El pícaro, la ogresa, la hija del rey y el
dragón
Anónimo
(arabe)
Cuento
Se
cuenta que en cierta ciudad vivía un mqîdesh[1]
que tenía tres hermanos, el padre y la madre. En el transcurso de cinco años
vio morir a sus familiares, uno al año: primero el padre, luego la madre y
finalmente los hermanos, todos en el mes del Ramadán.
Así
pues, Mqîdesh se quedó solo. Su padre, por otra parte, le había dejado una gran
herencia, pero él se la comió y no le quedó nada. Un día se dijo:
-Me
llamo Mqîdesh, pero si me quedo en la ciudad donde he nacido tendré que
soportar la humillación de la pobreza. Las desgracias que debo soportar en mi
país tanto da que las soporte en un lugar donde no me conozcan.
Y así es
como abandonó la ciudad, y se fue. Durante cierto tiempo hizo una vida nómada,
llegaba a una ciudad y enseguida se alejaba, hasta que un día se encontró en
una extensión desierta. Cierto día, por el sendero que iba se encontró a un
hombre que le dijo:
-¿Dónde
vas, extranjero? Permíteme que te llame así, ya que todos somos extranjeros
en"la tierra de Alá.
-Voy a
buscarme la vida -respondió Mqîdesh.
-Te
aconsejo -respondió el otro- que no sigas este camino, porque te encontrarás a
una ogresa de la que no podrás huir. Pero si continúas y Dios hace que te
encuentres con ella, tienes que pillarla desprevenida y chuparle el pecho antes
de que se ponga en guardia.
-Está
bien -dijo Mqîdesh -, que Dios sea misericordioso con tus padres.
Y se
separaron. Continuó caminando y al cabo de cierto tiempo vio a una vieja
sentada bajo un árbol que se peinaba los cabellos blancos. Su aspecto era
espantoso. El trató de cogerla desprevenida y viendo que estaba vestida con el
traje de las viejas montañesas se dijo:
-¿Será
acaso una ogresa hija de ogros? ¿Es que los ogros son así? Dicen que están
vestidos sólo de su pelo y de pieles de animales, con las uñas muy largas y las
cejas muy espesas. ¿Una ogresa? Es imposible. Es una vieja. Dios la ha puesto
en mi camino para que yo pueda descansar un día en su casa. Tengo mucha hambre
y quizá ella me dé de comer. De todos modos voy a seguir el consejo que me han
dado. Si es una vieja y no una ogresa, chupándole el pecho, la induciré a tener
compasión de mi suerte, y si es una ogresa me pondría a resguardo de su
ferocidad.
Se
acercó a la vieja, que no le había visto, y diose cuenta de que la vieja se
había echado los pechos detrás de la espalda. Se lanzó sobre ellos y los chupó.
-Ah
-dijo ella-, me has cogido a traición, y si no me hubieras chupado los pechos
de Aissa y de Mussa, yo hubiera hecho un buen bocado de tu carne, y de tu
sangre un buen trago, y tus huesos hubieran crujido entre mis dientes como el
trueno en el cielo. Y añadió:
-Hijo
mío, ahora serás mi huésped durante tres días, luego te irás. Es costumbre
entre nosotros que quien ha chupado el pecho no pueda quedarse más que tres
días y el que se quede será devorado sin remedio.
-Está
bien, madre -le respondió.
Ella se
levantó y le trajo cebada y habas.
-Toma y
come.
Mqîdesh
comió la cebada en grano y las habas que estaban crudas, luego permaneció un
rato de conversación. Mqîdesh era un magnífico conversador y logró divertir y
hacer reír a la vieja.
-Tengo
cien años -dijo ella- y ¡no recuerdo haberme reído tanto como hasta ahora!
Hablando
y riendo se hizo tarde. Mqîdesh le preguntó: -Madre mía, ¿pero cuándo duermes?
-Hijo
mío, cuando desde el fondo de nuestra panza los hombres empiezan a gritar, las
serpientes a silbar, los caballos a relinchar, los asnos a rebuznar, esto
quiere decir que estamos sumergidos en el sueño. ¿Y tú?
-Ah, por
lo que se refiere a mí, una vez que he posado la cabeza en tierra, me pueden
coger y echar en el mar que ya no me doy cuenta de nada.
Ésta era
una buena mentira, pero Mqîdesh no se fiaba lo bastante y quería ser prudente.
La ogresa se levantó, se acercó a una puerta que se abría en la pared de la
caverna y se puso a gritar:
-¡Mirto,
Mirto!
Mqîdesh
se asustó.
-¿No
estará, acaso, llamando a otro ghul
para que venga a comerme? -pensó.
La
ogresa le dijo que se durmiese, si quería. El se echó en tierra y fingió
roncar, pero cuando sintió a la serpiente silbar y todo el resto, se dijo:
-Por
Alá, es necesario que vaya a ver en qué subterráneo está ese Mirto que ella ha
llamado.
Se
levantó y vio que la entrada del subterráneo estaba obstruida por sacos de
cebada. Sintió que relinchaba un potro, avanzó y vio justamente a un caballito
que la ogresa tenía para comérselo. Esto turbó a Mqîdesh, que se hizo este
juramento:
-En el
nombre de Alá, este potro no aparecerá en la mesa, aunque tenga que perder la
vida.
Luego volvió
a su puesto y se quedó dormido. A la mañana siguiente, después de que la ogresa
se levantase, Mqidesh fingió que seguía durmiendo, aunque viese todo. La
ogresa se le acercó y le dijo:
- Mqîdesh,
levántate.
Él
fingió que seguía durmiendo, hasta que ella le sacudió con la punta del pie.
Cuando se levantó, dijo:
-Coge la
cebada, y vete a dársela a mi potro.
Mqîdesh
se la llevó al potro y le acarició el lomo con la mano, diciendo:
-Esta
noche voy a venir a verte para salvarte de las manos de esta ogresa. Será mejor
así que ser comido, porque ella te cuida sólo con esta finalidad.
Entonces
las bestias de aquel tiempo comprendían el lenguaje de los hombres y el potro
se puso a relinchar a todo relinchar. La ogresa llamó a Mqidesh y le dijo:
-¿Acaso
le has hablado?
-Madre
mía -le respondió-, aunque le hubiese hablado, ¿crees que me comprendería?
-¡Atiende
bien -le respondió-, si no tu carne será devorada de un solo bocado, tu sangre
de un sorbo, y tus huesos crujirán entre mis dientes como el trueno en el cielo!
Entonces,
por precaución, Mqîdesh se agarró a su pecho y se lo chupó, porque había visto
que sus ojos se habían puesto rojos y que su cuerpo estaba a punto de
transformarse: así fue cómo el corazón de la ogresa se ablandó.
Mqîdesh
se sentó y la entretuvo, contándole historias bufas. Ella volvio a darle
cebada y dijo:
-Toma y
come.
-Madre
mía, ¿y el potro?
-Por
Alá, no vayas más a verlo y no le lleves nada. Tienes que pasar sólo una noche
más conmigo. A la noche siguiente vete donde quieras, con tal de que te alejes
de aquí.
Mqîdesh
trató de nuevo de hacerla reír, para hacerla hablar de aquel potro. Finalmente
le hizo una pregunta directa:
-El
potro -respondió ella-, lo he traído aquí con su madre hace ya bastante tiempo.
En cuanto a la yegua, el día en que me la comí invité a comer a mi padre y a mi
madre.
-Pero tu
padre y tu madre ¿todavía están vivos? -preguntó Mqîdesh.
-Ciertamente,
y cuando este potro sea un poco mayor, les haré venir.
-Pero,
¿qué edad tienen?
-Mi
padre tiene doscientos años, mi madre ciento sesenta y aún tiene hijos. Por
eso, yo crío este potro para ofrecerle un banquete después del parto.
Mqîdesh
fingió interesarse por los padres de la ogresa y dijo irónicamente:
-Me
gustaría saber cuándo podré venir para ver a tu padre y a tu madre y pedirles
su bendición.
-No, no,
hijo mío -dijo la ogresa-, no te molestes en venir.
Se puso,
entonces, a llamar: «¡Mirto, Mirto!», y el potro le respondió relinchando.
-Que
Dios me perdone -dijo Mqidesh-, le llama como si fuera hijo suyo y el otro le
responde como si fuera su madre. En el nombre de Alá no quiero ni siquiera
decírselo. Debemos huir juntos esta misma noche.
Después
de un rato, la ogresa entró en el subterráneo para dormir. También Mqidesh
fingió roncar, pero pasó la noche reflexionando qué camino tendría que tomar
para huir con el potro. Durante la segunda parte de la noche, cuando comenzó a
oír a las ranas croar en la panza de la ghul
y a todos los demás animales clamar, se levantó y fue a liberar al potro. Este
comenzó a relinchar con gran terror de Mqîdesh que se apresuró a acariciarle el
lomo y a hablarle al oído.
-Ven, te
llevo lejos, no quiero que te coma esta maldita ogresa. Te compraré una silla
de oro y de plata y te cuidaré como a un hijo.
Luego se
puso a buscar en la caverna si había alguna cosa para robar a la ogresa. Vio un
cuchillo tan afilado que podía partir en dos una piedra, y vio un saco lleno de
luises de oro. Cogió un puñado, luego hizo salir al potro y teniéndole por las
bridas, fue diciendo:
-¡Oh
protector mío, oh Dios mío, protégeme!
Sólo
cuando estuvo muy lejos de la gruta de la ogresa, montó a caballo y lo lanzó a
galope.
Salió el
sol y seguían corriendo, pero de vez en cuando el potro levantaba las orejas y
se detenía. Mqidesh le espoleaba.
-Camina.
Te pondré una silla de oro, no te trataré como aquella que te criaba para
comerte.
Entonces
el potro volvía a correr, aunque de vez en cuando enderezaba las orejas.
Entretanto
la ogresa se había despertado, y al no haber encontrado a Mqidesh ni al potro,
se lanzó en su persecución. El potro se detenía y enderezaba las orejas cuando
la ogresa, siempre corriendo, lo llamaba: «¡Mirto, Mirto!». El potro oía
aquella llamada y se detenía. Por más que Mqidesh se esforzaba en hacer correr
al potro, la ogresa ganaba terreno y estaba a punto de alcanzarlos. En aquel
momento un ángel descendió del cielo sobre Mqidesh, le dio un puñado de tierra
y le dijo:
-Cuando
llegues cerca de un río en crecida, que atraviese tu camino, echa sobre el agua
un poco de esta tierra y podrás pasar. Y cuando hayas pasado, echa otro poco y
el río volverá a ser como antes.
El ángel
desapareció. Mientras la ogresa se acercaba y estaba a punto de alcanzarlos,
cuando llegaron a la orilla del río. Mqidesh echó un poco de tierra, el río se
secó y el caballo y el caballero pudieron pasar. La ogresa que llegaba en aquel
momento cayó en el río y fue arrastrada. Había ya tomado su aspecto de ogresa,
de tal modo que infundía terror hasta a los leones.
Los dos
continuaron su camino y bien pronto llegaron a las cercanías de un terreno
plantado de frutales. En los alrededores parecía no haber ni un ser viviente.
Mqidesh descendió del potro y lo dejó pastar libremente mientras él se puso a
buscar algo de comer, porque se moría de hambre. El Señor del mundo le envió
otro ángel que puso delante de él otro gran plato de cuscús y un vaso de miel,
diciéndole:
-Mira
qué cosa te manda Alá, el Altísimo, como recompensa por el trabajo que te has
tomado por este animal. Dios le ha salvado poniendo su salvación en tus manos.
Dicho lo
cual, desapareció.
Mqîdesh
llamó: «¡Mirto, Mirto!». El potro acudió y Mqîdesh compartió con él su comida.
Pero, por más que comían, su comida no se acababa jamás. Aquella noche Mqîdesh
y su potro durmieron hasta la salida del sol. Luego emprendieron de nuevo el
camino, hasta que encontraron a un hombre.
-¿Dónde
vas, señor? -preguntó el hombre.
-Camino
sobre la propiedad de Dios hasta el lugar donde llegaré.
-Ten
cuidado, vas a entrar en las posesiones de un Rey que no tolera que nadie pase
a caballo sobre sus tierras.
-Que
Dios use de misericordia con tu padre y con tu madre -le dijo Mqidesh, dándole
las gracias.
Más
adelante encontró en el camino una fuente, quiso detenerse y dar de beber a su
caballo, pero la fuente estaba seca. Pasó por allí un hombre de aquel país, que
le dijo
-Extranjero,
la fuente se ha secado porque espera, según la costumbre, que le sea
sacrificada una joven y que le traigan un plato de cuscús; de no ser así, la
fuente no correrá.
Estupefacto,
Mqîdesh le pidió que se explicase mejor.
-Es
costumbre -le explicó aquel hombre-, que todos los años se degüelle sobre esta
fuente una joven y que se le ponga al lado un gran plato de cuscús. Un dragón
viene a devorar a la joven y entonces el agua vuelve a correr. Es un agua
encantada, y cada año una familia diversa debe procurar traer a una joven para
el sacrificio, pero este año le ha llegado el turno a la hija del Rey.
-Bien
-pensó Mqîdesh-, no me moveré de aquí antes de ver esta cosa extraña de un agua
retenida por un encantamiento, que podría bastar para el sostenimiento de un
pueblo entero.
Estaba
sumido en estos pensamientos, cuando vio a una joven... ¡Bendito sea Dios que
la creó y la modeló!
La
conducía un hombre que llevaba un plato de cuscús.
Mqîdesh
se acordó del cuchillito que le había robado a la ogresa y lo mantuvo escondido
bajo su ropa. De pronto apareció un dragón. ¡La grandeza depende de Alá! El
monstruo se lanzó hacia la joven, extendió hacia ella sus siete cabezas, pero
antes de que pudiese tocarla, Mqîdesh le había cortado una. El dragón habló:
-Esa no
es mi cabeza.
-¡Y este
no era mi golpe! -respondió Mqîdesh, y le cortó la otra cabeza.
El
monstruo repitió su grito, Mqîdesh le respondió del mismo modo, hasta que le
hubo dado el séptimo golpe y el dragón se murió. En el mismo instante el agua
empezó a correr, tan abundantemente que inundó los campos, y su corriente
tenía venas de sangre. La hija del Rey estaba feliz: el hombre que había
llegado con el plato de cuscús lo depositó en tierra y corrió a advertirle al Rey
de lo que pasaba. La joven cogió a Mqîdesh por el vestido y ya no quiso dejarlo
más.
Pronto
llegó el Rey rodeado de una muchedumbre de ciudadanos que acudían de todas
partes. Ellos vieron al monstruo guardián de la fuente tumbado en tierra, sin
vida, y la joven destinada a morir, agarrada a un joven extranjero. Todos se
quedaron estupefactos, pero sobre todo felices por no tener que sacrificar a
sus hijas para tener agua.
El Rey
dio como esposa a su hija a Mqîdesh y decretó siete días de festejos públicos.
Así fue como Mqîdesh, después de haber conocido días de humillación, vivió días
de gloria.
Contado por Khira, mujer de Mohammed
ben El Haj ben Nfisa, de Blida.
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