Tenia, un lejano país,
una vez un rey que se casó con una gran señora que murió al nacer su primer
hijo. Poco tiempo después el rey tomó otra esposa, y pronto tuvo otro hijo. Los
dos muchachos crecieron altos y fuertes. Pero, la reina empezó a pensar que no
sería su propio hijo quien heredaría el reino; y se le metió en la cabeza
envenenar al hijo mayor. Mandó aviso a un cocinero para que pusiera veneno en
la bebida del príncipe heredero; pero, ¡oh! fortuna, el hermano menor los oyó,
y advirtió a su hermano que no tomara de la bebida ni una sola gota; y así lo
hizo.
La reina se sorprendió de
que el muchacho no muriera, mas pensó que habría sido por unas dosis
insuficiente de veneno en la bebida, así que ordenó a la cocinera poner más la
noche siguiente. Y así lo hizo ésta; y cuando preparó la bebida, le aseguró que
no viviría después de bebérsela. Pero su hermano lo oyó otra vez, y advirtió al
otro. El mayor puso la bebida en un botellín, y le dijo a su hermano: "Si
me quedo en la casa, no hay duda de que me matará de un modo u otro, así pues,
cuanto antes abandone la casa, mejor. Habré de arreglármelas por mí mismo, y,
quién sabe la suerte que me espera."
Su hermano aseguró que se
iría con él, y ambos se dirigieron a los establos, ensillaron dos caballos y se
alejaron de allí.
No estaban muy lejos de
la casa, cuando el hermano mayor comentó, "todavía no sabemos si el
veneno estaba realmente o no en la bebida, aunque nos hemos marchado. Pruébala
en la oreja del caballo y lo veremos". El caballo no dio muchos pasos
antes de caer. "Ese caballo estaba escuálido, de todos modos", dijo
el hermano mayor; montaron los dos sobre el otro caballo y siguieron su camino.
"Pero", volvió
a decir al cabo de un rato el hermano mayor, "ape-nas puedo creer que
ciertamente hubiese veneno alguno en la bebida; probémosla de nuevo en este
caballo". Y lo hicieron, y no fueron muy lejos cuando el caballo cayó frío
y muerto. Entonces decidieron quitarle la piel, para calentarse con ella
durante la noche ya próxima.
A la mañana siguiente,
cuando despertaron, vieron a doce cuervos venir y posarse sobre el cadáver del
caballo; los doce al poco rato cayeron muertos. Entonces cogieron los cuervos,
y los llevaron hasta la primera ciudad que alcanzaron; y allí se los dieron a
un panadero, y le pidieron que hiciera una docena de pasteles con ellos.
Tomaron los pasteles, y continuaron su viaje.
A las puertas de la
noche, cuando estaban en un bosque grande y espeso, les salieron al paso venticuatro
ladrones que les exigieron entregaran sus bolsas de dinero; pero ellos
contestaron que no tenían ninguna bolsa, sino solamente un poco de comida que
llevaban encima. "¡Buena es también!”, dijeron los ladrones, y empezaron
a comerse los pasteles; pero, no habían comido gran cosa, cuando, súbitamente,
cayeron todos muertos por aquí y por allá. Cuando los hermanos vieron que los
ladrones estaban muertos, saquearon sus bolsillos, y encontraron mucho oro y
plata. Luego siguieron adelante, hasta que llegaron a la casa del Caballero de
los Acertijos.
La casa del Caballero de
los Acertijos estaba situada en el más bello lugar del país. Si su casa era
bonita, más bonita aún era su hija que tenía doce doncellas que sólo a ella
podían compararse. No había en la superficie de la tierra quien la igualara,
tan bella decían que era; y nadie podía casarse con ella más que el hombre que
fuera capaz de formular una pregunta a su padre, que éste no supiera resolver.
Los dos hermanos determinaron probar con una pregunta; y el más joven se hizo
pasar por ayudante de caza del hermano mayor.
Llegaron a la casa del
Caballero de los Acertijos, y éste fue el que le propusieron: "Uno mató a
dos, dos mataron a doce, doce mataron a veinticuatro y dos salieron
vivos"; la tradición indicaba que debían ser tratados con grandes honores
y majestad, hasta que él resolviera el acertijo.
Y estuvieron mucho tiempo
en casa del caballero, mientras éste intentaba acertar el enigma. Uno de
aquellos días, una de las doncellas de la hija del Caballero fue al ayudante
de caza, y le pidió que le dijera la solución. El se quedó con su plaid [1]
y la dejó marchar, pero no le dijo nada. Lo mismo sucedió con las doce
doncellas, día tras día; por fin el ayudante dijo a la última de ellas que ninguna
criatura viviente tenía la respuesta al acertijo más que su señor.
Al día siguiente, la hija
del Caballero fue al hermano mayor, y, habiéndose ataviado para mostrar el
máximo esplendor de su belleza, le pidió que le dijera la solución. Y él no
pudo rehusarse, y se la dijo, pero se quedó con su plaid. El Caballero de los Acertijos le mandó llamar, le dio la
respuesta y le planteó escoger entre dos posibilidades: perder su cabeza o ser
abandonado en un bote a la deriva sin comida, ni bebida, ni remo, ni paleta. A
lo que el hermano mayor propuso: "Tengo otro acertijo que proponerte antes
de que elija yo."
"Adelante",
accedió el Caballero.
"Mi ayudante y yo
estábamos un día cazando en el bosque. Mi ayudante disparó a una liebre, y ésta
cayó, le quitó la piel y la dejó marchar; y lo mismo hizo con doce, quitarlas
la piel y dejarlas marchar. Por fin, saltó una liebre grande y hermosa y yo
mismo disparé; le quité la piel y la dejé marchar."
"Ese acertijo es
difícil de resolver, muchacho", dijo el Caballero, en la certeza que el
muchacho sabía que él no había adivinado el otro acertijo, sino que se lo
habían dicho. Entonces le dio a su hija por esposa, para mantener las cosas en
paz, y celebraron una gran boda que duró un año y un día. El hermano más joven volvió
a casa, puesto que a su hermano todo le había ido tan bien, que le cedió todos
los derechos sobre el reino que ostentaba su padre.
Sucedió sin embargo por
aquel tiempo que tres gigantes que vivían cerca de la frontera del reino del
Caballero de los Acertijos, ataban y asesinaban a súbditos del Caballero, para
saquearlos después. Uno de aquellos días el Caballero de los Acertijos dijo a
su yerno que, si había dentro de él el espíritu de un hombre, debería ir a dar
muerte a los gigantes, quienes estaban causando tantas pérdidas al país. Bien,
pues así fue; el joven fue al encuentro de los gigantes, y volvió a casa con
sus tres cabezas, para arrojarlas a los pies del Caballero.
"No hay duda de que
eres un muchacho capaz. Tu nombre a partir de ahora será el de Héroe del Escudo
Blanco." Y así el nombre del Héroe del Escudo Blanco llegó a todas partes,
lejos o cerca.
Mientras tanto, el
hermano del Héroe del Escudo Blanco recorrió muchos países y, al cabo de largos
años, regresó a la tierra de los gigantes, donde ahora vivía el Héroe del
Escudo Blanco, y con él la hija del Caballero.
El hermano llegó y le
desafío a una covrag, o lucha de
toros. Comenzaron a luchar, y siguieron cuerpo a cuerpo desde la mañana hasta
el anochecer. Por fin, cuando ya se encontraban cansados, debilitados y
exhaustos, el Héroe del Escudo Blanco saltó sobre una gran muralla, y propuso
al extranjero que se volvieran a encontrar por la mañana. Este salto pareció avergonzar
al otro que le dijo, "bien, puede que mañana, a estas horas, no estés tan
ágil".
El hermano menor se
retiró entonces a un pequeño cobertizo que había cerca de la casa del Héroe
del Escudo Blanco, cansado y somnoliento, donde descansó.
Por la mañana reanudaron
la pelea. En cierto momento el Héroe del Escudo Blanco comenzó a retroceder,
empujado por el otro, hasta caer de espaldas en el río.
"Debe correr por ti
algo de mi sangre, para que puedas hacerme esto", exclamó el Héroe.
"¿De qué sangre eres
tú?", preguntó el más joven.
"Soy hijo de Ardan,
gran rey de Albann", aseguró orgulloso.
"Entonces soy tu
hermano."
Y se reconocieron, y se
saludaron y abrazaron el uno al otro, y el Héroe del Escudo Blanco llevó a su
hermano a palacio, y la hija del Caballero se alegró de verle.
Permaneció con ellos un
tiempo, y después pensó que debía volver a su propio reino; y, cuando pasaba
por delante de un gran palacio que se encontraba en su camino, vio a doce
enormes hombres jugando al shinny [2]
frente a él. Y decidió detenerse a jugar un rato con ellos; pero no llevaban
mucho tiempo, cuando detuvieron el juego y el que parecía más débil de todos
los jugadores le cogió y le zarandeó como si fuera un niño. Comprendió que era inútil
intentar levantar una mano contra cualquiera de estos doce colosos; y les
preguntó de quién eran hijos. Ellos contestaron que todos eran hijos del mismo
padre; el hermano del Héroe del Escudo Blanco, del cual nada sabían desde
hacía muchos años.
"Yo soy vuestro
padre", exclamó abrazándoles; y les preguntó si vivía aún su madre. Ellos
contestaron que sí y con ellos fue al encuentro de la esposa. Y nunca más dejó
la casa, ni a sus doce hijos; y creo que sus descendientes han sido los reyes
de Alba hasta nuestros días.
024 Anónimo (celta)
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