Un pobre campesino soñó tres noches seguidas
que al pie de una mata situada a corta distancia de su casa, estaba enterrado
un saco lleno de oro.
‑Es muy posible ‑pensó que mi sueño no sea
verdadero, pero no me costará nada ir a cavar un poco por allí. Y si encuentro
un tesoro, bien recompensado quedará mi trabajo.
A nadie comunicó sus intenciones, de igual
modo como tampoco había referido su sueño. Al obscurecer del día siguiente,
tomó una azada y se dirigió a la mata que viera en sueños. En cuanto hubo dado
algunos azadonazos, tropezó con algo duro y ello le dió la esperanza de que
había hecho un importante hallazgo.
En efecto, al poco rato puso al descubierto
un saco lleno de lingotes de oro y de magníficas piedras preciosas. Contento a
más no poder, se cargó el tesoro al hombro, aunque a causa del peso apenas
podía andar y, mientras tanto, pensé en lo que haría con aquella riqueza.
Al llegar a la casa, se dirigió al establo y
dejó el saco frente a las tres vacas que tenía, pues deseaba evitar la
posibilidad de que algún vecino se enterase de lo ocurrido.
Anduvo acertado al tomar esta precaución,
porque, al entrar en su casa, vió a dos desconocidos sentados ante el fuego y
que, al parecer, no tenían ninguna prisa por marcharse. Aquellos viajeros
hablaban muy bien inglés, pero, en cambio, desconocían el dialecto que usaban
el campesino y su mujer. Por eso el primero pudo dirigirse a la segunda y en
voz baja y seguro de no ser comprendido más que por ella, le dijo:
‑En el establo tengo un magnífico tesoro. Es
un saco lleno de lingotes de oro y de piedras preciosas.
‑¡Oh, tráelo aquí! ‑contestó ella. ¡No sabes
cuánto me gustaría ver eso!
‑No quiero que nadie se entere de mi
hallazgo -replicó él. Espera a que se hayan marchado estos dos hombres.
Entonces traeré el saco aquí.
En cuanto se hubieron marchado los dos
viajeros, marido y mujer fueron a contemplar el saco y ambos se quedaron
pasmados y sin saber lo que les pasaba.
‑¿Has escupido sobre el tesoro? ‑preguntó la
mujer.
‑No ‑contestó él.
Entonces ella le demostró que había cometido
una grave equivocación.
‑¿Cómo es posible? ‑preguntó sorprendido el
marido.
‑Mi padre ‑le dijo la mujer ‑era muy
entendido en esas cosas y con frecuencia le oí decir que esos tesoros suelen estar
encantados y que si no se tornan las precauciones debidas pueden desaparecer
por completo. En cambio, cuando el que hace el hallazgo tiene la precaución de escupir sobre el tesoro, no hay duda de que
ya no sufre ninguna transformación.
‑Sería una verdadera lástima ‑replicó él que,
después de haberlo traído aquí y de que tengo la espalda molida por el peso,
desapareciese sin quedar nada. Por ahora no hay, afortunadamente, la menor señal
de que el tesoro haya de desaparecer, sino que, por el contrario, pesa lo mismo
que antes y estoy seguro de que hay aquí más de doscientas libras de oro y
joyas.
Luego ambos se dirigieron al establo y
pudieron observar que las tres vacas tiraban de sus ronzales como si quisieran
huir.
‑No hay duda de que tienen miedo del
contenido del saco ‑observó la mujer. El ganado tiene más sentido común de lo
que parece y muchas veces ve cosas que los hombres no son capaces de descubrir.
‑Mira, no digas más tonterías acerca de las
vacas -observó el marido. Fíjate en ese hermoso saco que está lleno a más no
poder.
Pero cuando
estuvieron a menor distancia de aquel saco, la mujer profirió un grito de
miedo.
-¿Qué demonios has traído aquí? ‑preguntó al
marido. Estoy segura de que dentro del saco hay algo vivo. Ten la seguridad de
que ahí no hay ningún tesoro.
‑¡Cállate, mujer! ‑exclamó el marido,
enojado y aun temeroso a causa de las palabras de su esposa.
‑Pero ¿no ves que el saco está rodando por
el suelo? -preguntó ella.
El marido se dio cuenta de que la mujer
decía la verdad, pero, sin embargo, no quiso reconocerlo y menos aun dejarse
asustar por sus palabras.
-Seguramente ‑dijo una rata se ha metido
dentro del saco y ahora, como no puede salir, se revuelve de un lado a otro.
‑Tú abre el saco y, mientras tanto, yo
rezaré pidiendo a Dios que nos proteja. Estoy segura de que ahí dentro hay algo
muy raro y espantoso ‑dijo la mujer.
Mientras tanto, el marido se inclinó sobre
el saco, lo levantó y lo apoyó en la pared. Y cuando se disponía a abrirlo, las vacas
parecían estar muy asustadas, tirando de sus ronzales, mugiendo y pateando en
su deseo de huir.
Cuando el hombre metió la mano en el saco,
asomó la cabeza de una anguila enorme. Tenía los ojos del color de fuego y tan
resplandecientes, que deslumbraban como si fuesen dos soles. El campesino dió
un salto hacia atrás, yendo a parar casi a la puerta y allí se quedó inmóvil
por el terror. Ella, por su parte, profirió un grito que habría podido oírse
desde el pueblo vecino, pero no se movió de donde se hallaba, porque la habían
abandonado las fuerzas.
La anguila, mientras tanto, salió del saco
retorciéndose y empezó a arrastrarse por el suelo. Luego se retorció sobre si
misma, de un modo espantoso, y su cuerpo, que sin duda alcanzaba la longitud de
un metro treinta centímetros, parecía ser todavía mucho más largo. Luego
levantó la cabeza y el cuello, balanceándose ligeramente de un lado a otro.
Marido y mujer se hallaban al lado de la puerta, pero era tal su miedo, que ni
siquiera pensaron en atravesarla. Con los ojos desorbitados contemplaban la
anguila y pronto vieron cómo se encaramaba por un poste que habla en el centro
de la cuadra, hasta tocar el tejado con la cabeza. Y entonces atravesó el tejado, se
desvaneció o se ocultó en algún lugar. Los dos espectadores no pudieron darse
cuenta de ello. Pero aquella anguila enorme y espantosa fué todo el tesoro que
salió del saco, que el hombre desenterró y luego llevó a hombros hasta el
establo. Así se desvaneció el tesoro.
035. Anónimo (escocia)
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