Hace mucho tiempo vivía en Furreby,
en el Skager Rack, un herrero llamado Rasmus Natzen. Era un hombre joven,
vigoroso y guapo, pero se había casado muy joven y tenía numerosos hijos de
corta edad. Por otra parte, en aquel pueblo apenas tenía el trabajo necesario
y, por esta razón, toda la familia vivía casi sumida en la miseria. El herrero,
sin embargo, era hombre industrioso y duro para el trabajo, de modo que cuando
no tenía nada que hacer en la herrería, salía a pescar o se dedicaba a recoger
los restos de naufragios que el mar arrojaba a la playa.
En cierta ocasión salio con su
pequeño bote a fin de pescar algún bacalao. No regres6 aquella noche, ni al día
siguiente, de modo que todos sus amigos y convecinos estuvieron persuadidos de
que el pobre hombre se había ahogado. Pero al tercer día, Rasmus desembarco.
Llevaba el bote lleno de pescado, de tamaño y calidad mucho mejores de lo que
nunca se viera en el pueblo. El, por su parte, estaba bueno, descansado y
satisfecho, y no se quejo de tener hambre ni sed. Al ser interrogado por sus
vecinos y amigos, se limito a contestar que, de pronto, se había visto envuelto
por una espesa niebla, cosa que lo desoriento y luego no pudo hallar el rumbo
que había de conducirlo a tierra. Pero, en cambio, se abstuvo de dar cuenta del
lugar en que había pasado todo aquel tiempo. Eso se descubrió únicamente seis
años más tarde. Súpose entonces que cuando, en aquella ocasión, se hallaba en
alta mar, fue cogido por una sirena que, mal de su grado, lo obligo a ser su
huésped.
A partir de aquel momento, el
herrero ya no volvió a salir de pesca, ni, al parecer, hubo necesidad de ello,
porque el mar le ofrecía constantemente un rico botín en forma de restos de
naufragios. De este modo se hizo dueño de varios objetos de gran valor y coma
en aquella época todo el mundo podía hacerse dueño de lo que encontraba en el
mar, no tardó el herrero en ser un hombre acomodado.
Cuando hubieron transcurrido siete
años después de su ultima expedición pesquera, estaba una mañana Rasmus
trabajando en la herrería, ocupado en reparar un arado, cuando entró un
muchacho, muy guapo y, dirigiéndose a el, le dijo:
-Muy buenos días, padre. Mi madre,
la Sirena, te envía muchos saludos. Y me ha dicho que, después que ella me ha
criado y mantenido por espacio de seis años, cree muy conveniente que tú te
encargues de mí durante igual espacio de tiempo.
Aquel niño desconocido era muy raro
y cualquiera, al verlo, hubiese criado que tenía, por lo menos, dieciocho anos
y no seis, porque aun era mucho mas alto, bien desarrollado y vigoroso que los
jóvenes de aquella edad.
-¿Tienes hambre? -le pregunte el
herrero.
Y cuando el niño Olaf, que así se
llamaba, le hubo contestado afirma-tivamente, Rasmus encargó a su esposa que
cortase una buena rebanada de pan para dársela al recién llegado.
La buena mujer obedeció sin
replicar y entregó al niño el pan que acababa de cortar. Pero Olaf tomo la
rebanada, se la tragó de un solo bocado y, dirigiéndose de nuevo a su padre, se
quedo mirándolo.
-¿No te han dado bastante para
comer? -preguntó Rasmus.
-No, padre - contestó,
resueltamente, Olaf-. Apenas me ha bastado para probar a que sabía el pan.
En vista de tal respuesta, el
herrero fué en busca de un pan entero, lo cortó en dos, a lo largo, unto de
queso y manteca las dos mitades, y luego se lo entregó todo a su hijo.
Éste tomo el pan entero que se le
ofrecía y, alejándose unos pasos, empezó a comer. A los pocos instantes volvió
a presentarse a su padre, que le preguntó si ya estaba satisfecho.
-A un no -contesto el muchacho-.
Todavía no he calmado el hambre. Y como ya preveo lo que me va a pasar aquí, me
parece mucho mejor buscar algún lugar en donde me alimenten con mayor
generosidad. Aquí pasaría mucha hambre.
Y se manifestó dispuesto a
emprender inmediatamente la marcha, en cuanto su padre le hubiese facilitado
una barra de hierro, en forma de bastón, pero exigió que fuese muy fuerte para
que le durase algún tiempo. El herrero le entregó una barra de hierro del
grueso que suelen tener los bastones, pero Olaf se la arrolló en torno de un
dedo y dijo que no le servía. Entonces el herrero le presento otra barra de
hierro, gruesa como la vara de un carro. Pero Olaf la doblo fácilmente sobre su
rodilla y la rompió cual si fuese una caña. En vista de eso, el herrero tomo
todo el hierro en barra de que disponía y con el hizo otra barra de un grueso
extraordinario. Olaf la sostuvo por un extremo mientras su padre martilleaba
por el lado opuesto y lo encorvaba en forma de cayado. En cuanto hubo terminado
la operación, el muchacho levantó aquella barra de hierro y agradeció a su
padre la molestia que se había tomado.
-Ahora voy a marcharme, padre
-dijo. -Ya he recibido mi herencia.
El herrero se alegró de verse libre
de aquel muchacho, capaz de sumirlo en la miseria por lo mucho que comía.
Olaf emprendió el camino y no tardo
en encontrar acomodo en una granja, donde se ofreció a trabajar por doce
hombres, aunque con la condición de que le diesen la comida destinada a otros
tantos obreros.
Había llegado a la granja a última
hora de la tarde, de modo que, después de cenar, se acostó. A la mañana
siguiente se le pegaron las sabanas y el granjero fue a despertarlo.
-Dispensadme -dijo Olaf
despertándose-. Me voy a levantar y, después de desayunar, estaré en
disposición de emprender el trabajo.
El granjero había dedicado aquel
día a trillar el grano y Olaf se encargó de una cantidad de trabajo
verdaderamente extraordinaria. Pero era tanta su fuerza que rompió dos o tres
mayales y no tuvo mas remedio que construir uno con la piel de un caballo y una
viga del techo. Y como no tuviera espacio bastante para trabajar, quitó el
tejado de la casa y luego se dedica a trillar con la mayor actividad. Terminada
la faena volvió a poner el tejado en su lugar y fue a decir a su amo que ya
había terminado su cometido.
El granjero se quedó asustado, y
aunque la operación no estaba realizada a su gusto, no se atrevió a censurar a
un obrero como Olaf, dotado de fuerza tan espantosa.
Sin embargo, consultó con su mujer
acerca de como podría librarse de aquel muchacho verdaderamente terrible,
porque el no se resolvía a despedirlo y, después de larga discusión,
convinieron en que, al día siguiente, mandarían a todos los obreros al bosque a
cortar árboles, advirtiéndose que el último en llegar a la casa seria ahorcado.
Eso lo hacían con el propósito de que le correspondiese a Olaf este mal fin.
Para ello se limitarían a dejarlo que durmiese cuanto quisiera y como saldría
con mucho retraso, volvería. También después de los demás.
Olaf oyó sonriendo la condición
impuesta por el amo. A la mañana siguiente se despertó muy tarde, cuando los
demás habían partido ya hacia el bosque. Abrió por fin los ojos, se vistió y se
desayuno sin darse prisa. Luego se dirigió a la cuadra y no encontró más que un
carro viejo y dos caballos escuálidos y sin fuerzas. Sin embargo, se dirigió al
bosque, al que llegaba siguiendo una estrecha garganta y Olaf, después de haber
pasado, la obstruyo con una enorme roca. Al llegar al lugar en que se hallaban
los demás obreros, fue objeto de sus burlas. Estaban ya cargados todos los
carros de troncos y de ramas de árboles, pero Olaf no se apuro. Intento
derribar los árboles con el hacha, pero como quiera que se le rompiese el mango
de la herramienta, desistió de aquel medio y, abrazando el tronco de un árbol,
lo desarraigó y lo arrojó sobre su carro. Continuo trabajando de esta manera y
cuando el vehiculo estuvo bien cargado, emprendió el regreso. Pero los dos
caballos que llevaba no podían con la carga. En vista de eso, Olaf los
desenganchó y se cargó a la espalda el carro y los troncos.
Llegó de esta manera a la entrada
de la garganta que él obstruyera poco antes con aquella gruesa piedra, de modo
que sus compañeros se habían detenido allí sin poder pasar.
Él, sin embargo, quitó fácilmente
la piedra y, continuando rápidamente su camino, fué el primero en llegar a la
hacienda.
En cuanto el granjero lo vió
cargado de aquel modo, se asusto tanto que se apresuró a cerrar y atrancar la
puerta de la valla. Olaf llamó y en vista de que nadie acudía a abrir, tomó los
troncos de árbol que había desarraigado y, uno a uno, los arrojo al patio por
encima de la valla.
-Si no abro la puerta -pensó el
asustado granjero al ver lo que ocurría -ese animal va a tirarme los caballos
por encima de la cerca.
Para impedirlo, fue a abrir la
puerta y Olaf entró. Al cabo de un buen rato llegaron los demás obreros y el
joven, sonriendo, les preguntó cual de ellos habría de morir ahorcado.
-Sólo fue una broma -contestó el
granjero-. Ya comprenderás que no podríamos cumplir tal amenaza.
Pero el granjero, su mujer y aun el
alcalde del pueblo, estaban decididos a librarse de tan terrible obrero y,
aquella noche, celebraron una conferencia, en busca de algún medio para
conseguir sus fines.
-Podríamos hacer una cosa -propuso
el granjero-. Mariana le haremos bajar al pozo seco para que lo limpie y,
cuando este abajo, le arrojaremos una rueda de molino y de esta manera nos
libraremos de él. Luego rellenaremos el pozo y ya no se hablara más del asunto.
En efecto, al día siguiente,
encomendaron aquel trabajo a Olaf. El se manifestó dispuesto a realizarlo y
bajo al pozo, en tanto que otros hombres se quedaban arriba, dispuestos, al
parecer, a subir los capazos de tierra y piedras que, desde abajo, les mandara
Olaf.
Al poco rato, y coma por accidente,
dejaron caer sabre él una rueda de molino, seguros de que resultaría aplastado.
Y, por si fuera poco, otros hombres hicieron rodar grandes piedras para
dejarlas caer También al fondo del pozo.
Pero, ¡cual no sería su asombro al oír que
Olof les gritaba desde abajo que apartaran las gallinas, porque le arrojaban
piedrecillas con las patas, cosa que le producía alguna molestia!
Y en vista de que no le hacían ningún caso y
de que seguían lloviendo las piedras sabre el, Olaf salió furioso, se quito de
los hombros la piedra de molino por cuyo agujero había pasado la cabeza y,
arrojándola a cierta distancia, se manifestó dispuesto a abandonar la hacienda.
Aquella noche hubo en la granja otra larga
discusión entre el granjero, su mujer y el alcalde del pueblo.
-Se me ha ocurrido una idea -exclamó este- que
quizá podría ser útil. Lo mandaremos a pescar al Lago del Diablo y con
seguridad no saldrá vivo de la aventura, por que ya sabéis que el Demonio no
consiente que nadie vaya a pescar en sus aguas.
De perlas pareció el consejo al
granjero y a su mujer, y el primero se apresuró a ir en busca de Olaf, a quien
aseguró que castigaría a los demás obreros por la broma pesada que le habían
gastado y que le agradecería mucho que le hiciese un pequeño favor. Tratábase
de ir a pescar al Lago del Diablo, para renovar la provisión de pescado ya
terminada.
Olaf se manifestó, como siempre,
dispuesto a encargarse de aquella faena y solo pidió que le diesen una buena
cena fría para entretener el apetito.
Llegó al lago, se embarcó y, antes
de empezar la pesca sintió apetito y se dispuso a comer. Pero cuando estaba más
distraído surgió el Diablo del agua y lo agarró por el cuello, arrastrándolo
hasta el fondo del lago.
Por suerte, Olaf tenía su bastón de
hierro al alcance de la mano y se sumergió empuñándolo. Una vez hubo llegado al
fondo del agua agarró al Diablo por el cuello y con el bastón le dio tan
tremenda paliza que el otro acabo dándose por vencido y prometiendo que nunca más
volvería a molestar a nadie.
-Antes de que lo suelte -le dijo
Olaf- has de prometerme que mañana por la mañana llevaras a casa de mi amo todo
el pescado que hay en el lago.
El Diablo no titubeo un momento en
hacer aquella promesa y entonces Olaf lo dejo en libertad. Subió al bote, se
dirigió a tierra, acabó tranquilamente la cena y luego volvió a la hacienda,
donde se acostó.
A la mañana siguiente, cuando el
granjero abrió la puerta de la cerca, vióse casi derribado por una enorme
cantidad de pescado que se cayó al interior del patio. Asustado a más no poder,
fué en busca de su esposa y le dio cuenta de lo que acababa de ocurrirle.
-No hay más remedio que librarse de
ese terrible muchacho, como sea -dijo al fin.
Y ambos se entregaron a sus
reflexiones, buscando la manera de alejar definitivamente de su casa al
terrible Olaf.
Por fin tuvieron una buena idea. Lo
enviarían al día siguiente al Infierno, para cobrar los intereses atrasados que
el Diablo les debía.
Olaf no tuvo inconveniente en
encargarse de aquella misión. Preguntó que camino había de seguir y, una vez se
lo hubieron indicado, pidió las provisiones necesarias para el viaje, que le
entregaron con el mayor placer y el, haciendo un fardo con todo, lo suspendió
de la punta de su bastón de hierro, que apoyo en el hombre y emprendió el
camino.
Después de andar por espacio de una
jornada, Olaf llego a 1as puertas del Infierno. Llamó, golpeando la hoja de
hierro con su bastón, y pacientemente espera a que alguien acudiese a abrir.
Pero, al parecer, nadie lo había oído. Llamó de nuevo y otra vez esperó y, al
fin, dándose cuenta de que, o no lo oían o no querían abrir, empuño su bastón
y, con toda su fuerza, empezó a golpear la puerta, que no tardo en quedar
destrozada.
Entró por la abertura y apenas
había dado unos pasos cuando se le presento una legión de diablillos y uno de
ellos le preguntó que deseaba.
-He venido -contestó Olaf- para
ofrecer al señor Diablo los mejores saludos de parte de mi amo y luego a
pedirle que me pague los intereses de tres años que le debe por las sumas
recibidas en préstamo.
Los diablillos se echaron a reír y,
juzgando equivocadamente acerca del vigor y del atrevimiento del recién
llegado, lo rodearon dispuestos a hacerlo victima de sus bromas pesadas.
Algunos quisieron tirarle de los cabellos y de las orejas, y otros pellizcarle
las pantorrillas. Pero Olaf, desdeñando hacer uso de su bastón de hierro, se
limito a repartir unos cuantos puñetazos, de modo que los diablillos se
apresuraron a alejarse de él, gritando de miedo o de dolor. Y uno de ellos
salió disparado hacia el interior del infierno, llamando a gritos al Diablo,
que aún estaba tendido en la cama resentido de la paliza que le diera el mismo
Olaf en el fondo del lago.
Por esta razó6n cuando le dijeron
sus diablillos que acababa de llegar un mensajero del amo de la granja para
cobrar los intereses vencidos de tres años atrás, y que a garrotazos había roto
la puerta de hierro y que luego dió una paliza a varios de ellos, el Diablo
tuvo un susto de muerte.
-Dadle los intereses
correspondientes a diez años, poco me importa -exclamó-, pero no permitáis que
llegue aquí. ¡De ninguna manera! Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para no
ver más a ese terrible muchacho.
Los diablillos, en cumplimiento de
las órdenes recibidas, fueron en busca de tan extraordinaria cantidad de oro y
plata que daba miedo de ver. Lo ofrecieron todo a Olaf que, con la mayor calma
y parsimonia, lleno el saco que ya llevaba a prevención, se lo cargo a la
espalda y emprendió inmediatamente el camino de regreso a la hacienda.
Algunas horas después se presentó
ante su amo, quien al verlo tuvo un susto de muerte. Olaf, a pesar de su buena
voluntad y de su inocencia, acabo comprendiendo las malas intenciones que
durante los últimos días habían guiado los actos de su amo, de manera que ya no
quiso trabajar más para él.
Por consiguiente le dio la mitad
del oro y de la plata que le entregaron en el Infierno.
La otra mitad la regaló a su padre,
el herrero de Furreby. Hecho esto, se despidió de él, diciéndole que ya estaba
cansado de vivir en tierra y del trato de los hombres, de modo que le parecía
preferible ir a vivir con su madre la Sirena.
Poco después se perdía de vista a
lo lejos, y ya nadie más volvió a ver a Olaf, el Hijo de la Sirena.
031. Anónimo (dinamarca)
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