Lincarayén -la hija del toqui [1]-
era la doncella más hermosa de la tribu. No sólo era bello su rostro: todos
decían que era tan graciosa y pura como la flor de la quilineja [2].
Por eso el indio Quiltrapiche la amaba.
Desde lejos seguía sus movi-mientos y sus ojos sonreían cuando ella paseaba en
busca de flores para adornar sus largos cabellos negros.
Sin embargo, Quiltrapiche sabía que
la joven no era feliz. Realmente nadie era feliz. Desde que un genio maléfico,
llamado Pillán, repartió sus demonios en el poblado, toda la paz y bienestar
desaparecieron de un golpe. ¿Cómo trabajar la tierra si desde los volcanes ese
dios destructor les enviaba fuego para arruinar las cosechas? ¿Para qué
arriesgarse a desobedecerle si luego los castigaría, dándoles a beber una
pócima que deformaba sus rostros y los hacía gritar con voces más roncas que el
más ronco de los truenos?
Desde hacía un tiempo, todos,
asustados, vagaban sin atreverse ni a mirar las cumbres de los volcanes por
temor a mayores desastres.
Por las noches el terror crecía:
enormes llamaradas en las bocas de los volcanes Calbuco y Osorno iluminaban el
cielo convirtiéndolo en un infierno. Era la advertencia para el otro día: al
que trabajara, algo le podría suceder...
Una tarde la tribu se reunió a
celebrar un nguillatún [3].
Las voces de hombres, mujeres y niños se unían en una súplica. Toda la
naturaleza se plegaba a sus esfuerzos: se oyó el canto de los pájaros, el
sonido de las cascadas y del viento, y hasta el agua del río se onduló para
rogar.
De pronto, algo sucedió: el viento
dejó de soplar y la tierra seca quedó suspendida en el aire; los pájaros se
detuvieron en pleno vuelo, las aguas se estiraron y el humo insolente de los
volcanes retrocedió hasta el fondo de la tierra. Tan grande era el silencio,
que sólo se escuchó cómo latían muy rápido los corazones en espera de lo que
iba a ocurrir...
Entonces, quién sabe de dónde,
apareció un anciano. Jamás había sido visto antes en la tribu. Caminó hacia
ellos, levantó una mano y todos supieron que les iba a hablar. Y cuando lo
hizo, su voz fue tan suave que parecía brotar, no de la garganta, sino del
espíritu.
-El demonio que los hace sufrir
vive en el fondo del volcán -dijo-. Cuando ustedes trabajan, su rabia se convierte
en fuego que resbala por las laderas y arruina los sembrados. Pero lo podéis
vencer...
Un clamor de súplicas se elevó
alrededor del extraño. Cuando los hombres callaron, el viejo continuó:
-Tenéis que lanzar por su boca de
fuego una rama de canelo.
Ahora las voces fueron de protesta:
-¿Cómo nos acercaremos? ¡Las llamas
del demonio nos quemarían!
-¡La tierra arde por los costados
del volcán!
-¡El agua hirviente chorrea!
El anciano esperó a que todos
enmudecieran.
-Sólo existe una forma de llegar a
la cima: debéis sacrificar a la doncella más hermosa y pura de la tribu.
Sacaréis su corazón y lo dejaréis cubierto por una rama de canelo en la cumbre
del cerro Pichi Juan...
Su voz se hizo muchísimo más suave.
Todos se acercaron a escuchar:
-... entonces descenderá un enorme
pájaro. Tragará su corazón, tomará la rama y volará hacia el volcán Osorno.
Cuando deje caer la rama por la boca de fuego, caerá mucha nieve. Y el demonio
se helará.
La tribu escuchaba en suspenso.
La voz del viejo fue ahora
imperativa cuando levantó su dedo para advertir:
-Pero si algún día dejáis que el
ocio llegue a la tribu, el Pillán sabrá aprovechar la ocasión y regresará. ¡Y
el sacrificio habrá sido en vano!
No bien hubo dicho estas palabras,
desapareció tan misteriosamente como había llegado.
Entonces el viento dejó caer el
polvillo suspendido, los pájaros volaron sobre las cabezas de toda la gente
reunida y el agua se alborotó en las orillas.
Quiltrapiche miró al toqui:
temblaba. Hasta los niños adivinaron quién sería la elegida para el sacrificio.
-Ñawe [4],
mi dulce Lincarayén -sollozó el toqui.
Quiltrapiche miró hacia el volcán.
Pero la niña, sin alterar su
sonrisa, se acercó a su padre y tomó la mano del joven indio.
-No te preocupes, padre -susurró-.
Muero contenta al saber que terminará tanto horror. Sólo pido que no usen
lanzas ni cuchillos: que sean las flores, con sus perfumes, las que cierren mis
ojos. Y que sea Quiltrapiche quien tome, después, mi corazón.
A la mañana siguiente, cuando el
día llegaba con su avalancha de ruidos y luces, un cortejo descendió hasta el
fondo de una gran quebrada. Quiltrapiche ya esperaba junto al lecho de flores
que él mismo había preparado. Lincarayén lo miró desde lejos, y avanzó seguida
de las mujeres, que lloraban en silencio.
Entre todas la ayudaron a tenderse.
Una arregló su chamal [5],
otra extendió los cabellos negros sobre el almohadón de flores. Las voces del
campo y de los hombres dejaron de escucharse cuando la niña y Quiltrapiche
inter-cambiaron una suave mirada.
La tribu completa se sentó a
esperar.
A media mañana vieron empalidecer
sus mejillas.
Cuando el sol estaba más allá de la
mitad del cielo, los párpados caían.
Enrojecía el campo, y el pecho
apenas se levantaba para llenarse de perfumes.
Los contornos de los árboles se
escondían en las sombras cuando la doncella respiró por última vez.
Se adelantó Quiltrapiche. La mano
tembló al cumplir la tarea. Y con el corazón de Lincarayén en sus palmas,
caminó hacia el toqui y se lo entregó. Luego regresó hacia el cuerpo tendido y,
sin exhalar una queja, se atravesó el pecho con la misma lanza.
La tribu lanzó un grito de horror.
Pero el toqui, con la voz quebrada por la pena, dio la orden, y alguien
obedeció: un muchacho corrió a cortar una rama de canelo [6],
tomó el corazón y se lanzó a toda velocidad hacia lo alto del cerro Pichi Juan.
Bajaba, cuando en el cielo apareció un enorme cóndor con sus alas extendidas.
El ave planeó sin hacer ruido y descendió hacia el corazón que descansaba sobre
la roca. Todos lo vieron engullirlo. Y también lo vieron tomar la rama de
canelo y emprender el vuelo hacia el volcán Osorno, que rugía en medio de
llamaradas. Dio el cóndor tres vueltas en espiral y dejó caer la rama dentro de
la boca de fuego.
-¡Miren! -gritó una mujer: su dedo
mostraba el cielo.
Las nubes negras se arremolinaban;
un frío intenso descendió desde arriba. Y comenzaron a caer las plumillas
heladas.
Todo se cumplió tal como el viejo
lo anunciara: la nieve cubrió el volcán, tapó la boca de fuego, y el Pillán,
luego de revolverse de rabia, se quedó quieto para siempre.
La tribu pensó que jamás sus ojos
volverían a presenciar algo semejante. Pero cuando regresaron al lugar del
sacrificio, el estupor se convirtió en maravilla. De las flores del lecho
habían crecido raíces, y las ramas, entrelazadas, formaban un castillo inmenso.
Pero la maravilla se convirtió en locura y alborozo al ver pasear entre
floridos aposentos a Lincarayén y Quiltrapiche, tomados de la mano y unidos más
allá de la muerte.
Algunos dicen que es cierto.
Otros juran que es verdad.
El caso es que allá en Puerto Varas [7]
sigue intacta la quebrada... La llaman Quebrada del Diablo. Muchos descienden a
contemplar la increíble vegetación que cubre su fondo, pero pocos son los que
pueden ver el castillo de flores. Porque sólo se hace visible a los que tienen
la gracia y pureza de la flor de la quilineja.
028. Anónimo (chile)
[1] Toqui: jefe de un rehue o distrito dividido según sus ritos
religiosos.
[2] Quilineja: planta chilena cuyas raíces suelen utilizarse para
confeccionar escobas, canastos, cordeles y otros tejidos.
[3] Nguillatún: ceremonia mapuche para hacer rogativas y pedir lluvia,
buen tiempo, o cesación de plagas agrícolas.
[4] Ñawe: hija, nombre que usa solamente el padre.
[5] Chamal: paño grande que usan los mapuches para cubrirse, los
hombres desde la cintura y las mujeres desde los hombros.
[6] Canelo: árbol sagrado de los mapuches.
[7] Puerto Varas: ciudad a orillas del lago Llanquihue, a mil
kilómetros al sur de Santiago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario