Once siglos atrás, había
un rey que tenía tres hijos. Cuando el rey murió, los dos mayores no dieron al
hijo más joven nada más que un rocín blanco, viejo y cojo.
"Si esto es todo lo
que hay para mí", dijo él, "será mejor que lo coja y me vay”.
Y emprendió su camino,
con el animal andando delante de él; a ratos caminaban, a ratos lo montaba.
Cuando ya llevaba un buen rato cabalgando, pensó que el rocín necesitaría
pararse a comer algo, y se apeó de él. Entonces vio, saliendo del corazón de
una colina del oeste y dirigiéndose hacia él, a un jinete que montaba con
altivez y elegancia.
"Salud, buen
mozo", le saludó.
"Salud, hijo del
rey", contestó el otro.
"¿Qué noticias
traes?", inquirió el hijo del rey.
"Creo que", contestó
el recién llegado, "está a punto de rompérseme el corazón, por montar
este asno que tengo por caballo; ¿me cambiarías tu blanco rocín cojitranco por
él?
"No", dijo el
príncipe; "eso sería un mal negocio para mí".
"No te
preocupes", añadió con voz amable el desconocido, "la verdad es que
tú podrás hacer mejor uso de él que yo. Tiene un fantástico don, y consiste en
que no hay sitio en el que puedas pensar de las cuatro partes de la rueda del
mundo, donde este caballo negro no pueda llevarte".
Entonces el hijo del rey
tomó el caballo negro, y entregó a cambio su blanco rocín cojeante.
Cuando lo hubo montado,
no pensó sino en estar en el Reino Submarino, bajo las olas y antes del amanecer
del día siguiente, como por encanto, estaban allí. Cuando llegaron, sorprendió
al hijo del Rey Submarino en una audiencia: la gente del reino se congregaba
a su alrededor para ver si había alguno entre los reunidos que se atreviera a
ir a buscar a la hija del Rey de los Griegos, para convertirla en la esposa del
príncipe. Nadie se atrevía a dar aquel paso, cuando apareció el jinete del
caballo negro.
"Tú, jinete del
caballo negro", le espetó de pronto el príncipe, "te encomiendo, bajo
cruces y conjuros, la misión de ir por la hija del Rey de los Griegos, y traerla
aquí antes de que el sol salga mañana.
Salió, sin mediar más
palabras, en su caballo negro, y apoyando el codo sobre sus crines dejó escapar
un suspiro.
"¡El suspiro del
hijo de un rey bajo conjuros!", musitó el caballo; "pero no tengas
cuidado; haremos lo que han puesto ante ti". Y partieron.
Ahora", dijo el
caballo, "cuando estemos cerca de la gran ciudad de los Griegos,
observarás que jamás las cuatro patas de un caballo fueron a esa ciudad antes.
La hija del rey me verá desde el punto más alto del castillo, pues estará
mirando por una ventana, y no estará contenta sin dar un paseo montada en mí.
Tú le dirás que puede hacerlo, pero que el caballo no aceptará que ningún otro
hombre, que no seas tú, monte en él delante de una mujer".
Llegaron a las proximidades
de la ciudad, y adoptaron las más elegantes poses de equitación; y la princesa,
que en efecto estaba mirando por la ventana, vio al caballo. Le gustó la
exquisita demos-tración y salió a su encuentro justo cuando hacían su entrada
triunfal en la ciudad.
"Déjame dar un paseo
en ese caballo" solicitó.
"Desde luego",
le dijo él, "pero el caballo no dejará que ningún hombre monte delante de
una mujer sobre él, más que yo".
"Tengo mi propio
caballero", contestó ella.
"Si es así, que lo
intente", retó él.
Antes de que el
mencionado caballero pudiera montar, cuando aún trataba de hacerlo, el caballo se
levantó sobre sus patas traseras y lo apartó de una coz.
"Ve tú, entonces, y
monta delante de mí", dijo ella; "no puedo dejar así las cosas".
El montó el caballo, y
ella a la grupa detrás de él, y antes de que ella pudiera volver la vista, ya
estaban más cerca del cielo que de la tierra y antes del amanecer se
encontraban en el Reino Submarino.
"Has venido",
se maravilló el Príncipe Submarino.
"He venido",
repitió él.
"He ahí mi
héroe", dijo el príncipe. "Tú eres el hijo de un rey, pero yo soy el
hijo del éxito. De todos modos, no nos retrasemos, no perdamos tiempo ahora, y
pasemos a la boda."
"Más despacio",
ordenó la princesa; "tu boda no está tan cercana como supones. No me
casaré, hasta que tenga la copa de plata que mi abuela tuvo en su boda, y mi
madre en la suya, porque es necesario que yo también la tenga en la mía
propia".
"Tú, caballero del
caballo negro", suplicó el Príncípe Submarino, "te envío, bajo
cruces y conjuros, por la copa de plata. Ha de estar aquí mañana, antes de la
salida del sol".
Salió, apoyó su codo
sobre la crin del caballo, y suspiró.
"¡Suspiro de un híjo
de rey bajo conjuros!", dijo el caballo; "monta firmemente y tendrás
la copa de plata. La gente del reino de Grecia está reunida en torno al rey
esta noche, porque éste llora la falta de su hija. Cuando lleguemos al palacio,
entra y déjame fuera. Ellos se estarán pasando de mano en mano la copa por toda
la compañía. Entra y siéntate en medio de ellos. No digas nada, y aparenta ser
uno más del lugar. Pero, cuando la copa llegue a ti, ponla bajo tu axila,
vuelve inmediatamente conmigo, y nos iremos".
Y partieron, y llegaron a
Grecia, y él entró en el palacio e hizo todo como el caballo negro le había
aconsejado. Tomó la copa, se la llevó y cabalgó, y antes del amanecer estaban
de vuelta en el Reino Submarino.
"¡Has
llegado!", exclamó el Príncipe Submarino.
"He llegado",
dijo él.
"Entonces será mejor
que nos casemos cuanto antes", dijo el príncipe a la princesa griega.
"Calma y
sosiego", dijo ésta. "No me casaré hasta que tenga el anillo de plata
que mi abuela y mi madre llavaban cuando se casaron."
"Tú, caballero del
caballo negro", volvió a ordenar, ya nervioso el Príncipe Submarino.
"Hazlo. Tengamos aquí ese anillo mañana, antes del amanecer."
El muchacho regresó con
su caballo negro, apoyó el codo en su cresta, y le contó lo que pasaba.
"Jamás me han puesto
delante un asunto tan difícil como éste", replicó el caballo, "pero
no se puede hacer otra cosa; de ninguna manera. Móntame. Existe una montaña de
nieve, y una montaña de hielo, y una
montaña de fuego, entre nosotros y la captura de ese anillo. Será muy difícil
para nosotros pasarlas".
Y emprendieron su viaje,
y cuando estuvieron como a una milla de la montaña de nieve, casi les mataba el
frío. Cuando se aproximaron más a ella, el muchacho espoleó al caballo, y éste
dio tal salto que se colocó sobre la cima de la montaña de nieve; al siguiente
salto estaba sobre la cima de la montaña de hielo, y al tercer salto sobrevoló
la montaña de fuego. Mientras cruzaban aquellas montañas, él se agarraba al
cuello como si estuviera a punto de perderse. Después el caballo descendió
hasta una ciudad que relucía en el fondo de la profunda oscuridad.
"Desmonta",
dijo el caballo negro, "ve a un herrero; y que haga una punta de hierro
para cada saliente de hueso que hay en mí".
El príncipe fue y pidió
que le hicieran las puntas, y regresó con ellas.
"Clávalas dentro de
mí", dijo el caballo, "una punta para cada uno de mis huesos".
Así lo hizo él; clavó las
puntas en el caballo.
"Hay un lago
aquí", le explicó el caballo, "cuatro millas de largo y cuatro de
ancho, y cuando yo entre en él, las aguas del lago se levantarán en llamas. Si
ves al Lago de Fuego desbordarse antes de que salga el sol, espérame; si no,
sigue tu camino".
El caballo negro se zambuyó
en el lago, y el lago se elevó envu-elto en llamas. Durante largo rato estuvo
nadando por él, batiendo sus palmas y rugiendo. El, día llegaba, y el lago no
se desbordaba.
Pero en el mismo momento
en que el sol comenzó a subir, las aguas del lago se desbordaron.
Y el caballo negro
emergió en medio de las aguas con sólo una punta clavada, y el anillo alrededor
de ella.
Alcanzó la orilla, y cayó
allí en la ribera del lago.
Entonces acudió el
jinete, tomó el anillo, y arrastró al caballo hasta el pie de una colina. Le
dio calor con sus brazos entrelazados alrededor de él, y mientras el sol
ascendía, el animal se ponía mejor y mejor, hasta que, a eso del mediodía, pudo
levantarse sobre sus patas.
"Monta", dijo
el caballo, "y vámonos".
El montó sobre su caballo
negro, y emprendieron el regreso.
Cuando llegaron a la
primera de las montañas, hizo saltar de nuevo al caballo hasta la cima de la
montaña de fuego. Desde la montaña de fuego, saltó a la de hielo, y desde la
montaña de hielo a la de nieve. Y pasaron las tres, y, al despuntar la mañana,
estaban en el Reino Submarino.
"Aquí estás",
gritó lleno de júbilo el príncipe.
"Aquí estoy",
dijo él.
"Ciertamente",
añadió el Príncipe Submarino. "Tú serás el hijo de un rey, pero yo soy un
hijo de la fortuna. No habrá más faltas ni dilaciones; nada más que retrase la
boda esta vez."
"Ve con calma",
dijo descorazonadora la
Princesa de los Griegos. "Tu boda aún no está tan
próxima como crees. Hasta que no hagas un castillo, no me casaré contigo. Pues
no iré a vivir ni al castillo de tu padre ni al de tu madre; hazme un castillo
que no tenga nada que envidiar al castillo del rey, tu padre."
"Tú, caballero del
caballo negro", ordenó de nuevo, el Príncipe Submarino, "haz eso
antes de que vuelva a salir el sol de mañana".
El muchacho salió y apoyó
su codo sobre el cuello del caballo, y suspiró, pensando que nunca podría hacer
ese castillo.
"Nunca apareció en
mi camino un obstáculo más fácil de salvar que éste", exclamó alegre el
caballo negro.
El muchacho levantó la
mirada, y vio una ingente multitud de albañiles y canteros trabajando, y así el
castillo estuvo terminado antes de que el sol saliera.
Dio la voz de triunfo al
Príncipe Submarino, para que se acercara a ver el castillo. Este se frotaba los
ojos, creyendo que todo era un espejismo.
"Hijo del Rey
Submarino", recitó el caballero del caballo negro, "no creas que se
trata de un espejismo; la tuya es una visión auténtica".
"En verdad",
dijo el príncipe agradecido. "Tú eres un hijo del éxito, pero yo soy un
hijo del éxito también. Ya no habrá más fallos ni retrasos, sólo la boda
ahora."
"No", concedió
ella. "Ha llegado la hora. ¿No vamos a ir a ver el castillo? Ya es hora de
que nos casemos, antes de que llegue la noche."
Fueron al castillo, pero
el castillo estaba desierto, sin un solo mueble, sin luz, sin un mísero cachibache
de cocina.
"Creo", dijo el
príncipe, "creo que uno desea, al menos vivir con cierta comodidad. De
momento habrá que hacer un pozo dentro, para que no haya que ir lejos a coger
el agua, cuando haya una fiesta o una boda en el castillo".
"Eso no estará mucho
tiempo sin hacerse", dijo el caballero del caballo negro.
El pozo fue hecho, y
tenía siete brazas de profundidad y dos o tres brazas de ancho. Todos
admiraron el pozo, camino de la boda.
"Está muy bien
hecho", dijo ella, "pero tiene una pequeña falta allí".
"¿Dónde?",
preguntó el Príncipe Submarino.
"Ahí", contestó
ella.
El se inclinó hacia
dentro para mirar. Ella se incorporó, y puso sus dos manos en su espalda y le
tiró adentro.
"Tú quédate
ahí", exclamó ella. "Si he de casarme, tú no eres el hombre
indicado; sino quien ha hecho todas las proezas que se le han encomendado, y, si
él quiere, a él escogeré."
Y se fue a celebrar su
boda con el caballero del caballo negro.
Y, sólo al cabo de tres
años, éste volvió a acordarse por primera vez del caballo negro, y de dónde lo
había dejado.
Se levantó, y abandonó el
palacio, y sintió mucho haberse olvida-do del mágico caballo negro. Más allí lo
encontró, justo donde lo había dejado.
"La suerte sea
contigo, caballero", le recibió el caballo. "Parece como sí tuvieras
algo que te gusta más que yo."
"No tengo nada, ni
lo tendré; pero sucedió que te olvidé", dijo él.
"No importa",
añadió el caballo, "da lo mismo. Levanta tu espada y córtame la
cabeza".
"No permitirá la
fortuna que haga tal cosa contigo", terció él.
"Hazlo
inmediatamente, o yo te lo haré a ti", demandó el caballo.
Y el muchacho desenfundó
su espada y le cortó la cabeza al caballo; entonces, elevó sus manos y profirió
un grito de dolor.
De pronto, oyó detrás de
él una voz que decía: "Saludos, mi querido cuñado."
Miró hacia atrás, y ahí
estaba el hombre más apuesto que jamás habían visto sus ojos.
"¿Por qué lloras de
ese modo por el caballo negro?", preguntó el recién aparecido.
"Lloro", dijo
el muchacho, "porque jamás nació de hombre ni de bestia alguna una
criatura que quisiese yo más en este mundo que a este caballo".
"¿Me tomarías a mí
por él?", preguntó el extranjero.
"Si pudiese imaginar
que eres un caballo", contestó el muchacho, "lo haría; pero como es
imposible, prefiero al caballo", terminó el jinete.
"Yo soy el caballo
negro", dijo el desconocido, "y si no lo fuese, ¿cómo ibas a haber
conseguido todas esas cosas que fuiste a buscar a la casa de mi padre? Desde
que sufrí el encantamiento, muchos son los hombres a los que he acudido antes
de queme encontraras. Pero no eran hombres de palabra: no podían tenerme ni
manejarme, y nunca estuve con ellos más de un par de días. Pero cuando llegué a
ti, me tuviste el tiempo que había de cumplir bajo el encantamiento. Ahora que
ya se cumplió vendrás a casa conmigo, y celebraremos una fiesta en la casa de
mi padre, pues recupera un hijo, obtiene otro y ve casada a su única hija con
el mejor hombre del mundo".
024 Anónimo (celta)
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