Un chico joven vivía solo
con su abuela. Cuando se fue haciendo mayor, llegó a obsesionarle el miedo a
los fantasmas. Su angustia era tal que no podía dormir de noche.
Su abuela le decía muchas
veces:
-Vete a dormir como los
demás. De cualquier manera, no tiene sentido preocuparse; si alguna vez ves un
fantasma, puedes estar seguro de que rápidamente podrá contigo.
El muchacho, que era
terco por naturaleza, siempre contestaba:
-No habrá nunca un
fantasma que me haga eso a mí.
Cuando se convirtió en un
hombre joven, el chico decidió cons-truirse un iglú. Pero, para hacerse su
hogar, eligió un sitio algo apartado de los demás iglús, de manera que pudiera
ver cualquier cosa que se acercara desde cualquier dirección.
Su iglú estaba construido
como un fuerte grande. Abrió ventanas todo alrededor e hizo aberturas por las
que poder disparar flechas a cualquier mal espíritu que pudiera presentarse.
Cuando el iglú estuvo
terminado, el joven montaba guardia de noche desde el interior de su fortaleza.
Equipado con el arco y las flechas que le había dado su abuela, esperó a que
aparecieran los fantasmas. Su abuela y algunos otros viejos intentaron
convencer al joven para que se fuese a la cama de noche. Tenían miedo de lo que
pudiera pasarle si de verdad apareciera un fantasma.
-Te matará -le
advirtieron.
El joven replicaba
obstinadamente:
-No, no, no puede pasarme
nada.
Era un error despreciar
la sabiduría de los que eran más viejos que él, pero estaba tan obsesionado con
sus ideas que nadie podía hacerle cambiar de opinión.
Una vez, ya bien entrada
la noche, cuando hacía su guardia habitual, creyó ver que algo se movía fuera
tras la ventana. Miró cuidadosamente, confiando en que al fin iba a poder ver
un fantas-ma. Se estiró para mirar qué podía ser. Para sorpresa suya, no era un
fantasma, sino una bellísima mujer joven vestida con pieles elegantes. Estaba
de pie junto a la vivienda de su abuela.
El joven quedó fascinado
por su belleza, y cuanto más la miraba, más se entusiasmaba con su hermosura.
Quería tomarla por esposa. Rendido de emoción, el joven olvidó todo lo demás,
incluyendo fantasmas y espíritus, arcos y flechas. Sin pensarlo más, y hasta
sin ponerse nada caliente, salió del iglú y echó a correr hacia ella.
Al ver acercarse al
joven, la mujer habló:
-Ven conmigo y vas a ser
mi marido. Vamos a casa de mis padres. Mira allá y podrás ver la luz de nuestro
iglú. Es la ventana de la casa de mi padre.
El joven miró y vio la
ventana iluminada. Después de dar unos pasos, vaciló:
-No, no te voy a seguir.
Me quedo aquí.
La muchacha insistió:
-¡Pero está tan cerca!
Ven, y viviremos juntos como marido y mujer.
La belleza y la
insistencia de la chica terminaron por vencer la resistencia del joven. La siguió
en la noche hacia la brillante luz del iglú de su padre.
Durante mucho tiempo
anduvieron juntos. El joven se volvía periódicamente para ver las luces de su
poblado, que se iban alejando. Parecía como si cada vez se apartaran más y más
de su casa, pero la de la chica no estaba más cerca.
El joven estaba empezando
a cansarse del largo viaje. Su propio poblado ya había desaparecido de la vista
y sólo los ánimos que le daba la chica le mantenían andando. Fue un gran alivio
cuando por fin llegaron a casa de la chica. Dentro del iglú, los padres y los
dos hermanos menores de la muchacha les dieron la bienvenida.
Al ver a esta gente
junta, el joven cayó en la cuenta de lo que había sucedido. No eran personas
corrientes, en absoluto. Eran fan-tasmas. Siempre había querido ver un fantasma
y ahora había sido engañado por lo que creyó que sólo era una chica muy guapa.
Pero no podía dar marcha atrás. El joven y la chica se convirtieron en marido y
mujer.
Durante mucho tiempo
vivieron juntos. Finalmente el joven terminó por aburrirse a falta de cosas
interesantes y emocionantes que hacer. Sus cuñados salían de caza, pero, como
él no tenía ni kayak ni armas, se quedaba en casa. Cuando los cazadores volvían
con abundantes piezas, el joven se ponía celoso. Le era difícil reprimir lo que
sentía. Acudió a su mujer y le dijo cuánto le gustaría ir de caza.
-Quizá tu padre, que no
caza, podría prestarme un arco.
La chica fue a ver a su
padre.
-A mi marido le gustaría
que le prestases el arco para poder ir a cazar con mis hermanos.
El viejo no tuvo nada que
objetar, de modo que el marido hizo planes para irse a los terrenos del caribú.
Justo antes de que se marchara, el viejo le dio un consejo:
-No te separes de tus
cuñados por ningún motivo. Si ves un caribú paciendo en la ladera de la
montaña, ten cuidado de no perseguirlo.
El joven siguió este
consejo e hizo varias expediciones de caza. Cada vez volvía al poblado con
muchas piezas. Pero un día, mientras iba con sus dos compañeros, el joven dijo:
-He visto algo allí
enfrente, en la ladera de la montaña. Debe ser un caribú.
Sus cuñados replicaron:
-No, ése no podemos
cazarlo. Ése es el caribú que nuestro padre nos prohíbe cazar. Lo dejaremos en
paz. Hay muchos otros.
Diciendo esto, los dos
hermanos se fueron a cazar a otra parte. El joven era incapaz de quitarse de la
cabeza la idea del caribú solitario.
-¿Por qué el viejo no
quiere que vayamos detrás de él? -se pre-guntaba. Después de esto el joven se
pasó días pensando en el caribú de la ladera de la montaña.
Un día, durante otra
cacería, decidió ir detrás del caribú. Sus cuñados intentaron disuadirle, pero
el joven se puso terco. Dejó a sus compañeros y se echó a andar solo. Mataría
el caribú, este caribú tan misteriosamente protegido.
Acercándose a la montaña
con precaución, el cazador acechó a su víctima. Se acercó todo lo que pudo y,
luego, con puntería mortal, disparó la flecha. El caribú cayó. El joven empezó
inmediatamente a desollar el animal.
No bien había empezado,
una niebla comenzó a cerrarse en torno a él. Trabajando rápidamente, el cazador
intentó terminar su tarea antes de que la niebla borrase por completo el
sendero que conducía de vuelta al poblado. Cuando terminó, dejó el cadáver del
caribú en el suelo, lo tapó con el contenido de su estómago para que ningún
animal lo tocara, miró en torno para cercionarse del camino y se marchó a casa.
Por más que lo intentó,
no fue capaz de encontrar el camino correcto. Nunca lograba avanzar más que una
corta distancia antes de tropezar con un acantilado abrupto. Entonces deshacía
sus pasos hacia el cadáver, se encaminaba en otra dirección y echaba a andar
otra vez. Una y otra vez el acantilado se levantaba de la niebla impidiéndole
el paso. Aún más, parecía que el muro de rocas se cerraba en torno a él. ¡Lo
aplastarían!
Por suerte, el joven
siempre llevaba con él un amuleto de gran poder mágico. Era un vestido de
mangas muy cortas y estaba hecho de la piel de sus ancestros. Esta prenda se la
ponía pegada al cuerpo. Dándose cuenta del gran peligro en que estaba, el joven
apeló a los poderes mágicos del amuleto. Tiró de una manga y, medio quitándose
la prenda, imploró:
-¡Abuela, estoy en gran
peligro!
A esta llamada, el tiempo
mejoró de repente. La niebla se levantó y el desamparado cazador pudo volver a
casa.
Sus cuñados estaban
preocupados por él. Querían saber qué había sucedido. Al principio el joven se
resistía a decir nada. Pero sus cuñados no paraban de insistir y, por fin, les
habló del caribú, de la niebla y de su petición de ayuda a su abuela. Pero no
les dijo nada de la chaqueta mágica. Los cuñados no quedaron satisfechos. Le
prohibieron al joven volver a salir de caza. Tendría que quedarse en casa
mientras los hermanos cazaban.
Durante mucho tiempo el
joven cazador se quedaba solo y lo único que podía hacer era mirar con envidia
cómo sus cuñados iban en busca de más caza. También en esta ocasión sus celos
le pudieron. Dijo a su mujer:
-Tu padre tiene un kayak
y un arpón. Yo podría sacarles partido y seguir a los otros cuando van a cazar
focas.
Su mujer accedió a
preguntar a su padre.
-Mi marido quiere cazar
focas. ¿Podrías prestarle el kayak y el arpón?
El padre no tenía nada en
contra.
-Puedes usarlos -le dijo
a su yerno.
-Mi kayak está a la
orilla del río y el arpón está dentro. Pero, antes de irte a cazar, quiero
decirte algo. Sólo debes cazar las focas de este lado de la isla. Las focas del
otro lado son feroces. Cuando vayas, asegúrate de quedarte por el lado más
cercano a tierra.
Los tres jóvenes
cazadores escucharon el consejo del viejo y fueron juntos a cazar focas,
recordando que no tenían que ir al otro lado de la isla. Durante muchos días
estuvieron cazando de esta manera. Pero un día al marido se le ocurrió ir al
otro lado de la isla. Se lo dijo a sus cuñados, pero éstos no querían saber
nada de ello.
-No, no iremos allí;
nuestro padre lo ha prohibido -replicaron.
El joven no se convenció
tan fácilmente. Iría solo. Dejando a sus compañeros, remó hacia la zona
prohibida. Cuando hubo llegado al otro lado e iba a explorar la costa, una
bestia extraordinaria surgió de pronto de las profundidades del mar y nadó
hacia el kayak del cazador.
El joven arrojó el arpón.
El arma dio en el blanco y, en ese mismo instante, el joven perdió el
conocimiento.
Cuando despertó no sabía
dónde estaba. Se encontró en un campo de hielo desde el que no se veía ninguna
tierra. Mirando alrededor, el cazador vio una gigantesca casa de nieve, tan
grande como un iglú ritual. Fuera había un hombre que le hacía señas para que
entrase. El joven entró. Dentro del iglú, de pie formando un círculo, había
mucha gente. Tendida en el suelo estaba la foca mons-truosa que había
arponeado. Todos le increpaban:
-Has matado a nuestra
amiga -dijeron-. Saca el arpón de su cuer-po. Cuando lo hayas hecho, corta un
trozo grande de carne. Lo vas a necesitar para comerlo en el largo viaje que te
espera.
El joven siguió sus
instrucciones y se preparó para un largo viaje.
Arrastrando el kayak por
la tierra, el joven cazador viajó durante todos los meses del largo invierno.
Llegó un momento en que el kayak se desgastó hasta tal punto que tuvo que
desguazarlo. De las piezas que quedaron hizo un paquete, que el joven se puso a
la espalda.
Cuando llegó la primavera
este viaje interminable parecía no tener fin. Al llegar el tiempo más caliente,
tuvo que enfrentarse a otros problemas. Por todas partes había charcos de agua.
Incluso cuando llegó a tierra este problema continuó. La isla por la que andaba
el cazador se cubrió de agua. Más aún, la profundidad del agua iba creciendo.
Dándose cuenta de que corría un gran peligro, el joven tiró de la manga de su
chaqueta mágica y exclamó:
-¡Abuela, estoy en gran
peligro!
Inmediatamente tuvo lugar
una gran transformación. El joven fue elevado a los aires y convertido en una
golondrina marina y así pudo continuar viaje como un pájaro, bajando al agua
para coger peces cuando tenia hambre.
El vuelo le llevó a la
zona donde había vivido con su abuela hacía mucho tiempo. Ahora todo estaba en
ruinas. Toda la gente se había ido. Su única esperanza era volver junto a su
familia política, y así, usó el poder mágico de su vestido para transformarse
otra vez en un hombre.
Al llegar al iglú de su
familia, el joven fue abordado por sus parientes. Tenían curiosidad por su
extraña desaparición y muchas preguntas que hacer. Al principio se negó a
contestar. Le daba vergüenza reconocer que había ido al otro lado de la isla.
Pero sus cuñados no le dejaban en paz. Desesperado, terminó por ceder:
-¡Está bien! Os lo diré
todo, pero primero traedme un pequeño tazón de agua y ponedlo a mis pies.
Sentado en el borde de la
cama con el tazón de agua delante de él, en el suelo, el joven procedió a
contar toda la historia. No omitió ningún detalle, excepto uno. No mencionó su
vestido mágico hecho de la piel de sus ancestros. Era su última protección.
El joven terminó su
historia confesando que había querido volver al iglú de su abuela, pero que, al
encontrarlo abandonado y en ruinas, no le había quedado más remedio que volver
a casa de sus cuñados y de su suegro.
Su historia indignó a la
familia, pero no bien hubo terminado su relato, el joven, con el vestido mágico
en la mano, saltó de la cama y se tiró de cabeza al tazón de agua. Desapareció
y se fue para siempre.
Fuente: Maurice Metayer
036 Anónimo (esquimal)
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