Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

El pícaro, la ogresa, la hija del rey y el dragón

El pícaro, la ogresa, la hija del rey y el dragón
Anónimo
(arabe)

Cuento

Se cuenta que en cierta ciudad vivía un mqîdesh[1] que tenía tres her­manos, el padre y la madre. En el transcurso de cinco años vio morir a sus familiares, uno al año: primero el padre, luego la madre y finalmente los hermanos, todos en el mes del Ramadán.
Así pues, Mqîdesh se quedó solo. Su padre, por otra parte, le había dejado una gran herencia, pero él se la comió y no le quedó nada. Un día se dijo:
-Me llamo Mqîdesh, pero si me quedo en la ciudad donde he nacido tendré que soportar la humillación de la pobreza. Las desgracias que debo soportar en mi país tanto da que las soporte en un lugar donde no me co­nozcan.
Y así es como abandonó la ciudad, y se fue. Durante cierto tiempo hizo una vida nómada, llegaba a una ciudad y enseguida se alejaba, hasta que un día se encontró en una extensión desierta. Cierto día, por el sende­ro que iba se encontró a un hombre que le dijo:
-¿Dónde vas, extranjero? Permíteme que te llame así, ya que todos somos extranjeros en"la tierra de Alá.
-Voy a buscarme la vida -respondió Mqîdesh.
-Te aconsejo -respondió el otro- que no sigas este camino, porque te encontrarás a una ogresa de la que no podrás huir. Pero si continúas y Dios hace que te encuentres con ella, tienes que pillarla desprevenida y chuparle el pecho antes de que se ponga en guardia.
-Está bien -dijo Mqîdesh -, que Dios sea misericordioso con tus padres.
Y se separaron. Continuó caminando y al cabo de cierto tiempo vio a una vieja sentada bajo un árbol que se peinaba los cabellos blancos. Su aspecto era espantoso. El trató de cogerla desprevenida y viendo que esta­ba vestida con el traje de las viejas montañesas se dijo:
-¿Será acaso una ogresa hija de ogros? ¿Es que los ogros son así? Di­cen que están vestidos sólo de su pelo y de pieles de animales, con las uñas muy largas y las cejas muy espesas. ¿Una ogresa? Es imposible. Es una vie­ja. Dios la ha puesto en mi camino para que yo pueda descansar un día en su casa. Tengo mucha hambre y quizá ella me dé de comer. De todos modos voy a seguir el consejo que me han dado. Si es una vieja y no una ogresa, chupándole el pecho, la induciré a tener compasión de mi suerte, y si es una ogresa me pondría a resguardo de su ferocidad.
Se acercó a la vieja, que no le había visto, y diose cuenta de que la vieja se había echado los pechos detrás de la espalda. Se lanzó sobre ellos y los chupó.
-Ah -dijo ella-, me has cogido a traición, y si no me hubieras chu­pado los pechos de Aissa y de Mussa, yo hubiera hecho un buen bocado de tu carne, y de tu sangre un buen trago, y tus huesos hubieran crujido entre mis dientes como el trueno en el cielo. Y añadió:
-Hijo mío, ahora serás mi huésped durante tres días, luego te irás. Es costumbre entre nosotros que quien ha chupado el pecho no pueda quedarse más que tres días y el que se quede será devorado sin remedio.
-Está bien, madre -le respondió.
Ella se levantó y le trajo cebada y habas.
-Toma y come.
Mqîdesh comió la cebada en grano y las habas que estaban crudas, luego permaneció un rato de conversación. Mqîdesh era un magnífico con­versador y logró divertir y hacer reír a la vieja.
-Tengo cien años -dijo ella- y ¡no recuerdo haberme reído tanto como hasta ahora!
Hablando y riendo se hizo tarde. Mqîdesh le preguntó: -Madre mía, ¿pero cuándo duermes?
-Hijo mío, cuando desde el fondo de nuestra panza los hombres empiezan a gritar, las serpientes a silbar, los caballos a relinchar, los as­nos a rebuznar, esto quiere decir que estamos sumergidos en el sueño. ¿Y tú?
-Ah, por lo que se refiere a mí, una vez que he posado la cabeza en tierra, me pueden coger y echar en el mar que ya no me doy cuenta de nada.
Ésta era una buena mentira, pero Mqîdesh no se fiaba lo bastante y quería ser prudente. La ogresa se levantó, se acercó a una puerta que se abría en la pared de la caverna y se puso a gritar:
-¡Mirto, Mirto!
Mqîdesh se asustó.
-¿No estará, acaso, llamando a otro ghul para que venga a comerme? -pensó.
La ogresa le dijo que se durmiese, si quería. El se echó en tierra y fin­gió roncar, pero cuando sintió a la serpiente silbar y todo el resto, se dijo:
-Por Alá, es necesario que vaya a ver en qué subterráneo está ese Mirto que ella ha llamado.
Se levantó y vio que la entrada del subterráneo estaba obstruida por sacos de cebada. Sintió que relinchaba un potro, avanzó y vio justamente a un caballito que la ogresa tenía para comérselo. Esto turbó a Mqîdesh, que se hizo este juramento:
-En el nombre de Alá, este potro no aparecerá en la mesa, aunque tenga que perder la vida.
Luego volvió a su puesto y se quedó dormido. A la mañana siguiente, después de que la ogresa se levantase, Mqidesh fingió que seguía durmien­do, aunque viese todo. La ogresa se le acercó y le dijo:
- Mqîdesh, levántate.
Él fingió que seguía durmiendo, hasta que ella le sacudió con la punta del pie. Cuando se levantó, dijo:
-Coge la cebada, y vete a dársela a mi potro.
Mqîdesh se la llevó al potro y le acarició el lomo con la mano, diciendo:
-Esta noche voy a venir a verte para salvarte de las manos de esta ogresa. Será mejor así que ser comido, porque ella te cuida sólo con esta finalidad.
Entonces las bestias de aquel tiempo comprendían el lenguaje de los hombres y el potro se puso a relinchar a todo relinchar. La ogresa llamó a Mqidesh y le dijo:
-¿Acaso le has hablado?
-Madre mía -le respondió-, aunque le hubiese hablado, ¿crees que me comprendería?
-¡Atiende bien -le respondió-, si no tu carne será devorada de un solo bocado, tu sangre de un sorbo, y tus huesos crujirán entre mis dientes como el trueno en el cielo!
Entonces, por precaución, Mqîdesh se agarró a su pecho y se lo chu­pó, porque había visto que sus ojos se habían puesto rojos y que su cuerpo estaba a punto de transformarse: así fue cómo el corazón de la ogresa se ablandó.
Mqîdesh se sentó y la entretuvo, contándole historias bufas. Ella vol­vio a darle cebada y dijo:
-Toma y come.
-Madre mía, ¿y el potro?
-Por Alá, no vayas más a verlo y no le lleves nada. Tienes que pasar sólo una noche más conmigo. A la noche siguiente vete donde quieras, con tal de que te alejes de aquí.
Mqîdesh trató de nuevo de hacerla reír, para hacerla hablar de aquel potro. Finalmente le hizo una pregunta directa:
-El potro -respondió ella-, lo he traído aquí con su madre hace ya bastante tiempo. En cuanto a la yegua, el día en que me la comí invité a comer a mi padre y a mi madre.
-Pero tu padre y tu madre ¿todavía están vivos? -preguntó Mqîdesh.
-Ciertamente, y cuando este potro sea un poco mayor, les haré venir.
-Pero, ¿qué edad tienen?
-Mi padre tiene doscientos años, mi madre ciento sesenta y aún tiene hijos. Por eso, yo crío este potro para ofrecerle un banquete después del parto.
Mqîdesh fingió interesarse por los padres de la ogresa y dijo irónica­mente:
-Me gustaría saber cuándo podré venir para ver a tu padre y a tu ma­dre y pedirles su bendición.
-No, no, hijo mío -dijo la ogresa-, no te molestes en venir.
Se puso, entonces, a llamar: «¡Mirto, Mirto!», y el potro le respondió relinchando.
-Que Dios me perdone -dijo Mqidesh-, le llama como si fuera hijo suyo y el otro le responde como si fuera su madre. En el nombre de Alá no quiero ni siquiera decírselo. Debemos huir juntos esta misma noche.
Después de un rato, la ogresa entró en el subterráneo para dormir. También Mqidesh fingió roncar, pero pasó la noche reflexionando qué ca­mino tendría que tomar para huir con el potro. Durante la segunda parte de la noche, cuando comenzó a oír a las ranas croar en la panza de la ghul y a todos los demás animales clamar, se levantó y fue a liberar al potro. Este comenzó a relinchar con gran terror de Mqîdesh que se apresuró a acariciarle el lomo y a hablarle al oído.
-Ven, te llevo lejos, no quiero que te coma esta maldita ogresa. Te compraré una silla de oro y de plata y te cuidaré como a un hijo.
Luego se puso a buscar en la caverna si había alguna cosa para robar a la ogresa. Vio un cuchillo tan afilado que podía partir en dos una piedra, y vio un saco lleno de luises de oro. Cogió un puñado, luego hizo salir al potro y teniéndole por las bridas, fue diciendo:
-¡Oh protector mío, oh Dios mío, protégeme!
Sólo cuando estuvo muy lejos de la gruta de la ogresa, montó a caba­llo y lo lanzó a galope.
Salió el sol y seguían corriendo, pero de vez en cuando el potro levan­taba las orejas y se detenía. Mqidesh le espoleaba.
-Camina. Te pondré una silla de oro, no te trataré como aquella que te criaba para comerte.
Entonces el potro volvía a correr, aunque de vez en cuando endereza­ba las orejas.
Entretanto la ogresa se había despertado, y al no haber encontrado a Mqidesh ni al potro, se lanzó en su persecución. El potro se detenía y en­derezaba las orejas cuando la ogresa, siempre corriendo, lo llamaba: «¡Mirto, Mirto!». El potro oía aquella llamada y se detenía. Por más que Mqidesh se esforzaba en hacer correr al potro, la ogresa ganaba terreno y estaba a punto de alcanzarlos. En aquel momento un ángel descendió del cielo so­bre Mqidesh, le dio un puñado de tierra y le dijo:
-Cuando llegues cerca de un río en crecida, que atraviese tu camino, echa sobre el agua un poco de esta tierra y podrás pasar. Y cuando hayas pasado, echa otro poco y el río volverá a ser como antes.
El ángel desapareció. Mientras la ogresa se acercaba y estaba a punto de alcanzarlos, cuando llegaron a la orilla del río. Mqidesh echó un poco de tierra, el río se secó y el caballo y el caballero pudieron pasar. La ogresa que llegaba en aquel momento cayó en el río y fue arrastrada. Había ya tomado su aspecto de ogresa, de tal modo que infundía terror hasta a los leones.
Los dos continuaron su camino y bien pronto llegaron a las cercanías de un terreno plantado de frutales. En los alrededores parecía no haber ni un ser viviente. Mqidesh descendió del potro y lo dejó pastar libremente mientras él se puso a buscar algo de comer, porque se moría de hambre. El Señor del mundo le envió otro ángel que puso delante de él otro gran plato de cuscús y un vaso de miel, diciéndole:
-Mira qué cosa te manda Alá, el Altísimo, como recompensa por el trabajo que te has tomado por este animal. Dios le ha salvado poniendo su salvación en tus manos.
Dicho lo cual, desapareció.
Mqîdesh llamó: «¡Mirto, Mirto!». El potro acudió y Mqîdesh compartió con él su comida. Pero, por más que comían, su comida no se acababa jamás. Aquella noche Mqîdesh y su potro durmieron hasta la salida del sol. Luego emprendieron de nuevo el camino, hasta que encontraron a un hombre.
-¿Dónde vas, señor? -preguntó el hombre.
-Camino sobre la propiedad de Dios hasta el lugar donde llegaré.
-Ten cuidado, vas a entrar en las posesiones de un Rey que no tolera que nadie pase a caballo sobre sus tierras.
-Que Dios use de misericordia con tu padre y con tu madre -le dijo Mqidesh, dándole las gracias.
Más adelante encontró en el camino una fuente, quiso detenerse y dar de beber a su caballo, pero la fuente estaba seca. Pasó por allí un hombre de aquel país, que le dijo­
-Extranjero, la fuente se ha secado porque espera, según la costum­bre, que le sea sacrificada una joven y que le traigan un plato de cuscús; de no ser así, la fuente no correrá.
Estupefacto, Mqîdesh le pidió que se explicase mejor.
-Es costumbre -le explicó aquel hombre-, que todos los años se degüelle sobre esta fuente una joven y que se le ponga al lado un gran plato de cuscús. Un dragón viene a devorar a la joven y entonces el agua vuelve a correr. Es un agua encantada, y cada año una familia diversa debe procu­rar traer a una joven para el sacrificio, pero este año le ha llegado el turno a la hija del Rey.
-Bien -pensó Mqîdesh-, no me moveré de aquí antes de ver esta cosa extraña de un agua retenida por un encantamiento, que podría bastar para el sostenimiento de un pueblo entero.
Estaba sumido en estos pensamientos, cuando vio a una joven... ¡Ben­dito sea Dios que la creó y la modeló!
La conducía un hombre que llevaba un plato de cuscús.
Mqîdesh se acordó del cuchillito que le había robado a la ogresa y lo mantuvo escondido bajo su ropa. De pronto apareció un dragón. ¡La gran­deza depende de Alá! El monstruo se lanzó hacia la joven, extendió hacia ella sus siete cabezas, pero antes de que pudiese tocarla, Mqîdesh le había cortado una. El dragón habló:
-Esa no es mi cabeza.
-¡Y este no era mi golpe! -respondió Mqîdesh, y le cortó la otra cabeza.
El monstruo repitió su grito, Mqîdesh le respondió del mismo modo, hasta que le hubo dado el séptimo golpe y el dragón se murió. En el mismo instante el agua empezó a correr, tan abundantemente que inundó los cam­pos, y su corriente tenía venas de sangre. La hija del Rey estaba feliz: el hombre que había llegado con el plato de cuscús lo depositó en tierra y corrió a advertirle al Rey de lo que pasaba. La joven cogió a Mqîdesh por el vestido y ya no quiso dejarlo más.
Pronto llegó el Rey rodeado de una muchedumbre de ciudadanos que acudían de todas partes. Ellos vieron al monstruo guardián de la fuente tumbado en tierra, sin vida, y la joven destinada a morir, agarrada a un joven extranjero. Todos se quedaron estupefactos, pero sobre todo felices por no tener que sacrificar a sus hijas para tener agua.
El Rey dio como esposa a su hija a Mqîdesh y decretó siete días de festejos públicos. Así fue como Mqîdesh, después de haber conocido días de humillación, vivió días de gloria.

Contado por Khira, mujer de Mohammed
ben El Haj ben Nfisa, de Blida.




[1] Personaje corriente en la cuentística árabe. La palabra significa «persona pícara».

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