En una época muy remota hubo un rey que
tenía tres hijas y, como suele suceder con respecto a las princesas de los
cuentos, las dos mayores eran orgullosas y feas, pero la menor era la doncella
más gentil y hermosa que se vió en el mundo, de modo que no sólo era el orgullo
de su padre y de su madre, sino también de todo el país.
Cierta noche, cuando ya las princesas se
habían retirado a sus respectivas estancias, reuniéronse en la sala de la
hermana mayor y empezaron a bromear y a charlar de cosas sin importancia. De
pronto, en la conversación surgió un tema muy interesante para ellas: el de
saber con quién querría casarse cada una, en el caso de que las circunstancias se lo permitiesen.
‑Por mi parte ‑dijo la mayor de las tres
princesas ‑no querré casarme con quien sea menos que rey.
‑Yo ‑dijo la segunda hermana ‑me contentaría
con un príncipe y aun, quizá, con un gran duque.
‑iQué orgullosas sois! ‑exclamó la menor,
riéndose‑. Yo me contentaría con el Toro Rojo de Norroway.
La conversación tomó otro camino y, al poco
rato, las tres jóvenes se acostaron. Y no volvieron a acordarse de la
conversación que habían sostenido.
A la mañana siguiente, cuando estaban las
tres sentadas a la mesa tomando el desayuno, oyeron, en extremo asustadas, un
espantoso mugido a la puerta del palacio. Las tres se pusieron en pie, de un
salto, y acudieron a la ventana para ver qué sucedía. El espectáculo que se
ofreció a sus ojos las dejó heladas de espanto, pues vieron al Toro Rojo de
Norroway, que venía en busca de su prometida.
Es preciso tener en cuenta que aquel toro
rojo era el ser más espantoso que ha habido en el mundo.
La mala nueva cundió rápidamente por todo el
palacio. El rey y la reina estaban desesperados y no sabían qué pensar ni qué
hacer para salvar a su hija menor de tan horrible destino. Por último y gracias
al consejo de un cortesano muy astuto y, en aquel caso, bien intencionado,
resolvieron enviar al toro a la anciana esposa del encargado de cuidar los
gallineros.
Sin explicar nada a la pobre mujer, la
montaron sobre el lomo del Toro Rojo y éste se alejó con su carga. Avanzaba
rápidamente y, de este modo, llegó, por fin, a un bosque enorme y tenebroso.
Entonces dejó a la vieja en el suelo y, dándose cuenta del engaño de que había
sido víctima, emprendió el regreso a palacio, rugiendo y mugiendo con mayor
fuerza que antes y de un modo que dejó aterrados a cuantos lo oyeron.
Deseosos los reyes de hacer cuanto pudieran
para salvar a su hija, quisieron repetir el engaño y, en efecto, una a una
entregaron al Toro Rojo de Norroway a todas las criadas de palacio y, por fin,
a las dos princesas mayores. Pero ninguna de ellas recibió mejor trato que la
vieja a quien le entregaran en primer lugar. Y así fué cómo, por último, no
tuvieron los reyes más remedio que entregar a su hija menor, que, como se ha
dicho, era su favorita y a la que más querían.
La princesita y el toro viajaron
rápidamente, a través de muchos bosques desiertos y tenebrosos, de llanuras
inhabitadas, de montañas enormes y al fin llegaron ante un noble castillo,
donde se habían reunido gran número de invitados. El señor del castillo rogó al
Toro y a la princesa que se detuviesen allí a descansar y no hay que decir cuál
fue la admiración de todos al contemplar a la bellísima princesa y a su extraño
compañero.
Mientras ambos estaban en la sala principal
del castillo, en medio de los demás invitados, la princesita notó, extrañado,
que en la piel del toro asomaba la punta de un alfiler. Tiró de él y entre la
sorpresa general, el toro se transformó, en un abrir y cerrar de ojos, en uno
de los príncipes más gallardos que se pudieran
imaginar.
Fácil es coraprender la alegría de la
princesa al observar aquella trans-formación. El, inmediatamente se arrojó a sus
pies y con tiernas palabras le manifestó su profunda gratitud por haberlo
librado de su cruel encantamiento.
Aquel suceso maravilloso fué causa de que en
el castillo se organizara una magnífica fiesta. Pero, iay!, cuando estaban
todos en lo mejor de ella, el príncipe desapareció de repente y por más que lo
buscaron en todo el edificio, sin olvidar los más apartados rincones, nadie fué
capaz de encontrarlo.
Era evidente que no estaba allí. En cuanto a
la princesa quedó sumida en el mayor dolor, al observar tan extraña
desaparición y como se había enamorado del apuesto principe, decidió dedicar su
vida entera, si fuese necesario, a buscarlo incansablemente por toda la Tierra.
A los pocos días y a pesar de las instancias
del señor del castillo, que, muy apenado, se enteró del propósito de la joven,
ésta empredió el viaje a pie, animosa y resuelta. Anduvo de un lado a otro, en busca del gallardo príncipe, pero no
pudo adquirir la menor noticia de su paradero.
Cierto día atravesaba un obscuro bosque y se
extravió. Al observar que llegaba la noche, temió perecer de hambre y de frío.
Mas, por suerte, no tardó en descubrir una lucecita que brillaba a través de
los árboles. Segura de que en ninguna parte podría hallarse peor que en medio
del bosque, se dirigió a ella y, al fin, llegó a una diminuta cabaña, en la que
vivía una pobre mujer vieja. Acogió cariñosamente a la joven princesa, le dió
cena y un montón de hierba seca para que se tendiese en ella. Y después de
haber oído la historia de la joven, le dió tres nueces, advirtiéndole que no
debía romperlas hasta que su corazón estuviese a punto de estallar de dolor.
A la mañana siguiente, la princesa se despidió
con el mayor afecto de la bondadosa anciana, quien, tras de indicarle el
camino, le deseó buena suerte.
La joven princesa reanudó su búsqueda
incansable, siguiendo, al azar, los caminos que se le ofrecían y preguntando a todos cuantos encontraba
si habían visto al principe a quien consideraba su prometido.
Aquel mismo día se cruzó con un alegre grupo
de damas y caballeros que hablaban entre sí de la magnífica fiesta a la que se
dirigían, y que, al parecer, daba el duque de Norroway, con ocasión de su boda.
Al poco rato la princesa encontró a otro grupo
de gente, que conducía gran cantidad de carros, cargados de toda suerte de
ricas y sabrosas viandas. También ellos se dirigían al castillo del duque y
aquellas provisiones estaban destinadas al banquete nupcial.
Siguió la princesa el camino de unos y de otros,
y, de este modo llegó a un castillo magnífico.Vió gran número de cocineros y de
pasteleros que iban corriendo de un lado a otro, muy atareados y como si, al
parecer, no supiesen por qué cosa debían empezar.
Mientras la princesa contemplaba aquel
animado cuadro, oyó a su espalda el ruido de la llegada de numerosos cazadores
a caballo. Luego los picadores que iban delante, exclamaron:
‑¡Paso al duque de Norroway!
La princesa fue a situarse en el borde del
camino y pudo ver al príncipe que andaba buscando, montado en un magnífico
caballo y acompañado por una hermosa dama.
Fácil es comprender que su corazón estuvo a
punto de estallar de pena al presenciar aquel espectáculo. Mas, recordando las
instrucciones que le diera la buena anciana, rompió una de las nueces y de ella
salió una mujercita diminuta, de una estatura que no excedería de tres
centimetros y que con la mayor actividad se ocupaba en cardar lino.
La princesa la tomó en su mano, se dirigió
al castillo y solicitó hablar con la novia.
El buen aspecto de la solicitante le
facilitó el logro de su deseo, de modo que, a los pocos momentos, se hallaba en
presencia de la dama a quien viera al lado del duque de Norroway. Sin decir
palabra, le mostró aquella mujercita que trabajaba con el mayor ahinco. Y la
dama, encantada al verla, ofreció a la princesa cuanto quisiera a cambio de que
se la cediese.
‑No tengo inconveniente en dárosla, señora ‑contestó
la princesa‑, con la condición
de que aplacéis un
día vuestro casamiento con el duque de Norroway y yo pueda pasar la noche en la habitación contigua
a su dormitorio.
Tan encaprichada estaba la dama y tanto
deseaba la posesión de aquella linda mujercita, que consintió en las
condiciones impuestas por la princesa.
Al llegar la noche y cuando el duque estuvo
profundamente dormido en su cuarto, la princesa fue llevada a la sala inmediata.
Entonces ella se sentó al lado de la puerta y empezó a cantar:
Mucho te he buscado y ahora te
hallo dormido.
¿Por qué no despiertas, duque querido?
Y ¿por qué no me miras y no
hablas conmigo?
Y aunque repitió muchas veces esta canción,
el duque no despertó en toda la noche, de modo que la princesa, con gran dolor por
su parte, tuvo que retirarse por la mañana, sin que el duque se hubiese
enterado de su presencia.
Entonces rompió la segunda nuez y de ella
salió otra mujercita del mismo tamaño que la anterior, que con la mayor agilidad se ocupaba de hilar
un copo de lino.
La presentó a la dama que había de casarse
con el duque de Norroway y tan encantada y encaprichada quedó de aquella linda figurita, que
trabajaba con tal actividad, que no tuvo inconveniente en aplazar la boda para
el día siguiente y en consentir que la princesa pasara también la noche en la
habitación inmediata al dormitorio del duque.
Pero la Princesa no tuvo más suerte aquella
noche que la anterior de modo que a la mañana siguiente se vió obligada a
retirarse sin que el duque se hubiese enterado de su presencia.
Entonces rompió la tercera nuez y apareció
otra mujercita, del mismo tamaño que las dos anteriores, que, con la mayor
actividad, se ocupaba en hacer madejas de hilo.
La ofreció, igualmente a la futura esposa
del duque de Norroway, a cambio de la misma condición que le pusiera los días
anteriores.
Cuando el duque se vistió aquella mañana, su
criado le preguntó qué significado tenían aquel extraño canto y aquellos
sollozos que, durante las dos noches anteriores, se habían oído en el
dormitorio inmediato al suyo.
‑No he oído cosa alguna ‑contestó el duque‑.
Seguramente lo has soñado.
‑Pues si el señor duque me permite una
indicación ‑contestó el criado‑, sería conveniente que, al llegar la próxima
noche, no tomase su acostumbrada copa de vino. Tal vez esté narcotizado. Así es
seguro que oirá lo mismo que yo, y que no me ha dejado dormir durante las dos
noches anteriores.
Al duque le pareció bien el consejo y al
llegar la noche se abstuvo de tomar la copa de vino. Al poco rato oyó los pasos
de la princesa y no tardó en percibir su voz, más triste que en las noches
anteriores, persuadida como estaba de que aquélla era la ultima vez en que
podría hacer llegar su voz hasta él.
El duque se sobresaltó en extremo al oír la
voz de su amada princesa. Se apresuró a saltar de la cama, y tras de vestirse
convenientemente, fué al encuentro de la joven y se arrojó a sus pies,
besándole las manos. Luego ambos se hicieron mutuamente el relato de sus
respectivas aventuras y el duque le explicó que durante largo tiempo se había
visto bajo el poder de una mala bruja, cuyos encantamientos habían terminado
ya, gracias a su encuentro con la princesa.
Esta se sintió en extremo feliz por haber
sido el instrumento de su segunda liberación y a las instancias del duque
consintió en ser su esposa. En cuanto a la encantadora, huyó de aquella
comarca, temiendo la cólera del duque. Y nunca más se ha sabido de ella.
Dos días después, reinaba en el castillo la misma
actividad que en el momento de llegar la princesa, pues se preparaba el
espléndido banquete y los magnos festejos con que se celebraría la feliz boda
del duque y de la princesa.
Y así terminaron las aventuras del Toro Rojo
de Norroway y la vida errabunda de la princesa, que, con tanta constancia, supo
ser fiel al gallardo príncipe que había conquistado su corazón.
035. Anónimo (escocia)
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