En el pueblo de Wan-tu,
situado al norte de Corea, vivía el señor Kim-su, de oficio molinero, y su
esposa Cho. El marido había trabajado de firme durante muchos años y así pudo
reunir grandes montones de monedas de hierro y bronce que tenía ocultos encima
de una viga e inmediatamente debajo del tejado. Hacía ya muchos años que tenía
el deseo de visitar la real ciudad de Seúl y su esposa lo animaba a que hiciera
aquel viaje, porque, a su vez, deseaba un traje nuevo, un peine y un par de
zapatos como los que se llevan en la ciudad. En cuanto a las hijas del matrimonio
deseaban con toda su alma tener elegantes cinturones, adornados de armiño y
horquillas de plata. Y el señor Kim-su comprendió que no tendría más remedio
que hacer el viaje para complacer a su familia y, al mismo tiempo, divertirse
él.
Así, pues, una hermosa
mañana de mayo emprendió la caminata hacia Seúl, dispuesto a visitar todos los
rincones de la ciudad. Su
esposa y sus hijas se inclinaron ante él hasta tocar con la cara la alfombra de
papel, y le rogaron que les trajera las lindas cosas de que tanto habían
hablado y, además, lo que a él le pareciera apropiado.
Su fiel esposa le
recomendó tener mucho cuidado con los salteadores de caminos y con los
ladronzuelos y no dejar descuidado su dinero por las posadas que hallara en el
camino. Cuando ya estuviese en Seúl no debía ir a las tabernas, ni tampoco a
ver bailar a las muchachas llamadas ge-sang (o geisha) y mucho menos gastar
demasiado dinero.
Había oído decir que, por
el mundo, había mucha gente mala y que aun en la capital, aparte de la gente
cortés y bien educada, existían muchos tunos. Y, sin duda, eso era cierto,
porque así lo afirmaba también un proverbio.
Por su parte el señor
Kim-su recomendó a su esposa, puesto que el tiempo era aún bastante vivo, que
mantuviera encendido el fuego de la cocina para que la casa estuviese caliente
y no se resfriasen las niñas. También habría de tener mucho cuidado con los
ladrones. Esa mala gente tiene la costumbre de acercarse a las casas, después
de medianoche, cuando el fuego está apagado y, sin ruido ninguno, quitan las
piedras de los cimientos y penetran en las casas o bien se introducen en ellas
por el cañón de la
chimenea. Por consiguiente, es preciso tener la casa bien
cerrada y atrancar las puertas por la noche a fin de impedir la entrada de
cualquier tigre o leopardo que ronde la vivienda por la noche. Si la esposa
oyese ruido de uñas que rascaran el tejado, inmediatamente habría de golpear el
batintín, así daría la alarma a los habitantes del pueblo y los hombres
saldrían provistos de antorchas para expulsar a las fieras. Y, si por acaso,
oía chillar a los cerdos en la pocilga, también debería pedir socorro, porque a
los tigres les gustan los cerdos coreanos mucho más que las personas.
Es preciso añadir que el
señor Kim-su era un hombre muy listo. En su casa no se dejaba engañar nunca
cuando compraba habichuelas, mijo o arroz, y era muy hábil en moler la cebada o
en cortar la paja para los asnos. Pero una vez se vio dentro de las murallas de
la gran capital, cualquiera habría podido figurarse que "llevaba la cabeza
debajo del sobaco", como dicen los coreanos.
A causa de las muchas
cosas que vio y de los infinitos ruidos que oía, estaba marcado. Como un
pasmarote se quedó inmóvil en la calle principal y con la boca abierta. Y, a
medida que pasaba la gente, se preguntaba de dónde saldría tanta y cómo podían
todos aquellos individuos encontrar el modo de ganarse la vida.
Comprendió la verdad del
refrán que dice: "Aun en Seúl hay gente mal educada", porque un
individuo le miró, preguntándole si quería tragarse la luna. Algunos
muchachos se rieron de él y uno le dijo que su boca parecía el nido de un
pájaro y que alguno se metería en ella.
El señor Kim-su pasó
largos ratos contemplando los escaparates de las tiendas, pero cuando
preguntaba los precios de las cosas que le gustaban, sentíase a punto de
desmayarse. Luego se marchaba sin comprar. Sin embargo, adquirió algunas cosas
muy lindas para su esposa e hijas, tales como un abanico, una pieza de seda
para un traje, una caja de horquillas, unas cuentas de ámbar y una sortija de
plata porque así, cuando su hija mayor se casase, lo cual ocurriría dentro de
poco tiempo, lo tendría ya todo dispuesto.
Mientras estaba en la
tienda de sedas, el dependiente que le atendía dióse cuenta de que el señor
Kim-su era hombre de campo, y quiso divertirse un poco a su costa. Por esta
razón le habló de las hadas y le señaló un establecimiento que había en la
acera de enfrente y le recomendó que mirase una cosa redonda que el tendero le
mostraría sin dificultad y entonces vería y sentiría lo que nunca había visto o
sentido en toda su vida.
El señor Kim-su se
apresuró a atravesar la calle y a penetrar en la tienda indicada, donde se
vendían objetos de metal, brillantes y resplandecientes. Y allí se quedó
boquiabierto ante una cosa redonda como la luna. Dentro había la
cara de un hombre y a él le pareció que lo conocía. Era un individuo de su
propia edad, más o menos, se figuraba. Pero no acababa de saber quién era ni
cómo se llamaba. No obstante estaba seguro de haberlo visto antes. Y cuando, de
repente, se volvió, esperando ver a un amigo o quizá un vecino de su pueblo,
pudo notar que no había nadie a su lado.
Volvió a mirar, ¿ya
estaba allí? ¿Se habría escondido su amigo, para reaparecer de nuevo?
En cuanto el señor Kim-su
se ladeaba un poco dejaba de ver aquel rostro, mas al situarse delante de
aquella cosa redonda, volvía a ver el mismo individuo en el espejo, porque, en
realidad, tal era aquella placa de brillante metal.
Cuando Kim-su se reía, el
otro le imitaba. Si él hacía una mueca, la otra persona, quien quiera que
fuese, hacía lo mismo y por mucha que fuese la rapidez de Kim-su en volverse
para sorprenderlo, no lo conseguía.
Ya se comprende que el
señor Kim-su no había visto nunca un espejo y tampoco sabía qué era aquello. Se
figuró que sería algo de magia y compró el disco de metal para llevárselo a su
casa.
Al llegar, toda su
familia lo rodeó, en espera de que abriese las cajas que contenían las lindas
cosas compradas para las mujeres de la familia. Como se comprende, las hijas, sobre
todo, estaban impacientes por ver lo que su padre les había comprado.
Y tan entusiasmadas
quedaron al contemplar aquellos regalos, que no se dieron cuenta del objeto que
el señor Kim-su había comprado para sí mismo. Así, pues, él dejó sobre la mesa
la cajita que contenía el espejo y guardó algunas de las otras compras en el
armario que tenía adornos de nácar y que se hallaba en la habitación principal
de la casa. Luego
salió para hacer una visita a su molino, a los cerdos, al asno y al toro.
En cuanto las muchachas
abrieron la caja del espejo, empezaron a ocurrir cosas terribles. La madre, que
estaba detrás de la hija mayor, vio el rostro de una mujer joven y se sobresaltó
al ver a una desconocida, pues así se lo figuró, en su casa. Y en el acto se
dejó dominar por los celos.
-Tu padre ha traído una
mujer. A una ge-sang, de Seúl, para ocupar mi lugar. ¿Qué se propone ese
hombre?
Al mismo tiempo la hija,
al ver un rostro en el metal pulimentado, exclamó:
-No, madre, no queremos a
ninguna otra mujer que ocupe tu sitio. Además, es demasiado joven y nos
trataría muy mal.
Al oír las fuertes voces
y los sollozos acudió la abuela, cojeando, y preguntó qué pasaba.
-Puedes verlo por tú
misma. Papá ha traído a casa a otra mujer para hacernos desgraciadas.
La abuela contempló un
momento el espejo, y luego, encolerizada, exclamó:
-¡No quiero a esa vieja
en casa! Ya es bastante que mi hijo tenga que mantenerme a mí y a su familia.
¿Por qué habrá ido a Seúl?
Armaban tal escándalo las
cuatro mujeres que al fin, desesperadas, se echaron a llorar y cada una de
ellas inutilizó cuatro pañuelos de papel antes de secarse las abundantes
lágrimas que derramaban. Entre sollozos gritaban: "¡Ugo! ¡Ugo!", de
modo que aun el abuelo, que estaba medio sordo, las oyó y, apoyándose con mano
temblorosa en su bastón, acudió, ordenándoles que se callaran. Pero luego, al
ver sus rostros húmedos de lágrimas, les preguntó cuál era la causa de su pena.
-Tú mismo puedes verlo
-le contestó su esposa entregándole el espejo que nadie conocía en el pueblo.
En el acto el viejo se
puso rojo de ira.
-¡Cómo! -exclamó con
cascada voz-. ¡Tan malvado es mi hijo para traer otro viejo a casa! ¿Cómo podrá
mantener a dos padres? ¿De dónde sacará el Kinchi y el mijo para darle de
comer?
Y, metiendo el espejo en
la caja, la tapó de un puñetazo.
Mientras los celos
devoraban a todos aquellos personajes, amenazando desunir la familia, el ruido
aumentaba por momentos y, al fin, el marido dejó sus cerdos y su molino y
acudió a ver qué ocurría.
En el acto su esposa, que
era una mujer muy forzuda, se arrojó contra él y, agarrándolo por el moño, lo
arrastró al suelo, lo sacó a la calle y no paró hasta llevarlo a casa del juez,
para contar al magistrado lo que ocurría.
Una vez en presencia de
aquel gran hombre, contó una terrible historia. El juez llevaba un enorme
sombrero y una sarta de cuentas de ámbar colgadas sobre la oreja. Y la pobre mujer
explicó lo que su marido había traído de Seúl para destruir la paz de la
familia. ¡Oh, seguramente se proponía regresar a la capital y casarse con una
mujer joven! Y tan rabiosa estaba que su lengua no descansó un instante. Acusó
a su marido de todos los crímenes conocidos en el código. Pero, únicamente,
pudo probarle que había traído de la capital algo redondo y de metal. Y aseguró
al juez que estaba tan lleno de magia negra como Tokgabi y todos sus
servidores.
Entretanto, habían
acudido todos los restantes miembros de la familia para apoyar la acusación
contra el molinero y, además de atestiguar la verdad del relato de la esposa,
declararon que era cierto en todos sus detalles y, en efecto, todos coincidían
en los particulares.
En cuanto se hubo calmado
un poco la ira de los quejosos, el juez, que, mientras tanto, había estado
fumando en su pipa de cazoleta de bronce y que tenía una boquilla de un metro
de longitud, aunque la cazoleta apenas era como una castaña, preguntó:
-¿Y cómo decís que
ocurrió esa magia demoníaca?
Al oír eso, el anciano
padre del molinero mostró la caja, la abrió y entregó el espejo metálico al
juez, que tampoco había visto cosa parecida. Es preciso explicar que no había
salido de su distrito más que una vez en su vida, cuando fue a examinarse a Seúl,
muchos años atrás. Pero aun entonces no se separó de sus compañeros estudiantes
y pasó tantas horas encerrado en su habitacioncita ocupado en escribir sus
lecciones, que apenas vió cosa alguna de aquella gran capital.
Cuando tuvo el espejo
ante sus ojos, se enfureció como un demonio, conduciéndose exactamente igual
que los acusadores del molinero.
En aquella cosa redonda
que sostenía en la mano, vio a un hombre vestido con traje oficial, como sólo
llevan los personajes importantes. Cubríase la cabeza con un sombrero alto y
redondo, semejante al de los magistrados y de su oreja derecha colgaba una
sarta de veintiocho cuentas de ámbar.
También notó el bordado
del pecho, la pequeña cigüeña de plata que servía para sujetar los pliegues de
la túnica del juez y en la cintura pudo notar un cinturón muy adornado.
Todo ello estuvo a punto
de ahogarlo de furor, pues se figuró que había llegado al pueblo otro
magistrado para quitarle su empleo.
¿Y qué sería de él,
entonces? ¿Si perdía su alto cargo, cómo podría mantener a sus ancianos padres y
a sus veinticinco parientes pobres? Y ya se vio sumido en una mísera vejez.
La cólera le impedía
hablar y así hubo en la sala casi medio minuto de silencio. Ni siquiera las
mujeres meneaban las lenguas. Todos se miraban mutuamente, en espera de lo que
ocurriría luego.
Pero la paz duró muy
poco, porque de pronto estalló la tempestad con toda su fuerza cuando la celosa
esposa cogió a su marido por el moño para llevarlo a casa a rastras, pues temía
que el magistrado estuviese tan colérico y celoso que acabara por ordenar la
muerte del acusado.
Cuando el escándalo había
llegado a su grado máximo, penetró en la sala un mensajero para anunciar la
llegada del inspector real que estaba realizando un viaje por la provincia, y
añadió que no tardaría siquiera cinco minutos.
En el acto la mujer
celosa soltó a su marido. El magistrado, impuso orden, indicó a sus
subordinados que ocuparan sus sitios respectivos de acuerdo con la etiqueta
para recibir a los enviados del Rey. Luego el magistrado se arregló el moño y
el sombrero que llevaba ladeado a causa de su estallido de cólera y salió para
recibir a Su Señoría, el inspector real.
Una vez se hubieron
terminado los saludos, hizo un ademán indicando a su superior que ocupara el
asiento de honor. En cuanto se hubieron terminado todas las formalidades, aquel
dignatario preguntó qué ocurría y de qué se trataba.
El magistrado local puso
el espejo sobre un almohadón de seda y lo ofreció a Su Señoría, diciendo:
-Con permiso de Vuestra
Señoría, este objeto nos ha convertido a todos en verdaderos demonios. ¿Qué es?
Entonces aquel caballero
de la capital, que estaba acostumbrado a todas las comodidades y refinamientos
de una gran ciudad y al esplendor de un palacio, explicó lo que era un espejo.
Luego los reconvino suavemente por su tontería y los despidió, diciéndoles que
cuando se enojaran o se dejaran dominar por los celos, fuesen a arrancar cinco
nabos o se bebieran, despacio, una taza de agua de arroz antes de pronunciar
una palabra colérica.
Entonces la mujer del
molinero se arrojó al suelo y pidió perdón a su marido. Y toda la familia,
jóvenes y viejos, mientras regresaban a casa, se reían con toda su alma de la
equivocación sufrida.
Cuando un coreano empieza
reírse, cuéstale a veces trabajo recobrar la calma, pero, media hora después,
reinaba en la familia la mayor tranquilidad. Luego todos aquellos a quienes les
fué posible, se compraron un espejo y las muchachas del pueblo, casi sin
ninguna excepción, acabaron por tener el suyo propio. Y solían contemplarse el
rostro con tanta frecuencia que la alfombra de papel engrasado que había
delante del espejo, estaba desgastada en muchas casas.
En Seúl los fabricantes
de espejos se preguntaron qué habría ocurrido en Wan-tu, cuyos habitantes
habían comprado numerosos espejos, pero no pudieron averiguar la causa, aunque,
naturalmente, estaban muy satisfechos de haber aumentado sus ventas.
026. Anónimo (corea)
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