forjado, y fue a
clavarse en un árbol un par de perches [1]
más allá.
"Juego sucio el
tuyo", le gritó el zorro; "pero como respeto a tu hermano más joven,
voy a darte un consejo. Al anochecer entrarás en la ciudad. A un lado de la
calle verás una habitación iluminada, y llena de hombres y mujeres jóvenes,
bailando y bebiendo. Al otro lado verás una casa sin luz alguna, excepto un
fuego en la estancia principal, y no verás a nadie allí más que un hombre y una
mujer, y su niño. Escucha el consejo de este tonto, y alójate ahí". Y
dicho esto, rizó su cola sobre su grupa, y se alejó al trote.
El muchacho encontró las
cosas tal como el zorro le había dicho, pero, ni qué decir tiene, escogió la
bebida y la danza; y ahí lo dejamos.
Cuando, al cabo de una
semana, se cansaron de esperar al mayor en su casa, el segundo hijo decidió
probar fortuna, y partió. Era tan innoble y necio como su hermano, y lo mismo
le sucedió a él. Bien; pasó otra semana y le llegó el turno al más joven de
todos, y, tan cierto como el día y la noche, se sentó bajo el mismo árbol, y
sacó su pan y su carne, y el mismo zorro se acercó y le saludó. El joven muchacho
compartió su comida con el zorro, y, sin andarse en absoluto por las ramas,
éste le dijo que lo sabía todo acerca de su asunto.
"Te ayudaré",
dijo, "si veo que eres merecedor de ello. Al anochecer, cuando entres en
la ciudad..." "Y le contó lo que antes contara a sus hermanos. Adiós
y hasta mañana", se despidió.
Todo fue justo como el
zorro había dicho, pero el muchacho tuvo buen cuidado de no acercarse a ningún
danzante, bebedor, violinista o gaitero. Recibió cobijo, cena y cama en la casa
silenciosa, y reemprendió su camino a la mañana siguiente, antes de que el sol
estuviese a la altura de los árboles.
No había avanzado un
cuarto de milla, cuando vio al zorro salir de un bosque que había al lado de
carretera.
"Buenos días,
zorro", dijo el joven.
"Buenos días,
señor", contestó el otro y agregó rápidamente:
"¿Tienes idea de
hasta dónde hay que viajar, para encontrar al pájaro dorado?"
"No tengo ni la
menor idea; ¿cómo iba a saberlo?"
"Bien, yo sí. Lo
tiene la reina en el Palacio del Rey de España, y eso está por lo menos a
doscientas millas largas de aquí."
¡Oh, cielos! tendremos
que viajar durante una semana", exclamó derrotado el joven.
"No, no será así.
Siéntate en mi cola, y pronto haremos el camino."
"¡En tu cola!,
extraña silla va a ser ésa, mi pobre animalito."
"Haz lo que te digo,
o tendrás que arreglártelas tú solo", agregó con decisión el zorro.
Pues bien; antes que
molestarle, se sentó en la cola, que estaba extendida hacia arriba como un ala,
y partieron como el rayo. Adelantaron al viento que iba delante de ellos, y el
viento que iba detrás no pudo alcanzarles. Por la tarde, se detuvieron en un
bosque cerca del palacio del Rey de España, y allí permanecieron hasta que
cayó la noche.
"Ahora",
explicóle el zorro, "yo me adelantaré para tranquilizar la mente de los
guardianes, y tú no tendrás otra cosa que hacer más que ir de un salón iluminado
a otro, hasta que encuentres por fin el pájaro dorado. Si tienes cabeza,
saldrás por esa puerta con él metido en su jaula. Si no la tienes, ni yo ni
nadie te podrá ayudar". Y, dicho esto, se fue hacia la puerta del palacio.
Al cabo de un cuarto de
hora el muchacho le siguió, y, en el primer salón a donde entró vio a una
veintena de guardias armados, todos erguidos y a pie firme, pero profundamente
dormidos. En el siguiente vio una docena, y en el siguiente a media docena, y
en el siguiente a tres, y en el siguiente no había ni un guardia, ni una
lámpara, ni una vela, pero estaba más iluminado que el día; porque allí estaba
el pájaro de oro en una jaula común de madera y alambre, y, sobre la mesa, las
tres manzanas convertidas en oro macizo.
Sobre la misma mesa,
había otra jaula, la más maravillosa que ojos humanos vieran jamás, y al
muchacho se le metió en la cabeza que sería un millar de lástimas no poner al
precioso pájaro dentro de ella, siendo la jaula corriente tan inapropiada para
él. Probablemente pensó en el dinero que debía valer; sea como fuere, hizo el
cambio, y pronto tuvo buena razón para arrepentirse de ello. En el mismo
instante en que el ala del pájaro tocó las barritas de oro, éste dejó escapar
un chillido tal que todos los cristales de las ventanas saltaron en pedazos, y,
en seguida, los tres hombres, y la media docena, y la docena, y la veintena de
hombres despertaron, y acudieron con sus lanzas y espadas. Rodearon al pobre
muchacho, le amenazaron, maldijeron, e insultaron hasta que él ya no sabías¡
estaba sobre los pies o sobre la cabeza. Los guardias llamaron al rey, le
contaron lo que pasaba y su gesto no indicó nada bueno.
"Es en la horca
donde ahora mismo tenías que estar", le dijo, "pero te daré una
oportunidad de vivir, y también de conseguir el pájaro de oro. Te mando, bajo
conjuros, maldiciones, muerte y des-trucción, que me traigas la potra baya del
Rey de Marruecos, que corre más veloz que el viento y salta sobre las murallas
y fortificaciones. Cuando la tengas en el patio de armas de este palacio,
obtendrás el pájaro de oro y tu libertad para ir donde se te antoje".
El muchacho salió del
palacio, con el corazón abatido; pero, mientras caminaba, ¿quién diríais que
salió de los helechos?: pues ni más ni menos que el zorro otra vez.
"Ah, amigo
mío", le dijo, "estaba en lo cierto cuando sospeché que no tenías
cabeza; pero no te voy a dar la tabarra con eso ahora. Monta en mi cola de
nuevo, y cuando lleguemos al palacio del rey de Marruecos, veremos qué podemos
hacer".
Y allá fueron como el
rayo. Y adelantaron al viento que iba delante de ellos y el viento que iba
detrás no pudo alcanzarles.
Cayó la noche sobre ellos
cuando estaban en un bosque cercano al palacio, y el zorro le dijo, "iré
yo primero a los establos para facilitarte las cosas, pero recuerda esto,
cuando estés conduciendo a la potra afuera, no le dejes tocar la puerta, ni los
postes que hay a los lados, ni nada más que el suelo, y éste sólo con sus
cascos; pues si esta vez no tienes cabeza, cuando estés en el establo tu
situación empeorará mucho más".
El muchacho esperó un
cuarto de hora, y entró en el gran patio de armas del palacio. En él había dos
filas de hombres armados que llegaban desde las puertas hasta el establo, y
todos ellos sumidos en un profundo sueño. Y por medio de ellos caminó el joven
hasta llegar al establo. Allí estaba la potranca, la más bonita bestia que
iluminase jamás la luz, y había también un mozo de establo con una brazada de
heno, y todos como si estuviesen tallados en piedra. La potranca era lo único
vivo de aquel lugar, aparte de sí mismo. Llevaba sobre el lomo una silla
ordinaria de madera y cuero pero otra silla de oro, del más bello trabajo,
colgaba de un poste; y el joven pensó que sería la más grande de las lástimas
no ponerla en lugar de la otra. Bueno, pues como ya os imagináis, existía un
conjuro en torno a esta silla; de todos modos, quitó la de madera y puso la de
oro en su lugar.
Entonces, cuando la
potranca sintió aquel extraño objeto, salió de su garganta un chillido que se
podría haber oído desde Tombrick hasta Bunclody, y al instante los hombres
armados y los mozos de establo acudieron a rodear al simplón del muchacho.
Pronto también el Rey de Marruecos estaba allí junto con el resto de la Corte , con su cara tan negra
como la suela de un zapato. Después de recrearse un poco con los insultos que
cada uno dedicó al muchacho, le dijo: "Mereces ser colgado de lo más alto,
por tu atrevimiento, pero te daré una oportunidad de vivir, y también de
conseguir la potranca. Yo te mando, bajo toda suerte de conjuros, maldiciones,
muerte y destrucción, que me traigas a la Princesa Cabellos
de Oro, la hija del Rey de Grecia. Cuando la vea junto a mí, podrás llevarte a
‘la hija del viento’, con gusto. Entra, cena y descansa, y parte en cuanto la
noche dé paso al día."
El pobre muchacho tenía
el ánimo en los pies, como podéis suponer, cuando emprendió su marcha a la
mañana siguiente, y quedó mudo de vergüenza cuando el zorro, tras aparecer de
pronto del bosque, le miró a la cara.
"Es cosa
grave", le dijo, "no tener cabeza cuando el cuerpo la necesita de tal
modo; pero ahora tenemos un largo viaje por delante hasta el palacio del Rey
de Grecia. Esperemos que tu suerte no empeore. Anda, sube a mi cola, y el
camino será más corto".
"Ahora", dijo
el zorro cuando tras largo viaje, llegaron a la Corte de Grecia, "yo me
adelantaré de nuevo para facilitarte las cosas. Sígueme de aquí a un cuarto de
hora. No dejes que la
Princesa Cabellos de Oro toque las jambas de las puertas con
sus manos, o pelo, o ropas, y, si te pide algún favor, ten cuidado cómo
respondes. Una vez que ella esté fuera de la puerta, nadie podrá
arrebatártela".
A la hora señalada, el
muchacho entró en el palacio, y allí estaban otra veintena, otra docena, otra
media docena, y por fin otros tres guardias, de pie o apoyados en sus armas, y
todos dormidos como piedras; y en la última de las habitaciones estaba la Prin cesa Cabellos de Oro,
tan hermosa como la propia Venus. Estaba dormida en un sillón, y su padre, el
Rey de Grecia, en otro. El muchacho permaneció un buen rato delante de ella,
sintiendo su corazón lle-narse de amor a cada instante, hasta que, inclinándose
sobre una rodilla, tomó la delicada y blanca mano en la suya, y la besó.
Cuando ella abrió los
ojos, estaba un poco asustada, pero no muy enfadada, creo, porque el muchacho,
como yo le llamo, era un joven bien guapo y apuesto, y en su rostro se
reflejaba todo el respeto y amor que uno se pueda imaginar. Ella le preguntó
qué deseaba, y él tartamudeó, y se sonrojó, y comenzó su historia seis veces,
antes de que ella pudiera entenderla.
"¿Y serías capaz de
entregarme a ese feo y negro Rey, de Marruecos?", le preguntó ella.
Estoy obligado a
hacerlo", contesto él, "bajo mil conjuros, maldiciones, muerte y
destrucción, pero le mataré y te liberaré, o perderé en ello mi vida. Si no te
tengo por esposa, mis días sobre la tierra serán cortos".
"Bien", dijo
ella, "déjame, al menos, pedir el permiso de mi padre".
"Ah, no puedo hacer
eso", atajó él, "o todos se despertarían y me matarían, o me enviarían a
otra misión aún peor que las anteriores".
Pero ella insistió en
que, de todos modos, le dejara besar al anciano; eso no le despertaría, y
entonces se iría con él. ¿Cómo podía rehusar él, con su corazón atado en cada
mechón de su pelo? Pero, en cuanto sus labios tocaron los de su padre, éste dio
un grito, y toda la veintena, y la docena, y la media docena de guardias se
despertaron, y levantaron sus brazos uno a uno, ya dispuestos a terminar con el
muchacho.
Pero el rey les ordenó
detener sus manos, hasta que pudiera tener idea de qué era lo que estaba
pasando allí, y, cuando oyó la historia del muchacho, le concedió otra
oportunidad de vivir.
"Hay", dijo,
"un enorme montón de barro delante del palacio, que, en medio del verano,
no deja que la luz del sol acaricie los muros. Todos los que han trabajado en
él, han encontrado dos paladas añadidas didas por cada una que quitaban.
Quítalo de ahí, y' dejaré que mi hija se vaya contigo. Si eres el hombre; que
sospecho que eres, serás mejor marido que ese, Molott amarillo".
A la mañana siguiente
temprano, el muchacho estaba entregado a su trabajo, y por cada palada que
quitaba había dos más en torno a él, hasta que, al fin, casi no podía salir del
montón de barro que lo rodeaba. El pobre muchacho consiguió, con gran esfuerzo,
salir y sentándose en el césped sintió ganas de llorar de desesperación y
vergüenza. Volvió a comenzar una y otra vez por muchos lugares distintos, pero
cada uno era peor que el anterior. Ya moría la tarde, cuando, sentado con la
cabeza entre las manos, vio al zorro delante de él.
"Bien, mi pobre
amigo", le dijo, "estás bastante abatido. Entra: no voy a decir nada
esta vez para no aumentar tu angustia. Toma tu cena y descansa: mañana será
otro día".
"¿Cómo va el
trabajo?", le preguntó el rey, durante la cena.
"Palabra,
Majestad", dijo el pobre muchacho, "que no va, sino más bien viene.
Supongo que mañana, cuando el sol se ponga, tendrán que excavar para sacarme, y
reanimarme".
"Espero que
no", agregó la princesa, con la sonrisa dibujada en su gentil rostro; por
lo que el muchacho estuvo más contento que unas pascuas el resto de la noche.
A la mañana siguiente le
despertaron unas voces estridentes, y el soplar de cuernos, y el golpear de los
tambores, y una algarabía tal como nunca había oído en su vida. Salió corriendo
a ver lo que pasaba, y, allí donde la noche anterior estaba el montón de
arcilla, había ahora una multitud de soldados, sirvientes, señores y damas
bailando locos de alegría porque el montón ya no estaba.
"Ah, mi pobre
zorro!", dijo para sí el joven, "esto es cosa tuya".
Bien; el muchacho no
perdió tiempo en emprender su regreso. El rey quiso enviar un gran séquito con
él y la princesa, pero él no le permitió tomarse tal molestia.
"Tengo un
amigo", explicó, "que nos llevará a los dos al palacio del Rey de
Marruecos en un día".
Hubo muchas lágrimas
cuando la princesa se separó de su padre.
"iAh!;'sollozaba el
rey de Grecia, "¡qué vida tan solitaria me espera ahora! Tu pobre hermano
en poder de una bruja malvada, y alejado de nosotros, y ahora te llevan a ti de
mi lado cuando ya soy viejo!"
Mientras caminaba a
través del bosque, diciéndole él a ella cuánto la amaba, salió el zorro de
detrás de un matorral, y, en seguida, se encontraron los dos sentados en su
cola, agarrados fuertemente el uno al otro, por miedo a caerse de su montura; y
allá fueron todos a la velocidad del rayo. Y adelantaron hasta al viento que
iba delante de ellos, y al anochecer él y ella estaban en el gran patio de
armas del palacio del Rey de Marruecos.
"Bien", dijo el
rey negro al muchacho, "has cumplido tu misión; sacad la potra baya.
Daría todo este patio lleno de potrancas como ésta, si las tuviera, por esta
bella princesa. Monta en tu corcel, y aquí tienes una buena bolsa de guineas
para el camino".
"Gracias",
contestó el joven. "Supongo que me dejaréis dar la mano a la princesa,
antes de partir".
"Desde luego, con
gusto", accedió el Rey de Marruecos.
Le dio la mano durante
unos segundos y, en un instante, sin soltársela, la tenía montada detrás de él;
y, en lo que se tarda en contar tres, él, y ella, y la potranca habían
atravesado las filas de guardias, y se encontraban a cien perches de allí. Siguieron adelante, y a la mañana siguiente estaban
en el bosque próximo al palacio del Rey de España, y allí estaba el zorro
delante de ellos.
"Deja a tu princesa
aquí conmigo", le dijo, "y ve a recoger el pájaro dorado y las tres
manzanas. Si no traes a la potrarca de vuelta
junto con el pájaro, deberé llevaros a casa a los dos".
Pues bien, cuando el Rey
de España vio al muchacho y a la potranca en el patio de armas, mandó traer al
pájaro, la jaula y las manzanas de oro, y se los entregó, y le quedó muy
agradecido por el orgullo de su nueva posesión. Pero el muchacho no podía separarse
de su bella bestia sin darle antes unas caricias y palmaditas; se acercó a ella
y, antes de que nadie pudiera reaccionar, ya estaba subido en su grupa, pasaba
por encima de los guardias y se hallaba a cien perches de allí; y, en seguida llegó donde había dejado a su
princesa y al zorro.
Se fueron de allí a toda
prisa hasta que estuvieron a salvo, fuera de la tierra del Rey de España, y
entonces, aminoraron la marcha; y, si tuviera que relataros todas las cosas
amorosas que se dijeron el uno al otro, la historia no se acabaría hasta mañana
por la mañana.
Cuando pasaron por la
ciudad en la que se hallaba la casa del baile, encontraron a sus dos hermanos
mendigando, y se los llevaron con ellos. Luego llegaron al lugar donde el
zorro apareció por primera vez y éste suplicó al joven que le cortara la cabeza
y la cola. El muchacho no quería hacerlo; temblaba sólo de pensarlo, pero su
hermano mayor se mostró bien dispuesto a ello. La cabeza y la cola
desaparecieron con los golpes, y el cuerpo se transformó en un elegante y
apuesto joven, que resultó ser ni más ni menos que el hermano de la princesa
que estaba embrujado.
Si antes era grande su
alegría, ahora era dos veces mayor; y cuando llegaron al palacio, se
encendieron hogueras, se asaron bueyes, y se sacaron al césped barriles de
vino. El joven Príncipe de Grecia se casó con la hija del rey, y la hermana del
príncipe con el hijo del jardinero. Después, él y ella volvieron a casa de su
padre, al reino de Grecia, acompañados de un gran séquito; y el rey quedó tan
contento de poseer el pájaro y las manzanas de oro, que envió un carro lleno de
oro y otro de plata con ellos.
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