El príncipe fhal el fhul que mató a trescientos sesenta ghul
Anónimo
(arabe)
Cuento
Érase
una vieja que vivía en medio del campo y que era ciega. Poseía sólo dos cabras,
pero tenía un hijo valiente y fuerte, y una hija muy bella, de una belleza
jamás vista en este mundo. Su familia era conocida por haber sido muy rica,
pero su fortuna se había agotado, y como ya hemos dicho, le quedaban sólo dos
cabras.
Poseían,
también, una fuente, donde iban a coger agua, pero estaba muy lejos. La joven,
que se llamaba Fetfuda, iba a buscar el agua, molía el grano, lo amasaba y
cocinaba. Su hermano estaba siempre fuera, cazando. Así es como vivían sólo de
la caza. Una mañana que la joven había ido a la fuente como todos los días, dio
la casualidad que el Príncipe pasó por allí a la cabeza de las tropas, y la vio
mientras llenaba su cántaro. El Príncipe pensó enseguida raptarla y dio
espuelas a su caballo; la joven, dándose cuenta, asustada se arrojó en la
laguna que la fuente había formado en torno. He aquí que en esta laguna vivía
un serpentón que en realidad era un genio. El serpentón cogió a la joven y la
arrastró bajo el agua. El Príncipe, que llegaba a galope, se detuvo cerca de la
fuente, y no viendo a la joven, se turbó tanto que tuvo un desvanecimiento y
cayó del caballo. Sus soldados le cogieron y lo llevaron a la ciudad. En
Palacio fue preso de una gran fiebre y de temblores. Su madre y sus hermanas
estaban asustadas.
-Quiero
que hagáis venir al viejo consejero -dijo el Príncipe.
En el
acto mandaron a buscarlo.
-Ven a
ayudarnos con tus consejos -le dijeron-. El hijo del Rey tomaba parte en una
marcha a la cabeza de sus tropas, cuando, de pronto, le ha sobrevenido una gran
fiebre.
El viejo
consejero fue inmediatamente, entró en la alcoba y, viendo que estaba dormido,
trató con todas las precauciones de hacerlo salir de su sopor. Cuando el
Príncipe se despertó, le dijo:
-Cuéntame
qué te ha sucedido, ¡oh hijo de nuestro Señor!
-He
visto una gacela -respondió-. La he visto con mis propios ojos, pero se hundió
en la laguna y no volvió a aparecer. Yo caí del caballo y mis caballeros me
trajeron aquí. Esto es lo que me ha sucedido. Nada más.
El
consejero le dijo:
-Esa
joven es nada más y nada menos que la Reina de las gacelas, pero ahora está en
poder del serpentón y este serpentón no es otro que el hijo del Rey de los
genios. Levántate y da tres pasos, monta a caballo y vete a casa de la vieja de
las dos cabras, la vieja ciega que tiene un hijo que se llama Fetfat.
El
consejero se retiró. El Príncipe se recobró y llamó a su madre y a sus
hermanas.
-Os
ruego que me preparéis provisiones para un viaje.
Enseguida
le prepararon un envoltorio con las cosas que prefería. Montó a caballo y
partió. Fue de ciudad en ciudad, de desierto en desierto, hasta que llegó donde
la vieja ciega. Con ella encontró a su hijo, que había vuelto en aquel momento
de la caza.
-¡He
aquí los anfitriones de Dios! -dijo, presentándose con su séquito.
-Sed
bienvenidos -le respondieron- y consideraos en vuestra casa.
En
efecto, la hospitalidad era tradición en su familia. Apenas el Príncipe se
bajó del caballo, abrazó a la madre de Fetfat, el hermano de la joven, y todos
prorrumpieron en lágrimas. El Príncipe contó aquello que había visto en la
fuente.
-Lo he
visto con mis propios ojos, ha caído en la laguna, en aquel abismo misterioso.
-Era mi
hermana -le dijo Fetfat-, era Fetfuda, la Reina de las jóvenes. De día
desaparece de nuestra vista y pasa aquí la noche. Pero quédate aquí, oh
Príncipe, sé mi huésped hasta que decidamos qué vamos a hacer.
El Príncipe
aceptó ser su huésped. Pero como la joven no aparecía, recurrieron a un mago
vecino. Tenía más de cien años y le bastaba con soplar a una montaña para que
ésta se agrietase.
-El mago
se ha retirado a vivir en una montaña y vive en una caverna -le dijo Fetfat-.
Salgamos a caballo en su busca.
Tomaron
todas las provisiones que pudieron, se armaron, dijeron adiós a la vieja y
montados a caballo, se fueron.
Viajaron
siempre entre bosques y montañas, y finalmente llegaron a donde vivía el mago.
Al acercarse a la caverna oyeron voces, como si en la caverna se hubiera
reunido una vasta asamblea. Se detuvieron a la entrada, pero vieron que sólo
estaba el viejo, que recitaba la oración de la tarde. Esperaron a que terminase
de recitar la plegaria y luego le dijeron:
-La paz
sea contigo, viejo de los viejos.
-Y que
la paz sea también con vosotros, valerosos, que habéis venido hoy a la estancia
de los genios.
El viejo
les hizo entrar en la caverna y los dos le besaron en la frente y se sentaron
con las piernas cruzadas.
-¿Qué
deseáis? -preguntó el viejo.
-Señor
-contó el Príncipe-, un día, yendo a la cabeza de las tropas de mi padre,
pasaba delante de una fuente y vi una joven... ¡Sean dadas las gracias a Aquel
que la ha creado y la ha formado tan bella! En una palabra, me volví loco.
Corrí hacia ella, ella trató de huir de mí y se hundió en el espejo del agua
que se había formado en torno a la fuente y desapareció. Quise retroceder para
llamar a mis hombres, pero perdí el conocimiento. Me caí del caballo y luego
fui preso de una fiebre que me hacía temblar como las hojas de un álamo. Mis
hombres me recogieron y me llevaron a la ciudad. Hice venir a mi viejo
consejero, que me dijo que la joven está en poder de un serpentón. He montado
a caballo y me he dirigido donde el señor Fetfat que está aquí presente. Y
ahora hemos venido en tu busca, señor de señores.
-Aquí
sois mis huéspedes -dijo el viejo mago-. Mañana espero que Dios nos inspirará
algún remedio.
Y, de
pronto, apareció una mesa provista de todo aquello que se puede desear. El
mago no quiso tomar parte en el banquete, pero ellos comieron hasta saciarse,
y de pronto la mesa desapareció volando.
-Venid
-dijo el mago-, paseemos un poco.
Los
condujo a lo más profundo de la caverna, donde había suntuosas habitaciones con
paredes recubiertas de oro y de plata, y jóvenes de una belleza sin igual.
Mientras paseaba con el mago, el Príncipe tuvo sed y pidió de beber. Y en un
abrir y cerrar de ojos se le presentó delante una joven llevando una copa de
oro.
-Toma y
bebe, bello esposo -le dijo.
El
Príncipe cogió la copa, pero su mano temblaba de gozo. Porque por más que bebía
no lograba apagar su sed y la copa no se vaciaba jamás. Fue necesario que el
mago pusiese el dedo en la copa, para que el Príncipe pudiera apagar su sed.
La bella
copera la cogió y desapareció tan rápidamente que podía uno preguntarse si
verdaderamente había estado allí.
Dieron
unos pasos más y el mago le hizo entrar en una sala toda resplandeciente de
oro, donde había un trono, también de oro. El mago se sentó allí, luego cogió
un libro y una pluma y se puso a hacer cálculos, murmurando y gruñendo como si
estuviera hablando con alguno, al que no se veía. Finalmente dejó el libro y se
volvió hacia el Príncipe.
-La
equivocación es tuya. Has seguido a esa joven hasta la laguna y esto ha sido un
acto de hostilidad contra el serpentón de la fuente. Tú le has ofendido
demostrando no respetar su hospitalidad.
Ahora
este serpentón es hijo del Rey de los genios y todavía no ha terminado de
vengarse de ti por la injuria que le has hecho en la persona de Fetfuda.
-Señor
-respondió el Príncipe-, te juro en el nombre de nuestro señor Salomón, que
cuando he perseguido a la joven, estaba fuera de mí y no he visto al serpentón.
-Ciertamente,
encontraremos un modo de defender tu causa -dijo el mago-, pero antes tienes
que pedirle perdón. El serpentón que tiene en su poder a Fedfuda está sujeto a
mi poder.
El mago
se levantó llevando consigo su libro y todos salieron. Cuando estuvieron fuera
de la sala, el mago empezó a murmurar y a refunfuñar y luego dijo:
-Cerrad
los ojos, y no los abráis hasta que yo os lo diga.
Y luego:
-Dad dos
pasos adelante y luego abrid los ojos.
Los
abrieron y se encontraron a la orilla de la laguna, y también sus caballeros
estaban con ellos. El mago dijo al Príncipe que se acercase. Cogió agua de la
laguna y la salpicó por encima. Apenas lo hubo hecho, el Príncipe se encontró
en un saco bien atado. El mago echó el saco en tierra cerca de la laguna igual
que se extiende una bestia por el suelo que se quiere degollar; luego se
acercó a la laguna y comenzó a murmurar conjuros. De pronto el agua se levantó
hasta el cielo, luego volvió a caer y luego volvió a levantarse, mientras el
nivel de la laguna aumentaba enormemente, hasta que salió un serpentón
gigantesco y monstruoso que dio un grito semejante a un rugido. El mago le
dirigió la palabra diciendo:
-¿Por
qué no has querido dejarla en libertad para que volviese con los suyos? ¿Qué te
ha hecho?
-Yo
estaba tranquilamente en mi sitio -dijo el serpentón-, cuando
ella ha venido corriendo hacia mí y me ha pisado. ¿Por qué me regañas?agua, por casualidad encontró al hijo del Rey que se enamoró de ella, y
ha querido seguirla. La joven se ha asustado y ha echado a correr, aterrorizada, y te ha pisado. La culpa no es suya, sino del hijo del Rey que la ha seguido. Y ahora aquí tienes al culpable que viene ante ti, encerrado en un saco y atado, y confiesa estar sujeto a tu voluntad y solicita de ti el perdón.
-Esta
joven -repuso el mago- fue mandada por su madre a coger
-Sea
como quieres -le dijo el serpentón.
Entonces
el mago se volvió hacia el saco y le dijo:
-Habla,
hijo del Rey. Pide gracia a este valeroso serpentón y conjúralo en el nombre
de nuestro señor Salomón.
El
Príncipe habló con el serpentón y le pidió perdón. Entonces el serpentón
volvió a sumergirse en la laguna y regresó llevando a la joven. La joven estaba
más bella aún: iba vestida de oro, llevaba tantas joyas que no habría podido
llevar más sin cansarse. Ella se dirigió al mago y le dijo:
-Señor,
yo exijo que aquel que me ha seguido y me ha hecho pisar el serpentón, que
traiga dos toros y los degüelle en la laguna. Esta es la condición para que yo
sea liberada, de otro modo no podré salir de aquí. Pero si tú respondes por él,
yo saldré inmediatamente.
-Sí
-dijo el mago-, respondo por él.
Todo
esto sucedía ante la vista del hermano de Fetfuda, que miraba y escuchaba todo,
y del Príncipe, que encerrado en el saco, sólo podía oír las voces.
El mago
lo hizo salir de su prisión y todos se fueron. El viejo encantador estaba con
ellos. Cuando llegaron a casa de la vieja ciega, Fetfuda se echó al cuello de
la madre y la abrazó.
Luego la
joven preparó la comida y todos juntos comieron. Cuando terminaron el Príncipe
se dirigió a Fetfuda y le dijo:
-Quiero
tener en ti una esposa de buena familia y de buena fama.
-Seas
bienvenido -le respondió el hermano.
El viejo
mago fue escogido como intermediario y estableció la cifra de la dote y las
condiciones del contrato matrimonial, con satisfacción de muchos. Luego,
volviéndose al Príncipe, dijo:
-Fíjate
bien de no olvidar lo que has prometido al serpentón, porque si lo olvidas
saldré de mi escondite y raptaré a Fetfuda aunque la escondieses en el fin del
mundo.
-Señor
-le respondió el Príncipe-, apenas regrese a mi país traeré los dos toros.
Y de
pronto no supo más dónde estaba el mago, si había volado, o si la tierra se lo
había tragado.
El
Príncipe y Fetfat volvieron con la vieja, que estaba en el colmo de la alegría,
y le contaron todo lo que había sucedido.
-Pero me
asombra -dijo- que habiendo entrado en la caverna del mago, en la residencia
del señor de la magia, no se os haya ocurrido hablarle de mis pobres ojos, con
el fin de que Alá, el Altísimo, pueda devolverme la vista, y con el tiempo poder
ver la luz.
-No se
nos ha ocurrido -le respondieron-, estábamos muy turbados por todo lo que
veíamos.
En fin,
el Príncipe quería despedirse, pero su futura suegra no quiso: la hospitalidad
del Profeta -decía- es de tres días. Así pues, el Príncipe permaneció con ellos
otros tres días. Pero cuando llegó el día de la partida, él dijo a los
parientes de su futura esposa:
-Debéis
estar preparados. Vendré muy pronto con la dote y los demás objetos requeridos
en el contrato matrimonial. Haré que me siga mi ejército y os llevaré conmigo,
no quiero que ninguno de vosotros continúe viviendo aquí.
Le
dieron provisiones y el Príncipe montó a caballo y les dijo adiós. Siempre
atravesando regiones deshabitadas, llegó a la ciudad de su padre. El Rey y sus
ministros mostraron gran alegría por su regreso. El Príncipe dijo a su padre:
-Debes
darme la dote para la mujer con la que voy a casarme, y los objetos requeridos
por el contrato que he estipulado. Su padre le entregó la llave del tesoro y el
Príncipe cogió todo lo que quería. Luego dio la orden de dejar libre un ala
del Palacio. Ordenó a sus tropas que se preparasen, mientras el Rey invitaba a
sus ministros a acompañarle. Pasados unos días todo estuvo dispuesto. El
Príncipe decidió que sus servidores llevasen los dos toros.
El Rey
ordenó a los ciudadanos preparar la fiesta en la ciudad. En resumen, el
Príncipe, los ministros y los soldados montaron a caballo mientras los toros
caminaban delante de ellos, entre manifestaciones de júbilo de la gente y
acompañados de la música de la orquesta. Llegados al lugar donde vivía Fetfuda,
ataron los caballos.
El
Príncipe, haciéndose preceder de los toros, se dirigió hacia la laguna donde
debía sacrificar a los animales. Su suegra le dijo:
-Yo
también querría asistir a la ceremonia.
El
Príncipe llamó a la persona encargada de degollar a los animales y le dijo:
-Tienes
que degollarlos en el centro de la laguna.
Los
toros fueron llevados al centro del agua. Se le cortó el cuello al primer toro
y la sangre cayó toda sobre la laguna, pero el agua permanecía fría y límpida.
Fue degollado, también, el segundo toro y sucedió lo mismo. Dos gotas de
sangre, que salían de la laguna, salpicaron los ojos de la suegra del Príncipe,
y la pobre ciega, súbitamente, vio la luz. La mujer saltaba de alegría, su hija
y el Príncipe eran felices frente a un milagro como aquél.
Aquella
noche la esposa fue pintada con henné.
Fue una noche de fiesta y de alegría. Al día siguiente tuvo que salir a caballo
junto a la madre y el hermano. Se dio orden al pregonero para que anunciase a
la población que se daría un banquete a las costas del Rey.
Pasados
siete días y siete noches, en vísperas del octavo día el Príncipe entró en la
cámara nupcial. La esposa se quedó encinta y cuando pasó el tiempo del embarazo,
dio a luz un varón... ¡Sean dadas gracias a Aquel que lo creó como modelo de
hermosura! Nació perfecto en todos sus miembros y desde el primer día se
hubiera dicho que tenía un año. Durante siete días se oyeron las músicas de la
banda del ejército y de conciertos privados. El séptimo día después del
nacimiento le fue puesto el nombre: «El caballo de los caballos, que cuando sea
mayor matará a trescientos sesenta ghul,
Fhal El Fhul, caballo de los caballos, héroe de los héroes».
Fue
entregado al ama de cría y cuando fue mayor fue confiado a un preceptor para
que le enseñase todas las artes, incluso la de la caza. Aprendió tan bien, que
aunque fuese ahora un niño, nadie podía enorgullecerse de poder superarle en
aquella época.
Un día
que el Rey estaba sentado en el salón de la audiencia con el hijo a su lado, se
presentó una vieja seguida de siete niños. Lloraba y suplicaba:
-He
venido a exponerte un asunto, pero primeramente te suplico que me permitas
hablarte con plena confianza, mi Señor y Rey.
-Habla
con plena seguridad y confianza.
-Yo
tengo ovejas y cabras -empezó a contar la mujer-, de las cuales obtenía lo que
me servía para vivir a mí y a mis hijos, que ahora ves delante de ti. Mi marido
es ya anciano, de él he tenido nueve hijos. Ahora me quedan los siete que ves,
los otros han sido devorados por los ogros. Por eso vengo a lamentarme ante ti,
mi Señor y Rey.
El
Príncipe Fhal El Fhul tomó la palabra para decir a la vieja:
-¿Qué
tienen de particular estos ogros?
-Hijo
mío, apoya tu frente sobre tu mano y te lo diré. Estos ogros tienen la piel
negra y son de estatura gigantesca. Raramente ven hombres, pero cuando los ven,
se ponen a temblar de alegría, y si cualquier descendiente de Adán cae en sus
manos, lo hacen pedazos. Son seres horrendos.
Fhal El
Fhul tenía asimismo una estatura colosal. Fue dominado por la cólera y se puso
de pie.
-Por la
verdad de los dioses La `si y Na `si y por el destino que Dios me ha escrito en
la frente, te juro que iré en su busca. ¿Cómo es posible que habiendo en la tierra
un hombre como yo, todavía haya ogros que coman a los seres humanos?
Y
volviéndose a su padre, le dijo:
-Padre
mío, perdóname. Yo aspiro sólo a la aventura y a los combates, quiero
comprometer mi honor en proteger a los viejos. De esta empresa volveré
humillado o volveré cubierto de gloria.
En vano
el padre intentó retenerlo.
-Sólo sé
una cosa -le respondió-, y es que estoy decidido a marcharme.
Al
instante fue en busca de su madre.
-Prepárame
enseguida las provisiones para el viaje -le dijo.
Se despidió
de ella y se fue con la vieja para informarse de dónde estaban los ogros.
Luego se fue a caballo.
Fue de
ciudad en ciudad, de soledad en soledad, hasta que llegó a un bosque
frecuentado por los ogros. Todos los seres que Dios ha creado se encontraban
reunidos en aquel bosque. Lleno de rabia, empuñó la espada y empezó la masacre
de todos los animales que se presentaban ante él, y así continuó durante toda
la noche. Cuando se hizo de día, vio la tierra roja de sangre, y los que
estaban muertos estaban muertos, y los que había herido, habían huido.
Salió a
caballo y continuó su viaje. Ahora atravesaba sólo bosques y desiertos. Llegó,
por fin, a un lugar donde aparecían muchas construcciones. Eran las cabilas
donde vivían los ogros.
Entró en
el pueblo de los ogros. Algunos estaban sentados en grupos y estaban celebrando
consejo; otros estaban en círculo alrededor del puchero y preparaban la
comida. Otros mataban animales y los degollaban. Cabalgó en medio de ellos
gritando:
-¡Huéspedes
de Alá!
Ellos levantaron
la vista hacia él, que les miraba desde lo alto del caballo. Los ogros se
atemorizaron delante de un coloso semejante.
-Vamos a
coger nuestras mazas -se decían los ogros unos a otros-. Pero Fhal El Fhul alzó
la voz y dijo:
-¿Qué es
lo que pensáis hacer con las mazas? Venid conmigo, os llevaré a un bosque donde
encontraréis qué comer y además para llevaros.
Los
ogros se levantaron, y sin armarse con sus mazas, le acompañaron, podían ser
como un centenar. El Príncipe les condujo al bosque, donde había hecho aquella
carnicería de bestias salvajes.
Los
ogros se arrojaron sobre los cadáveres extendidos por tierra. Entonces Fhal El
Fhul viendo a un viejo ogro de cabellos blancos, que había recogido de tierra
una bestia muerta y la devoraba sin masticar, muy disgustado, le dijo:
-¡Ah,
ogros, raza ávida! ¡En el nombre de Alá, voy a mataros a todos, hasta el
último!
Y
cogiendo la espada, lo primero que hizo fue matar al viejo ogro y luego a todos
hasta el último. Recogió las cabezas e hizo una especie de pirámide, y luego se
volvió al pueblo.
Los
ogros que se habían quedado en el pueblo estaban reunidos comiendo el cuscús.
Tenían los ojos fijos en él y lo devoraban con la mirada.
-Alzaos
-dijo-. Tenéis que oír lo que os mandan decir vuestros hermanos.
Aquéllos
abandonaron todo y le siguieron. Llegaron donde había tenido lugar la masacre
de los otros ogros.
-Poneos
a comer -ordenó.
Aquéllos
se pusieron a devorar los cadáveres. Entonces el Príncipe empuñó la espada y
empezó a atacarles, pero esta vez huyeron unos veinte. Todos los demás quedaron
muertos en aquel lugar y sus cabezas se añadieron a la pirámide.
Regresó
al pueblo, pero los ogros más viejos estaban ya dispuestos a recibirle con la
maza en la mano. Fhal el Fhul desenvainó la espada y se arrojó sobre ellos y ya
empezaba a cortar cabezas, cuando un ogro, cogiéndole por la espalda, logró
desarmarlo. Los otros se arrojaron sobre él, lo ataron estrechamente y lo
llevaron a casa de una vieja ogresa que podía tener dos siglos o más.
Fhal El
Fhul, viéndose perdido, se echó a llorar derramando abundantes lágrimas y supo
hacer tan bien la comedia que aquéllos le desataron; cuando llegaron a casa de
la vieja él pudo saltar hacia ella, cogerle un seno y chupárselo.
-¡Ah,
por Alá, si no hubieras chupado del pecho de Aixa y de Mussa... -le dijo la
vieja-. Te concedo esta gracia. ¡Cuántos hijos de Rey, cuántos jóvenes
valerosos como tú he salvado durante toda mi vida!
Desde
aquel momento fue liberado y pudo salir de la casa de su protectora. El
aprovechó para cortar la cabeza a los ogros, luego volvió donde la vieja y le
preguntó:
-Siempre
me pregunto, ¿por qué coméis carne humana?
-Ah
-respondió-, porque la carne humana es sabrosa y está bien salada. Pero también
comemos bestias muertas y cadáveres putrefactos.
Le hizo
entrar en una habitación donde vio una gran cantidad de cadáveres de hombres y
de niños, y también una gran cantidad de vestidos y de objetos preciosos. El
Príncipe dijo a la vieja:
-Tú no
tienes nada que temer por mi parte. Quédate aquí en paz. Primero quiero volver
a mi país y luego volveré a buscarte.
Una vez
encontrado su caballo, montó en la silla y partió. Anduvo de país en país,
hasta que llegó a su ciudad. La encontró toda pintada de blanco. Entró en la
sala del trono: toda estaba cubierta de telas blancas. Incluso los miembros del
consejo estaban vestidos de blanco. El Príncipe saludó a su padre y a los
consejeros, y luego fue a ver a su madre. También ella llevaba vestidos
blancos.
-Pero,
¿por qué toda la ciudad está pintada de blanco y todos los ciudadanos van
vestidos de blanco?
-Hijo
mío, así es desde el día que desapareciste. Sabíamos que te habías marchado al
país de los ogros, al país del terror, y no nos atrevíamos siquiera a predecir
que pudieras volver. Te conside-rábamos muerto y la ciudad se ha puesto de luto
por su Príncipe, pero hoy, hijo mío, todo acabó porque Dios nos ha concedido
alegrarnos por tu regreso.
El
Príncipe volvió al salón de audiencias, y le pidió al Rey que buscasen a la
vieja que había presentado sus quejas porque su marido y sus hijos habían sido
devorados por los ogros. El Rey mandó un mensajero en su busca. Cuando la vieja
llegó a la Corte, el Príncipe le contó el éxito de su expedición. La vieja dio
muestras de la alegría más profunda.
-Y ahora
vas a tener la satisfacción de ver las cabezas cortadas de los ogros.
Entretanto
el Rey ordenó que adornasen la ciudad para los festejos y que se interrumpiese
el luto, y la banda de los soldados y las orquestas privadas se hicieron oír
durante muchos días. Cuando las fiestas se terminaron, Fhal El Fhul se dirigió
al salón de las audiencias donde estaba reunido el Consejo.
-Padre
mío -le dijo al Rey-, te pido que me des soldados y mulos con los que pueda
traer las cabezas que he cortado a los ogros, junto a los tesoros que han
robado a los hombres.
-Pero,
¿por qué motivo -le preguntó el padre- quieres exponerte a afrontar un nuevo
peligro?
-Sólo sé
que iría aunque estuviera seguro de morir -le respondió el Príncipe-, pero ésta
será la última vuelta.
Entonces
el Rey dio órdenes a la tropa de prepararse y de equipar a los mulos. Fhal El
Fhul mandó buscar a la vieja cuyos hijos habían sido devora-dos por los ogros.
-Quiero
llevarte conmigo para que veas todo con tus propios ojos.
-Que Alá
te conceda la victoria, Príncipe -respondió la vieja-. Yo y mis hijos veremos,
ciertamente, con gran placer, nuestra venganza.
Así
caminaron de un desierto a otro. Un día, la vieja de pronto lanzó un grito:
-Señor
Fhal El Fhul, que Dios tenga misericordia con mis parientes.
Entremos
en este bosque.
Fhal El
Fhul dio órdenes de penetrar entre los árboles. Cerca había una cabaña.
-Aquí
vivíamos hace tiempo -dijo la vieja-, y los ogros vinieron a raptarme a mis
hijos, a mi marido y a mis cabras.
Continuaron
su camino hasta que llegaron al bosque donde Fhal El Fhul había amontonado las
cabezas cortadas de los ogros. Luego se dirigió al pueblo donde había dejado a
la vieja ogresa que le había liberado.
Entretanto
la viuda veía cumplirse todos sus deseos y saboreaba la venganza, porque cuando
sus ojos veían las cabezas de sus enemigos, era como si jamás hubiera perdido
ni a su marido ni a sus hijos, ni a los animales.
Los
soldados recogieron todos los objetos que estaban en el pueblo, hasta los
pucheros. También la vieja ogresa tuvo que salir a caballo y todos regresaron a
su patria. Los convidados corrieron a su encuentro. Las cabezas de los ogros
fueron expuestas en el centro de la gran plaza. Las contaron: eran exactamente
trescientas sesenta. Más tarde se cavó una gran fosa y las cabezas se echaron
dentro.
Fhal El
Fhul asignó a la vieja ogresa una casa aislada e hizo que le llevaran comida y
bebida hasta el día en que murió. Fue sepultada en un pozo.
Un día
Fhal El Fhul le dijo a su padre:
-Quiero
tomar mujer entre las hijas de los genios.
-Está
bien -le repuso el padre.
Entonces
Fhal El Fhul salió en busca del mago al que hacía tiempo su padre había ido a
visitar a la caverna. Fue de país en país, hasta que llegó a la vivienda del
mago y le encontró hablando con cuatro gatos blancos, pero apenas éstos le
vieron descender del caballo, desaparecieron y el viejo encantador permaneció
solo. Fhal El Fhul le saludó y le dijo:
-Vengo a
contarte mis penas. ¡Oh mago famoso! Paso las noches muy angustiado, entre
lloros y pensamientos tristes. Presta oído a mi dolor. Dicen que tú mandas a
los genios y que por esto te llaman encantador. Abre tu libro, señor, y
consulta la ciencia de los astros. Quiero que tú me busques entre las hijas de
los genios a una que tenga las cejas arqueadas como la letra nun y con la boca
redondita que parezca su contorno la letra mim, que tenga los ojos negros, la
frente esplendorosa y las mejillas mórbidas.
El
encantador le respondió:
-Amigo
mío, veo que lloras y sueñas, perdido en tus pensamientos y que quieres zambullirte
en el mar del amor. Procura seguir instruyéndote, sé gentil y cortés. Cuando
estés en compañía de personas ancianas, muestra un semblante agradable y
placentero y no frunzas el entrecejo. Refrena tu lengua cuando te dirijas a
persona de gran experiencia. Te buscaré una hija de genios, concédeme siete
días y luego ven a buscarme.
Fhal El
Fhul volvió a casa y siete días después se volvió a presentar ante la caverna
del mago. El mago salió y lo saludó:
-Te he
encontrado una joven... ¡Alabemos a Aquel que la ha creado y que ha formado su
belleza! Ahora cierra los ojos.
El joven
cerró los ojos y cuando los abrió se encontró en las estancias suntuosas que en
otro tiempo había visitado su padre. El mago le hizo entrar en una sala donde
estaban reunidas jóvenes de belleza incomparable. En medio de ellas un viejo de
cabellos blancos, todo vestido de blanco, estaba sentado sobre un sitial de
oro. Y también las jóvenes estaban vestidas de telas de oro unas sobre otras.
El mago consultó sus libros, hizo sus cálculos, murmuró unos encantamientos y
luego cerró el manuscrito.
-La que
buscas no está aquí -dijo.
Entonces
todas las jóvenes se levantaron, cogieron una copa de oro cada una, y se
mostraron muy felices por el honor que les hacían. Pero, de repente, todas,
viejas y jóvenes, desaparecieron ante sus ojos.
El
Príncipe y el mago se pusieron en camino. Después de cierto tiempo el mago le
pidió al joven que cerrase los ojos y luego que los abriese. Fhal El Fhul se
encontró en un Palacio más bello que el primero, donde había dos viejos todos
vestidos de blanco, sentados en dos sitiales de oro.
-Sé
bienvenido, Fhal El Fhul -le dijeron-, que has matado a trescientos sesenta ghul.
El joven
se quedó asustado al oír estas palabras. Saludó a los viejos, que se pusieron a
mirar en sus libros y a murmurar y a rezongar, pero luego dejaron los libros y
dijeron al mago:
-La
joven que pides no está aquí.
Entonces
todas las jóvenes que estaban con ellos se levantaron, cogieron una ampolla de
oro cada una y salpicaron de perfume la cabeza del joven. El mago pidió de
nuevo al joven cerrar y abrir los ojos y Fhal El Fhul se encontró en un jardín
lleno de pájaros, maravilla de la mano de Dios, y lleno de piletas de fuentes
borboteantes.
Qué
magnífico sería poder comer en un lugar tan espléndido, pensó Fhal El Fhul, y
de pronto se encontró con una mesa bien provista. Estupefacto, el Príncipe
casi no se atrevía a comer, pero un pájaro verde vino a posarse en su brazo y
picoteándole en la mano derecha lo obligó a comer hasta que se sació. Luego el
Príncipe, junto al viejo mago, se puso a pasear por el jardín, y todos los
pájaros le siguieron durante su paseo con la armonía de sus cánticos. Pero, de
pronto, todos se callaron y un pájaro verde se puso a hablar.
-Cierto
es que Fhal El Fhul ha venido a desposarse con mi hermana, la bella de la copa
de oro.
Otro
pájaro, también con las plumas verdes, le hizo eco.
-Ahora
se la daremos y aceptaremos las condiciones que nos proponga.
En aquel
instante el jardín desapareció ante sus ojos y el joven se encontró en un
castillo. Allí varias jóvenes corrieron a su encuentro para ofrecerle un sitial
de oro, y el viejo mago se sentó a su lado. En medio de la sala había cuatro
sitiales de oro y estaban vacíos.
El joven
debía, de nuevo, cerrar y abrir los ojos. El Príncipe, entonces, vio cuatro
viejos de edad avanzadísima, sentados en aquellos sitiales. Ninguno de ellos
tenía menos de doscientos años. Tenían en la mano manuscritos y hacían
cálculos en voz baja. Cuando hubieron terminado, se volvieron hacia el joven:
-¡Que
Dios bendiga este matrimonio, Fhal El Fhul, que has matado a trescientos
sesenta ghul!
Dos
pájaros de plumas verdes vinieron a arrellanarse sobre dos sitiales verdes. El
mago preguntó:
-¿Estáis
de acuerdo en dar en matrimonio a vuestra hermana a este ser humano, a Fhal El
Fhul?
Los dos
pájaros bajaron la cabeza hasta tocar tierra, tal como se hace cuando se
prosternan en oración. A las demás preguntas que les hacía el mago, ellos
siempre respondían inclinando la cabeza para decir: «Aceptamos».
Mientras
tanto los otros viejos escribían el contrato. Cuando todo hubo terminado, los
pájaros desaparecieron. Un momento después, las jóvenes salieron y volvieron
enseguida con otras jóvenes... ¡Sean dadas gracias a Aquel que las ha creado y
las ha formado en toda su belleza!
Delante
de todos caminaba la esposa, con su madre, que tenía en la mano una copa de oro
llena de agua. Apenas entraron, ella se la tendió a Fhal El Fhul, diciendo:
-Bebe de
la copa de la cual ha bebido tu padre.
-¡Que Dios
bendiga esta bebida! -dijo el Príncipe, y bebió. Pero cuanto más bebía, más sed
tenía, y la copa no se vaciaba jamás. El mago puso el dedo en la copa y
finalmente el Príncipe apagó su sed. La mujergenio que se la había ofrecido y
que era la madre de la esposa, era la misma que se la había ofrecido, un tiempo
atrás, al padre de Fhal El Fhul, cuando venía a buscar a la joven raptada por
el serpentón de la laguna, aquella que había sido la madre de Fhal El Fhul.
Pero
éste permanecía deslumbrado, incapaz de decir palabra alguna ante la belleza de
aquella que iba a ser su mujer. Las jóvenes condujeron a la esposa de Fhal El
Fhul y comenzaron las músicas y los cantos seguidos de los genios. Se
distribuyeron los dulces y luego todas las jóvenes vinieron a saludar a la
esposa y al llegar a cierto punto, de pronto, todas desapare-cieron. Fhal El
Fhul con su mujer, montados sobre dos caballos verdes, se encontró ante el
umbral de la caverna. El mago estaba de pie al lado de ellos y la joven tenía
en la mano la copa de oro, donde había bebido el padre y donde había bebido,
también, el hijo.
-Esconde
esta copa -dijo el mago- y no se la dejes ver a ninguno. Cuando llegues a casa,
dirás a tu padre que te has casado con la hija de aquella que le había ofrecido
la copa de oro. Y tú podrás, al punto, mostrársela.
El mago
dijo a todos que cerrasen los ojos, y cuando los abrieron se encontraron en el
castillo de Fhal El Fhul, sin que nadie le hubiese visto entrar.
De
pronto los ciudadanos oyeron los gritos de alegría del cortejo de la esposa.
Entraron en la sala y vieron dos sitiales de oro puestos en el centro. Sobre
uno estaba sentada la esposa... ¡Sean dadas gracias a Aquel que la ha creado y
la ha formado tan bella! Al otro lado estaba sentado el esposo, mientras los
músicos hacían oír sus sones y cánticos. Pronto se enteró el Rey, que acudió
junto a sus ministros y con los miembros de su Consejo. Vio al Príncipe sentado
al lado de una bellísima joven, rodeada de damitas de honor.
Fhal El
Fhul se levantó para saludarlo, junto a su esposa. Las hijas de los hombres se
mezclaron con las hijas de los genios, rivalizando en belleza con ellas.
Todos
celebraron grandes fiestas durante siete días y siete noches. La víspera del
octavo día el marido entró en la cámara nupcial. Al día siguiente ya no se
volvió a ver a las damitas de honor de la esposa, sin que ninguno supiese
decir si se habían ido volando al cielo o si se las había tragado la tierra.
Cuando
hubieron pasado los siete días de la luna de miel, el Príncipe fue a la sala
del Consejo, donde encontró a los ministros y a su padre reunidos en consejo.
El Rey preguntó:
-¿Dónde
has estado, hijo mío?
-He
estado donde has estado también tú y he bebido en la copa donde tú también
bebiste antes que yo.
La nuera
del Rey le trajo la copa. El Rey bebió, pero por más que bebía no lograba
apagar su sed y la copa jamás se vaciaba. La joven señora echó unos polvos en
la copa y de pronto el Rey apagó su sed. Entonces el Rey se la restituyó a su
hijo, le besó entre los ojos y le felicitó por su valor, del que había dado
pruebas enfrentándose con aquellos lugares llenos de magia.
-Era mi
madre la que te dio a beber de esta copa hace mucho tiempo -dijo la esposa al
Rey.
El Rey
se sintió muy feliz. Volvió a la sala del Consejo y abdicó en favor de su hijo,
que desde aquel momento hizo justicia desde su puesto. Y Fhal El Fhul vivió con
su mujer, la hija de los genios, bajo la protección y la salvaguardia de Alá,
hasta el día en que vino a buscarle el Rey de la muerte.
Contado por Khedija, de El-Asnam,
que lo había oído del marido, berebere del Rif de Marruecos.
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