El agua del paraíso
Anónimo
(arabe)
Cuento
Un beduino seco y miserable, que se
llamaba Harith, vivía desde siempre en el desierto. Se desplazaba de un sitio a
otro con su mujer Nafisa. Hierba seca para su camello, insectos, de vez en
cuando un puñado de dátiles, un poco de leche: una vida dura y amenazada.
Harith cazaba las ratas del desierto para apoderarse de su piel y hacía cuerdas
con las fibras de las palmeras, que intentaba vender en las caravanas.
Sólo bebía el agua salobre que
encontraba en los pozos enfangados.
Un día apareció un nuevo río en la
arena. Harith probó aquella agua desconocida, que era amarga y salada, e
incluso un poco turbia. Pero le pareció que el agua del verdadero paraíso
acababa de deslizarse por su garganta.
Llenó dos botas de piel de cabra,
una para él y otra el califa Harun al-Rasid, y se puso en camino hacia Bagdad.
A su llegada, tras un penoso viaje, le contó su historia a los guardias, según
la práctica establecida, y fue admitido ante el califa. Harith se postró ante el
Comendador de los Creyentes y le dijo:
-No soy más que un pobre beduino,
ligado al desierto donde el destino me ha hecho nacer. No conozco nada más que
el desierto, pero lo conozco bien. Conozco todas la aguas que allí se pueden
encontrar. Por eso he decidido traértela para que la pruebes.
Harun al-Rasid se hizo traer un
cubilete y probó el agua del río amargo. Toda la corte lo observaba. Bebió un
buen trago y su rostro no expresó ningún sentimiento. Se quedó pensativo un
instante y entonces con fuerza repentina pidió que el hombre fuera llevado y
encerrado, con la orden estricta de que no viese a nadie. El beduino,
sorprendido y decepcionado, fue encerrado en una celda.
-Lo que nada es para nosotros lo es
todo para él. Lo que para él es el agua del Paraíso no es más que una
desagradable bebida para nosotros. Pero tenemos que pensar en la felicidad de
ese hombre -dijo el califa a las personas de su entorno, curiosos por su
decisión.
Al caer la noche hizo llamar al
beduino. Dio la orden a sus guardias que lo acompañasen de inmediato fuera de
la ciudad, hasta la entrada del desierto, sin permitirle ver ni en río Tigris
ni ninguna de las fuentes de la ciudad, sin darle otra agua que la suya para
beber. Cuando el beduino se iba del palacio en la oscuridad de la noche, vio
por última vez al califa. Éste le dio mil monedas de oro y le dijo:
-Te doy las gracias. Te nombro
guardián del agua del Paraíso. La administrarás en mi nombre. Vigílala y
protégela. Que todos los viajeros sepan que te he nombrado para tal puesto.
El beduino, feliz, besó la mano del
califa y regresó rápidamente a su desierto.
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