Había una vez un hombre
que nunca mataba por el placer de matar. Nunca hizo daño gratuitamente ni aun
al animal más pequeño, ni siquiera a una araña. Pero un día, cuando un águila
se posó cerca de él, tomó el arco y la mató con una flecha. Se llevó el ave a
casa, le quitó la piel sin estropear las plumas y sin perder ni una pizca de
plumón. Secó el águila y la colgó en la parad del iglú. Se comió toda la carne
y quemó los pocos huesos que quedaron.
Un rato después, cuando
salía del iglú, vio dos águilas posándose cerca. Cuando se disponía a
dispararles, apartaron la cabeza dejando ver caras de hombre.
Una de ellas dijo:
-Nuestra madre nos ha
mandado a buscarte. Te llevaremos por turno mi hermano y yo. Si una de nosotras
quiere descansar, la otra te llevará. Cuando nuestra madre haya terminado de
decirte lo que tiene que decir, te volveremos a traer aquí.
El hombre las siguió sin
vacilar. Se acostó, se enroscó y una de las águilas lo envolvió con las plumas
largas de la cola. De esta manera las águilas emprendieron el vuelo con el
hombre, pasándole de una a otra durante el viaje. Mientras era transportado de
esta manera, el hombre oía un ruido persistente, como de golpes regulares, que
no cesaba, sino que se hacía más y más alto.
Su destino era un extraño
país. Cuando llegaron, las águilas depositaron el hombre frente a un iglú.
Dentro había una mujeráguila que los saludó con una sonrisa. Era la madre. Los
latidos de su corazón eran muy fuertes. Éste era el sonido que el hombre había
oído desde lejos.
La mujer habló al
visitante:
-Te doy las gracias por
lo que hiciste por mi hijo. No desper-diciaste ni su carne ni sus plumas.
Conservaste su plumaje entero, lo secaste y lo pusiste al calor de tu iglú. Te
doy las gracias otra vez y me gustaría hacer algo por ti. Mira, y llévate
cualquier cosa que te guste.
El águila-mujer enseñó al
hombre todos los tesoros que guardaba. Había toda clase de cosas. Todos los
animales del mundo estaban colocados en estantes. El hombre miró, pero dudó en
tomar nada, porque tenía miedo a la mujer, cuyo hijo había matado. La mujer
insistió:
-Elige lo que quieras, y
mis hijos lo llevarán a tu casa.
Cuando la mujer le enseñó
los zorros blancos, el hombre vio que había muchos y aceptó el ofrecimiento.
Entonces la mujer tomó algunos zorros, les cortó las orejas en trozos pequeños
y las metió en una bolsa hecha de una membrana transparente. La mujer entregó
la bolsa al hombre y les mandó a sus hijos que lo volvieran a llevar a su casa.
Justo antes de marcharse, la mujer-águila le dio un consejo:
-Mis hijos te dejarán
cerca de tu país, pero todavía tendrás que recorrer una pequeña distancia antes
de llegar a tu iglú. Si tienes sed cuando vayas andando, ten mucho cuidado de
mantener los ojos cerrados cuando te inclines a beber agua.
Los dos hermanos
emprendieron el vuelo con el hombre y lo devolvieron a su país. Lo depositaron
en un sitio a cierta distancia de su casa, que se podía recorrer fácilmente a
pie. Tan pronto como se marcharon, el hombre echó a andar hacia el iglú, con la
bolsa de membrana colgada del hombro. Conforme andaba, se iba cansando y tenía
sed. Todo el tiempo había estado pensando en el consejo de la mujer-águila,
pero, cuando se paró a beber, lo olvidó por completo. ¡Se inclinó sobre el agua
con los ojos abiertos!
Reflejada en el agua vio
cómo se hinchaba la bolsa que llevaba a su espalda, se agigantaba y luego
reventaba. Los diminutos trozos de oreja cobraron vida, convirtiéndose en zorros
blancos de verdad, que saltaron al suelo y echaron a correr.
El hombre continuó hacia
el iglú ya con muy pocos zorros en la bolsa. Sólo con ayuda de sus vecinos fue
capaz de coger algunos de los que se habían escapado.
Fuente: Maurice Metayer
036 Anónimo (esquimal)
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