Los sucesos narrados en esta historia
acontecieron a fines del siglo XVIII. Un escocés que había combatido en los
ejércitos del rey Luis XVI, de Francia, una vez terminadas las guerras vióse sumido
en la mayor pobreza, de igual modo como les ocurrió a muchos de sus
compatriotas, que se hallaban en circunstancias parecidas.
Pero como el soldado a que nos referimos,
llamado Patricio MacTavish, no se conformaba con vivir en la miseria que lo
amenazaba, decidió irse a América, donde, según había averiguado en el curso de
sus andanzas por el mundo, podía un hombre hallar trabajo, bien pagado y aun
conquistar lo necesario para ponerse al abrigo de la miseria en sus últimos años.
En aquella época
eran poco numerosos los europeos que emigraban hacia el Nuevo Continente y
ésta era, precisamente, una razón de que la vida fuese allí mucho más fácil que
en nuestros días. MacTavish buscó un velero que zarpando de Liverpool había de
dirigirse a Norteamérica y, con más precisión, a Nueva York, y reuniendo todo
el dinero que le fué posible conseguir, quedándose sin más que lo puesto, tomó
pasaje y se embarcó confiando en la divina Providencia.
Nada de particular le ocurrió durante aquel
viaje largo, incómodo y pesado. El tiempo fué bueno, no sufrieron ninguna calma
chicha y con muy poca diferencia sobre el tiempo calculado, el barco fondeó
ante Nueva York.
MacTavish desembarcó en una playa arenosa y
a cierta distancia vió unos cuantos arbustos enanos, matas de plantas inútiles
y ninguna vivienda en cuanto alcanzaba la mirada. Habíanle
dicho que al desembarcar encontraría la ciudad de Nueva York a un extremo hacia
la derecha y que allí un hombre de sus condiciones y deseoso de trabajar, no
solamente podría ganarse muy bien el diario sustento, sino que todavía, con un
poco de suerte, lograría hacer una fortunita.
Hacia el mediodia, MacTavish se sentó a la
sombra de un arbusto, con objeto de tomar un poco de pan y de beber la última
copa de vino que le quedaba. Una vez hubo terminado aquella ligera colación,
oyó en la soledad que lo rodeaba una voz lamentable y quejumbrosa, que
exclamaba:
‑¡Dejadme salirl ¡Oh, devolvedme la
libertad!
MacTavish, muy extrañado, miró a su
alrededor, pero no pudo ver a nadie a quien pudiera atribuirse aquella
exclamación. Pero, al fijarse mejor, descubrió a corta distancia del lugar en
que se hallaba una botella de vidrio, de color verde obscuro, muy bien tapada y
provista de un sello muy curioso.
‑¡Oh, dejadme salir! ¡Devolvedme la libertad!
volvió a exclamar aquella voz.
MacTavish se aproximó a la botella y pronto
pudo tener la certeza de que la voz en cuestión procedía del interior de aquel
recipiente.
‑Por mi parte ‑dijo MacTavish, dirigiéndose
a quienquiera que estuviese dentro de la botella‑, no te dejaré salir. Si me
dirijo ahora a Nueva York, provisto de una botella que habla, voy a ganarme una
fortuna.
‑Si es dinero lo que andas buscando ‑replicó
la voz -suéltame y nunca más volverás a tener el bolsillo vacío. Soy el Diablo
y, desde luego, el dueño de las maravillosas riquezas de toda la Tierra.
‑Pues si eres el Diablo, según dices ‑replicó
MacTavish-, ¿cómo te falta poder para salir?
‑Fijate en el sello que cubre el tapón de la
botella -replicó la voz, con triste acento.
MacTavish obedeció y pudo observar unos
extraños signos de aquel sello blanco, y dijo:
‑Sí, en efecto. Me parece que este sello,
por sus virtudes mágicas, debe de ser capaz de retenerte encerrado. Pero yo
podría romperlo fácilmente y sacar el corcho.
‑Hazlo ‑replicó la voz‑. Hazlo en seguida.
‑Ante todo, quiero saber por qué razón te
hallas encerrado aquí.
Entonces la voz del Diablo, encerrado en la
botella, empezó a relatar sus infortunios.
-Estaba ocupado en mis asuntos, es decir, en
tentar a uno y a otro, y en engañar a varios, cuando, de pronto, y en el
momento en que menos lo esperaba, me enamoré perdidamente de una muchacha de
ojos azules, a quien su madre adiestraba para convertirla en bruja. Como te
digo, me enamoré como un tonto y llegué al extremo de casarme con ella. Desde
luego, como comprenderás muy bien, no es la única esposa que he tenido, sino que
tiene el número siete mil novecientos seis en la lista de las que,
sucesiva-mente, han sido mis mujeres, desde la creación del hombre. Ahora que
desde luego, puedo asegurarte que ésta es la última, pues ni aun cuando me
aspen me atreveré a reincidir. No. Nunca más me expondré a tales peligros.
Estoy decidido.
El Diablo dió un suspiro de pena y tras de
una ligera pausa añadió:
-Inmediatarnente después de la boda, mi
mujer me metió en una habitación pequeña, donde vi algunas cosas que no podría
nombrar aunque quisiera. Había una sobre la chimenea y otra al lado de cada
una de las dos ventanas.
‑iVamos, hombre! ‑exclamó mi suegra, desde
el otro lado de la habitación‑. ¿Te figurabas, acaso, que ignorábamos quién
eres? Has sido un idiota y ahora estás ya en nuestro poder.
Yo, tonto de mí, cometí el error tremendo de
no sentir ningún miedo de aquellas dos mujeres. Nunca me perdonaré esta
imbecilidad. En el acto adquirí mi aspecto verdadero, hermoso como un rayo y
más mortífero que él. Pero mi mujer tuvo la necesaria inteligencia para no
mirarme siquiera y en cuanto a la suegra se hallaba en el lado exterior de la
puerta de la
habitación. Yo me disponía a atravesarla, para destruir a la
vieja, pero ella había tenido la precaución de poner sellos mágicos no sólo en
las ventanas sino que también en el umbral de la puerta.
‑Sal si quieres ‑dijo m¡ suegra‑. Pasa por
el agujero de la cerradura, porque todas las demás salidas están perfectamente
cerradas.
Me convencí de que, en efecto, era así y, por
lo tanto, no tenía más recurso que seguir la indicación de aquella maldita
vieja. Contrayendo mi cuerpo hasta adquirir la delgadez que me permitiera
atravesar el agujero de la cerradura, pasé por él, en forma de relámpago, pero
la maldita tenía apoyado en el lado exterior de la cerradura el cuello de esta
botella verde. Como un idiota, me metí en esta prisión y ella, sin darme tiempo
de salir cuando noté la trampa en que acababa de caer, tapó y selló la botella,
como la ves.
En el sello hay algo que no me atrevo a
nombrar. ¡Oh, desdichado de mí! Esa mujer me ha burlado de un modo indigno,
insultante.
Lo peor fué que mi mujer ayudó a aprisionarme.
Luego ambas se dispusieron a salir de Nueva York, para ir a Boston, pero antes de
emprender el viaje vinieron aquí y abandonaron la botella donde ahora está,
figurándose que nadie podría encontrarla.
MacTavish profirió una carcajada, que al
Diablo le pareció una burla.
-No hay duda ‑dijo luego ‑que podré ganar
mucho dinero enseñando la botella parlante
y refiriendo, además, su historia.
El Diablo se asustó mucho al oír aquel propósito.
Rogó una y otra vez a MacTavish con voz tan dulce como los sonidos de un arpa y, para acabar de convencer al ex soldado, le dijo:
‑El alcalde de Nueva York tiene gravemente
enferma a su hija. La pobrecilla sufre mucho, tanto que si pudieras verla, no
hay duda de que la compadecerías con toda tu alma. Tiene el cabello tan fino como
hebras de seda, rubio como el oro, los ojos azules como el cielo y el alma
mucho más pura que el agua del mejor manantial de toda América. Ahora bien,
conviene decirte que yo soy la causa de su enfermedad. Me irritó mucho ver que
no era capaz de hacerla caer en una de mis tentaciones y en venganza le clavé
una espina de pescado en la parte posterior de la lengua. La dejé así y
los doctores no han podido encontrar la causa de su mal. Su padre, desesperado
y apenado a más no poder, ofrece como recompensa el peso de la joven en
esmeraldas, en oro o en rubíes al que sea capaz de curarla. En cambio, si
alguno se ofrece a curarla y no lo consigue, es condenado a muerte y ahorcado.
Toda Nueva York está rodeada de horcas y
eso, te lo aseguro, es un espectáculo magnífico y muy curioso. Déjame salir de
la botella y, en cuanto esté libre, me dirigiré a la ciudad, precediéndote,
para ocultarme en la garganta de la jovencita. Tú te presentas luego al alcalde, para
decirle que vas a curar a su hija, pero, antes de hacerlo, fija tus
condiciones. Por ejemplo, podrías pedir la mano de la muchacha y su peso en
diamantes. Más o menos su padre había prometido ya esa recompensa. Y cuando tú
me lo ordenes, yo abandonaré su garganta, quitando, antes, la espina que allí
tiene clavada. Y añadiré, pues conviene que lo sepas, que si logras casarte con
esa joven, podrás envanecerte de tener la esposa más bella y más virtuosa del mundo
entero. Ten en cuenta que perdí cinco años procurando hacerla caer en una
tentación y no lo consegui a pesar de todos mis esfuerzos. No puedo, estoy convencido
de ello, penetrar en su corazón.
En cuanto MacTavish oyó hablar al Diablo de
la belleza y de la bondad de aquella joven desistió inmediatamente de su
propósito de exhibir la botella parlante, en la que estaba encerrado el Diablo.
Llevó los dedos hacia la
Santa Hostia que constituía el sello cuyo nombre no podía
pronunciar siquiera el Diablo y en cuanto la hubo quitado, saltó disparado el
corcho y de la botella empezó a salir un espeso vapor, que se convirtió en la
figura del Diablo. Luego éste, en alas del viento, emprendió su camino hacia
Nueva York.
MacTavish echó a correr hacia allá y, en
cuanto estuvo en la ciudad, no tardó en convencerse de que el Diablo le había
dicho toda la verdad. Por
doquier vio horcas de las que aun pendían los ajusticiados, rodeadas de cuervos
que graznaban alegremente. En el acto se dirigió a la casa del alcalde y,
presen-tándose a éste, manifestó su deseo de intentar la curación de la
jovencita, aunque poniendo la condición de que, en el caso de lograrlo, además
de recibir como premio su peso en piedras preciosas, le otorgarían, también, su
mano. El alcalde aceptó aquellas condiciones e inmediatamente llevó a MacTavish
a la habitación de la enferma.
La cual era tan hermosa, que el ex soldado
se sintió enamorado de repente.
‑iOh! ‑exclamó ella ‑idos antes de perder la vida. Nunca vi a otro
hombre de rostro más simpático y bondadoso que el vuestro y me apenaría mucho
que os condenasen a muerte por mi causa.
‑Voy a curaros, sin ningún género de duda,
hermosa doncella. Luego, si me aceptáis por esposo, seremos muy felices.
Y sin esperar respuesta, ordenó al Diablo
que abandonase inmediatamente la garganta de la enferma, y le recomendó,
además, no olvidarse de sacar la espina de pescado que estaba clavada en
aquélla.
‑Estoy muy cómodo aquí ‑contestó el Diablo
asomándose a los dientes de la joven, convertido en un diminuto hombrecillo que
apenas media un centímetro de estatura.
MacTavish, irritado al observar aquella
falta de formalidad, le dirigió ásperas palabras, pero el Diablo no le hizo
ningún caso.
Al día siguiente el Diablo siguió desafiando
las iras de MacTavish. Cada uno de los que habían intentado la curación de la
joven, pudieron realizar tres tentativas. Y en vista
del fracaso de la segunda, se erigió ya la horca destinada al escocés.
‑En fin, no me asusta la muerte ‑se dijo
éste‑. Iré a su encuentro como valeroso soldado.
Al día siguiente, antes de dirigirse a la
casa de enferma, MacTavish contrató a todos los músicos de Nueva York y los
congregó en torno de aquella morada, en las azoteas, en los sótanos y, en una
palabra, en cuantos sitios le fué posible. Luego MacTavish se dispuso a
realizar la última tentativa para curar a la enferma.
Al observar su llegada, el Diablo se asomó,
de nuevo, mostrando la espina en su mano.
‑Aquí está, amigo mío ‑dijo en tono burlón‑.
Y cuando te balancees, colgado de la cuerda, volveré a clavar la espina en la
garganta de la enferma.
MacTavish no contestó, pero, obeciendo sus
órdenes, empezó a resonar un estruendo infernal, producido por todos los instrumentos
músicos reunidos a corta distancia.
‑¿Qué pasa? ‑preguntó el Diablo.
Sencillamente ‑contestó MacTavish-, que se
han reunido todos los músicos de la ciudad para celebrar la llegada de tu
suegra. Salió de Boston en dirección a Nueva York y, al parecer estará a punto
de desembarcar.
Al oír estas palabras, el Diablo saltó al
suelo, llevando en la mano la
espina. Sin pensarlo dos veces, saltó por la ventana y emprendió
el vuelo con la mayor rapidez posible. La hija del alcalde se levantó de la cama
ya curada, y, de acuerdo con las condiciones aceptadas
por su padre, a los pocos días se celebró la boda. Durante el
banquete, todos los presentes rogaron al novio que pronunciara un brindis.
¡Por la mentira más grande que he dicho en
toda mi vida! -exclamó.
035. Anónimo (escocia)
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