Fin y sus hombres se
encontraban en vel Puerto de la
Colina de Howth, en lo alto de un montículo a resguardo del
viento y del sol, en un lugar donde se podía ver todo el mundo y donde nadie
podía verlos, cuando divisaron una mancha negra acercándose desde el oeste
por el mar. Al principio pensaron que era la negrura de una tormenta; pero,
cuando se acercó más, descubrieron que se trataba de un barco. El cual no arrió
velas hasta que entró en el puerto. Había tres hombres en él; un guía en la
proa, otro, el piloto, en la popa, y el último con los jarcias en el centro.
Desembarcaron, y arrastraron el barco hasta siete veces su longitud, dejándolo
sobre la hierba seca y gris, donde los eruditos de la ciudad no pudieran
hacerle objeto de risa y ridículo.
Después caminaron hasta
un lugar excepcionalmente verde y hermoso, donde el primero alzó y alineó un
puñado de enormes piedras y gigantescos cantos rodados, tan bonitos que no los
había igual en toda Irlanda; y esto hizo. El segundo levantó una plancha de
pizarra, y la preparaó para servir de tejado para la edificación, que no la
había más bella en Irlanda; y esto fue lo que hizo. El tercero cogió un montón
de virutas, y las destinó como maderamen para la casa, y no lo había mejor en
Irlanda; y esto fue lo que hizo.
Todo esto causó gran
asombro a Fin, que bajó hasta aquellos hombres para hacerles un millar de
preguntas que ellos contestaron. Les preguntó de dónde eran y a dónde se
dirigían.
"Somos tres héroes a
quienes el rey de los Hombres Grandes ha enviado para desafiar a combate a los
Fianos", contestaron.
Entonces él preguntó,
"¿cuál es la razón que os guía para empren-der tal empresa?"
Y ellos contestaron que
no lo sabían. Que habían oído que eran hombres fuertes, y habían venido a
proponerles combate. "¿Está Fin en casa?", inquirieron.
"No, no está",
contestó Fin (grande es el aferramiento del hombre a la propia vida). Después,
les obligó, bajo cruces y conjuros, a no moverse del lugar donde estaban hasta
que le volvieran a ver.
Entonces se fue, preparó
su barca con la popa dando a tierra y la proa al mar e izó las velas bien altas
contra el largo y robusto mástil de forma de lanza. Surcó las olas encrespadas
con el abrazo del viento, algo más que una suave brisa, y se deslizó a lo largo
de la costa, aprovechando la rápida marea.
Fin, el guía, iba en la
proa, el timonel en la popa y los jarcieros sobre el corazón de la nave que no
se detuvo para nada hasta llegar al reino de los Hombres Grandes. Allí
desembarcaron y tiraron de la barca hasta la hierba gris. Fin caminó tierra
adentro, hasta que encontró a un caminante Grande, al que pregúntó quién era.
"Yo soy el Cobarde
de Pelo Rojo del reino de los Hombres Grandes", contestó el desconocido,
"y tú eres el que ando buscando. Grande es mi estima y respeto por ti;
eres la mejor doncella que he visto jamás; harás de enano para el rey, y tu
can, pues le acompañaba Bran, de perro faldero. Hace mucho tiempo que el rey
desea un enano y un perro faldero".
Y se llevó a Fin con él;
pero encontraron otro Hombre Grande, que quiso quitarle a Fin. Empezaron a
luchar; y cuando ya se habían hecho girones toda la ropa, dejaron que Fin fuese
quien decidiera. Y eligió al primero, el cual le llevó al palacio del rey,
cuyos notables y altos nobles inmediatamente se congregaron para ver un hombre
tan pequeño. El rey lo levantó en la palma de su mano, y dio tres vueltas por
la ciudad con Fin en una palma y Bran, el perro, en la otra. Preparó para él un
lugar para dormir, al pie de su propia cama.
Fin esperaba, vigilaba y
observaba todo aquello que tenía lugar en la casa. Observó que el rey, tan
pronto como se hacía de noche se levantaba y se iba, y ya no regresaba hasta la
mañana. Esto le llenaba de asombro, hasta que un día le preguntó al rey por
qué desaparecía todas las noches y dejaba a la reina sola.
"¿Por qué lo
preguntas?", quiso saber el rey.
"Para satisfacer mi
curiosidad", explicó Fin; "porque me está causando gran
asombro".
El rey sentía gran simpatía
por Fin; nunca había visto nada que le agradara más que él; así que se lo
contó. "Hay un gran monstruo", dijo, "que quiere a mi hija en
matrimonio, para hacerse con la mitad de mi reino; y como no hay en el reino
otro hombre capaz de enfrentarse con él más que yo; cada noche tengo que ir a
sostener combate".
"¿No existe",
preguntó Fin, "ningún otro hombre que lo combata más que tú?"
"No hay ni
uno", afirmó el rey, "que pueda hacerle batalla una sola noche".
"Es una
lástima", añadió Fin, "y que a éste le llamen el reino de los Hombre
Grandes... ¿Es él más grande que tú?"
"No tienes que
preocuparte por eso", dijo el rey.
"Me
preocuparé", aseveró Fin, "descansa esta noche, que yo iré a
encontrarme con él".
"¡¿Que
tú...?!", exclamó el rey entre risas; "tú no aguantarías ni medio
golpe de él".
Cuando se hizo de noche,
y todos los hombres se fueron a descansar, el rey se disponía a salir como de
costumbre; pero Fin logró convencerle para que le dejase a él. "Yo le
combatiré", le decía, "y a menos que sepa algún truco le
venceré".
"Estoy empezando a
considerarlo", añadía el rey entre bombas; "dejarte ir hoy, y
descansar yo, pues estoy muy cansado ya que me da tanto que hacer".
"Duerme a placer
esta noche", exclamó Fin, "y déjame ir; si viene sobre mí con demasiada
violencia, correré hacia casa".
Fin partió y llegó al
lugar donde había de librarse el combate. No vio a nadie ante él, y comenzó a
andar de un lado a otro. Al fin, vio al mar levantarse en hornos de fuego y
cómo una gran serpiente se aproximó al lugar donde él estaba. Aquel enorme
monstruo miró hacia Fin. "¿Qué es esa pequeña mota que distingo
ahí?", preguntó.
"Soy yo",
contestó Fin.
"¿Qué estás haciendo
aquí?"
"Soy un mensajero
del rey de los Hombres Grandes. El se encuen-tra sumido en una gran pena y desgracia
pues la reina acaba de morir; yo he venido a preguntarte si serías tan gentil
como para marcharte a casa esta noche, sin causar problemas al reino."
"Lo haré",
aceptó el monstruo; y se alejó, como el ronco zumbido de una canción lejana.
Fin volvió al palacio del
rey, y se acostó en su cama, al pie de la del rey. Cuando el rey despertó,
empezó a gritar, lleno de agitación: "¡Mi reino está perdido, y mi enano y
mi perro faldero muertos!"
"No lo están",
gritó Fin; "aquí estoy todavía; y tú has podido dormir, cosa que, según
decías, te era difícil conseguir".
"¿Cómo pudiste
escapar con vida", preguntó impaciente el rey, "siendo tan pequeño;
pues, hasta para mí, siendo yo tan grande, él es más que suficiente?"
"Aunque tú seas
grande y fuerte", dijo Fin, "yo soy rápido y astuto".
La noche siguiente se
disponía de nuevo a salir; pero Fin le dijo, "duerme también esta noche;
yo iré en tu lugar, y volveré a menos que venga un héroe mejor que aquél".
"Te matará",
aseguró el rey.
"Correré ese
riesgo", dijo Fin.
Y allá fue, y, tal como
había sucedido la noche anterior, no vio a nadie; y comenzó a caminar sin rumbo
de un lado a otro hasta que vio al mar levantarse en hornos de fuego y a la
gran serpiente; y aquel Hombre Inmenso apareció.
"¿Aquí estoy",
repitió Fin, "y éste es mi recado: cuando pusieron a la reina en el ataúd,
y el rey oyó como lo claveteaban, al primer golpe del carpintero, se le rompió
el corazón de dolor y de pena; y el Parlamento me ha enviado para pedirte que
vayas a casa esta noche, hasta que entierren al rey".
El monstruo se alejó
también aquella noche, con su ronco zumbido de canción lejana; y Fin volvió a
palacio a la hora conveniente.
Por la mañana, el rey se
despertó con gran inquietud, gritando, "¡mi reino está perdido, y mi
enano y mi perro faldero muertos!" y de nuevo se alegró enormemente al
ver que Fin y Bran estaban vivos, y que él mismo había disfrutado su descanso
nocturno otra vez, después de haber estado tanto tiempo sin dormir.
Fin acudió de nuevo la
tercera noche, y todo sucedió como las anteriores. No había nadie y comenzó a
andar de acá para allá. Luego vio al mar levantarse, y el Gran Monstruo
apareció. Este vio a la pequeña mota negra y le preguntó quién era y qué
quería.
"He venido a
combatir contigo", dijo Fin.
Fin y Bran empezaron el
combate. Fin retrocedía, y el Hombre Inmenso le acosaba. Entonces Fin le gritó
a Bran, "¿vas a dejar que me mate?"
Bran tenía una garra
venenosa; y saltó sobre el Hombre Inmenso clavándosela en el esternón, hasta
que le sacó el corazón y los pulmones. Fin desenvainó su espada, Mac-a-Luin, y
le cortó la cabeza; la ató con una cuerda de cáñamo, y con ella regresó al
palacio del rey. La llevó a la cocina, y la dejó detrás de la puerta. Por la
mañana, el sirviente no podía abrirla. El rey bajó y vio la Enorme Masa ; la cogió
de la parte superior y la levantó, y supo que era la cabeza del Hombre que
había combatido con él durante tanto tiempo, no permitiéndole dormir.
"¿Cómo
diablos", exclamó, "ha llegado esta cabeza hasta aquí? Porque seguro
que no ha sido mi enano quien lo ha hecho".
"¿Por qué no iba a
ser él?", dijo Fin.
La noche siguiente el rey
quería ir él mismo al lugar del combate; "porque", repetía una y otra
vez, “uno más grande que el anterior vendrá esta noche, y el reino será
destruido, y a ti te matará; y yo me quedaré sin el placer de tenerte
conmigo".
Pero Fin fue, y aquel
otro monstruo llegó, clamando venganza por su hijo, y dispuesto a apoderarse
del reino entero, si nadie le presen-taba un combate igual. Fin y él empezaron
el combate. Fin iba retrocediendo, hasta que le dijo a Bran, "¿vas a
dejarle que me mate?"
Bran emitiendo un
gruñido, se alejó y se sentó en la playa. Fin seguía acosado en su retirada, y
llamó de nuevo al perro. Entonces, Bran saltó y clavó su garra venenosa en el
pecho del Hombre Enorme, y le sacó el corazón y los pulmones. Fin le cortó la
cabeza, y se la llevó, para dejarla delante del palacio.
El rey se despertó presa
del terror, y gritó, "¡mi reino está perdido, y el enano y el perro faldero
muertos!"
Fin se levantó y dijo,
"no lo están"; y la alegría del rey no fue pequeña cuando, desde la
puerta de palacio vio la cabeza que había delante.
La noche siguiente vino a
la orilla una Enorme Bruja de dientes que parecían una rueca. Hizo sonar su
escudo a modo de desafío, y rugió, "has matado a mi marido y a mi
hijo".
"Así es; los
maté", asintió Fin.
Y empezaron la lucha; y
era más difícil para Fin defenderse de los dientes que de la mano de la Bruja Enorme. Cuando
ésta casi lo tenía en su poder, Bran le clavó su garra venenosa, y la mató como
había hecho con los otros. Fin recogió la cabeza, y la dejó ante palacio. El
rey se despertó de nuevo presa de gran agitación, y gritó, "imi reino está
perdido, y mi enano y mi perro faldero muertos!"
"No lo están",
repitió Fin en respuesta.
Y cuando salieron al
jardín y el rey vio la cabeza, dijo, "mi reino y yo tendremos paz para
siempre, después de esto. La madre de los monstruos está muerta; pero, dime
quién eres tú. Habían profetizado que sería Fin-mac-Coul quien traería la paz,
pero ahora sólo tiene dieciocho años de edad. ¿Quién eres tú, entonces; cómo te
llamas?"
"Jamás se ha erguido
nadie", repondió Fin, "sobre piel de vaca o caballo, a quien yo
negase mi nombre. Soy Fin, hijo de Coul, hijo de Looach, hijo de Trein, hijo de
Fin, hijo de Art, hijo del joven Gran Rey de Erin; y ya es tiempo de que me
vaya a casa. Ha sido saliéndome mucho de mis costumbres como he venido hasta tu
reino pero antes quiero que sepas la razón por la que he venido: averiguar qué
injuria te hemos hecho, para qué enviases a tres héroes a pedirme combate y
traer la destrucción sobre mis hombres".
"Nunca me has hecho
injuria alguna", dijo el rey; "y te pido mil perdones. Mas yo no
envié a los héroes contra ti. No es verdad lo que dijeron. Son tres hombres que
cortejan a tres mujeres mágicas; éstas les dieron sus camisas y, cuando las
llevan puestas, cada uno es capaz de combatir con más de cien hombres. Pero
cada noche deben quitarse las camisas, y ponerlas en el respaldo de la silla;
y, si alguien se las robara, al día siguiente serían tan débiles como cualquier
otro hombre".
A Fin le fueron otorgados
todos los honores, y cuanto el rey pudo darle; y cuando partió, el rey y la
reina y toda su gente bajaron hasta la orilla a darle su bendición.
Fin zarpó de nuevo en su
barca, y, navegaba cerca de la costa, cuando vio a un hombre joven corriendo y llamándole
a gritos. Fin acercó su barca a tierra, y le preguntó qué quería.
"Soy", dijo el
joven, "un buen sirviente en busca de amo".
"¿Qué trabajos sabes
hacer?", preguntó Fin.
"Soy el mejor
adivino que existe”, contestó el joven.
"Salta a bordo,
entonces". El adivino saltó, y prosiguieron el viaje.
No habían ido muy lejos,
cuando otro joven, corriendo, les llamó la atención.
"Soy", decía,
"un buen sirviente en busca de amo”.
"¿Qué trabajos sabes
hacer?", preguntó Fin.
"Soy el mejor ladrón
que existe."
"Salta dentro de la
barca, entonces"; y Fin se llevó a éste también.
Vieron a un tercer joven
correr hacia la barca y llamarles. Se hicieron a la orilla.
"¿Qué sabes hacer
tú?", preguntó Fin.
"Soy", contestó
el joven, "el mejor escalador que existe. Puedo llevar cien libras sobre
la espalda, en un lugar donde una mosca no aguantaría en un día tranquilo de
verano".
"Salta a la
barca"; y el joven se unió a los demás.
"Tengo mi equipo de
sirvientes ahora", dijo Fin; "con éstos sin duda bastará".
Y prosiguieron su viaje,
sin detenerse para nada hasta que llegaron a la Puerta de la Colina de Howth. Entonces,
Fin preguntó al adivino qué estaban haciendo los tres Hombres Grandes.
"Acaban de
cenar", dijo, "y se están preparando para irse a la cama".
Le preguntó por segunda
vez. "Se están acostando; y han extendido sus camisas sobre el respaldo
de las sillas." Contestó el adivino.
Al cabo de otro rato, Fin
volvió a preguntarle, "¿qué están haciendo ahora los Hombres
Grandes?"
"Están profundamente
dormidos", respondió el adivino.
"Haría falta que un
buen ladrón fuese ahora y robara las camisas", se dijo musitando Fin.
"Yo lo haría",
dijo el ladrón, "pero las puertas están cerradas, y no puedo entrar".
"Monta sobre mi
espalda", agregó el escalador, "y yo te llevaré hasta dentro". Y
lo subió sobre la espalda hasta la chimenea, y el otro, bajando por ella, robó
las camisas.
Fin fue donde estaba la
banda de los Fianos; y por la mañana marcharon todos a la casa donde estaban
los Hombres Grandes. Hicieron sonar sus escudos en señal de desafío, y pidieron
a los Hombres Grandes que salieran a combatir.
Y estos salieron.
"Muchos días", se disculparon temerosos, "hemos estado mejor
preparados para el combate que hoy", y confesaron a Fin y a su gente la
historia tal como la conocemos.
"Habeís sido
impertinentes", dijo Fin, "pero os perdono"; no sin antes jurar
que en adelante siempre le serían fieles y estarían dispuestos a realizar cualquier
empresa que les encomendara.
024 Anónimo (celta)
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