Se dice que, en tiempos
pasados, un gran cuervo llegó a buscar gente. Vigilando un poblado, se
precipitó sobre los iglús y exclamó:
-¡Vienen en camino muchos
visitantes! Convendría que salierais a recibirles. Si no encontráis a esta
gente antes de que caiga la noche, acampad al pie del acantilado.
La gente de los iglús
creyó al cuervo y se puso en camino para recibir a los visitantes. Cuando llegó
la noche montaron sus abrigos al pie del acantilado, y pronto las llamas de sus
lámparas de grasa parpadeaban en las paredes de las casas de nieve.
Un poco después, antes de
irse a la cama, apagaron todas las lámparas. El cuervo esperó hasta que estuvo
apagada la última lámpara de piedra y luego remontó el vuelo hacia la
oscuridad. Voló directamente a la punta del acantilado que coronaba los iglús.
Allí en la cima había un enorme alero de nieve que podía desmoronarse al menor
movimiento.
Este cuervo de la
desdicha se posó en la nieve y empezó a saltar, correr y bailar de un lado para
otro para producir un alud. Sus esfuerzos pronto se vieron compensados. La
nieve acumulada se desprendió y cayó sobre los iglús de abajo. Los habitantes,
que estaban dormidos, quedaron enterrados para no despertar nunca más.
El cuervo esperó a que
llegase la primavera y desapareciese la nieve. Esperaba ansiosamente, porque
sabía lo que iba a encontrar. Le gustaba arrancar los ojos a sus víctimas.
La nieve se derritió poco
a poco y dejó al descubierto los cuerpos de las desdichadas gentes. El cuervo
no había esperado en vano. Se divirtió vaciando los ojos de los que habían
seguido inocentemente sus instrucciones. Toda la primavera estuvo debajo del
acantilado, sin miedo a quedarse sin provisiones.
Fuente: Maurice Metayer
036 Anónimo (esquimal)
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