Roberto Redgauntlet, o sea Roberto Manopla
Roja, era un laird, es decir, un
señor feudal escocés, que habla guerreado en el siglo XVII durante el reinado
de Carlos II, cuyo favor conquistó por el apoyo que le diera antes de subir al
trono. El laird Roberto era hombre
cruel y violento, y cuando salía de su castillo, acompañado de su séquito y de
sus perros, no había colina, valle ni gruta donde pudieran creerse seguros sus
vasallos sus enemigos, pues a unos y a otros perseguía como si fuesen ciervos.
Por esta razón era odiado y temido, a la vez,
en la comarca. Muchos
aseguraban que había hecho pacto con el diablo y que era invulnerable hasta el
punto de que las balas rebotaban en su cota de búfalo y que las armas blancas
no podían penetrar en su cuerpo. A la yegua que montaba se le atribuían tales
condiciones de resistencia y de ligereza, que, según se decía, aventajaba a las
liebres a la carrera.
Así, pues, los mejores deseos que se
expresaban con respecto a él eran que se lo llevasen los diablos. Sol amente trataba bien a sus arrendadores y también
a sus criados,
Entre los habitantes de la aldea que rodeaba
el castillo, había un tal Steenie Steenson, famoso por su habilidad en tocar la
gaita, de modo que cuantas veces se celebraba algún festín en el castillo era
llamado allí para que amenizase la
fiesta. Y en tales ocasiones era ya sabido que el laird Roberto no sabía prescindir de
él.
El tal Steenie Steenson era hombre de alegre
carácter, que ignoraba en absoluto el arte de economizar. Por esta causa se había
retrasado en el pago de sus alquileres
al laird, por lo
menos en dos anualidades. Salió del paso con respecto a la primera, gracias a
sus buenas palabras y tocando la gaita en algunos de los banquetes que diera su
señor. Pero, al fin, el laird le
advirtió que si no pagaba en un plazo corto las cantidades que debía, sería
desposeído de la casa en que habitaba y tendria que marchar a otra parte.
Steenie comprendió que la cosa iba de veras
y como no deseaba vivir en otro lugar, donde sería desconocido y no podria
gozar del trato de sus amigos, empezó a buscar la manera de pagar su deuda.
Algunos de sus amigos le hicieron pequeños préstamos y, entre todos, pudo
reunir la suma conveniente, que ascendía a mil marcos.
Con el corazón alegre y libre ya de toda
preocupación, Steenie se dirigió al castillo de Manopla Roja, cargado con una pesada
talega y sin temer ya la cólera del laird.
Al llegar al
castillo, se enteró de que sir Roberto acababa de sufrir un ataque de gota, a causa
de la irritación que le ocasionó el hecho de que Steenie no se hubiese
presentado allí antes de las doce. Pero Dougal, que era el criado favorito del laird, opinaba que su irritación se debía no al dinero que el
gaitero había de pagarle, sino porque a su amo le disgustaba no gozar de la
compañía del buen Steenie.
Este fué llevado directamente al gran salón
antiguo del castillo y allí vió al laird sentado en un sillón y con una
de sus piernas muy bien envuelta en vendajes y apoyada en un taburete. A la espalda
del señor vió también un mono bastante grande, que era su favorito y que estaba
dotado de la mayor malignidad que se pudiera imaginar. A veces aquel animal iba
por el castillo gritando como un loco y mordiendo a cuantos hallaba al paso.
Sir Roberto le puso el nombre de Mayor Weir y lo cierto era que nadie en el castillo, a excepción del
amo, tenia la menor simpatía por aquel bicho.
Steenie experimentó cierta inquietud al
observar que la puerta se cerraba a su espalda y que se quedaba a solas con sir
Roberto y Dougal MacCallum, que era el criado principal del señor y, ademas, el
mono, cosa que nunca le había sucedido en cuantas ocasiones visitó el castillo.
Como ya se ha indicado, sir Roberto estaba
sentado, aunque mejor podría decirse tendido en un sillón. Vestía una bata de
terciopelo y uno de sus pies estaba apoyado en un taburete acolchado, En aquel
momento el rostro del laird tenía satánica expresión. El mono, sentado
frente a él, lucía una chaquetilla roja y se había cubierto la cabeza con la
peluca del laird, cuyas muecas de dolor remedaba malignamente.
En la pared estaba colgada la cota de búfalo
del señor del castillo y sobre una mesa, a su alcance, veíase la espada de sir
Roberto y sus pistolas, pues conservaba la antigua costumbre de tener las armas
siempre preparadas y un caballo ensillado de día y de noche.
Sobre la mesa vió Stecnie un libro registro,
con cierres de cobre y entre dos hojas de él había una señal para indicar donde
estaba su cuenta.
Sir Roberto dirigió a su arrendatario una mirada
penetrante y, arrugando el ceño, le preguntó:
‑¿Vienes, acaso, con las manos vacías, hijo
de Belcebú? Si es así, ¡vive Dios que va a pesarte!
Pero Steenie no se asustó. Dió un paso hacia
adelante, puso sobre la mesa la talega que contenla el dinero y el laird, al verlo, preguntó:
‑¿Está ahí toda la suma que me debes,
Steenie?
‑Su señoria podrá convencerse de que está
completa.
‑Dougal ‑dijo el laird‑, dad a Steenie una copa de
aguardiente, mientras yo cuento el dinero y extiendo el recibo.
Pero apenas habían salido los dos hombres de
la habitación, cuando sir Roberto profirió un grito espantoso, que se pudo oír
en todo el castillo. Dougal retrocedió presuroso, seguido de otros criados y
encontraron a su señor gritando como un loco.
Steenie, muy apurado, no sabía si continuar
donde estaba o salir, pero, al fin, se aventuró a volver al salón, donde pudo
entrar sin que nadie advirtiese su presencia. El laird aullaba como una fiera, pidiendo
agua fria para su pie y vino para recobrar el ánimo. Y su boca vomitaba toda
suerte de maldiciones.
Un criado acudió con un cubo de agua, donde
metieron el pie del enfermo, pero ésto apenas sintió la frescura del liquido,
empezó a gritar diciendo que se abrasaba, cosa que quizá era cierta, pues
algunos aseguraron luego que el agua del cubo empezó a hervir como si estuviera
al fuego. Sir Roberto, víctima de
dolor espantoso, arrojó la copa de vino a la cabeza de Dougal, diciendo que, le
había dado sangre, en vez de vino de Borgoña y lo cierto fue, también, que, al
día siguiente, se encontraron algunos coágulos de sangre en la alfombra.
En aquella escena terrible el mono gritaba,
a su vez, como un condenado y cualquiera hubiese podido creer que se burlaba de
sir Roberto.
Asustado, Steenie olvidó el dinero y el
recibo y echó a correr escaleras abajo, pero a medida que se alejaba, oyó cómo
los gritos del laird se
debilitaban por momentos, para terminar, al fin, en un gemido tembloroso. Y a
los pocos instantes circuló por el castillo la noticia de que el laird había muerto.
Una vez le hubo pasado la impresión que le
produjera aquella escena, Steenie se alejó confiado en que Dougal había
presenciado como dejó sobre la mesa la talega llena de monedas de plata y que
también su señor había oído a hablar del recibo.
Dos días más tarde llegó a Edimburgo sir
John hijo de sir Roberto a fin de hacerse cargo de la herencia y poner orden en
los negocios y asuntos de su difunto padre. Nunca estuvo en buena armonía con
él, a causa del mal carácter del laird,
Por eso, cuando aun era muy joven, se dirigió a Edimburgo y estudió la carrera
de leyes.
Dougal MacCallum, después de la muerte de su
amo, se dejó invadir por una tristeza espantosa y empezó a recorrer el castillo
como una sombra, aunque sin olvidar para nada sus deberes y sin dejar de dirigir
el servicio de sus subordinados.
A la noche siguiente de la muerte de su amo,
Dougal se debilitó en extremo, Mas, a pesar de todo, fué el último en acostarse.
Su dormitorio estaba situado frente al de su amo, que allí yacía de cuerpo
presente.
A media noche y cuando la casa estaba silenciosa,
se oyó el sonido del silbato que en vida utilizaba sir Roberto para llamar a
Dougal. Este, sin recordar en aquel momento el hecho de que su amo estaba
muerto y obedeciendo tan sólo a la costumbre, se dirigió al dormitorio de su
amo. Una vez allí vió al mono que se había sentado sobre el ataúd de sir
Roberto y tal impresión le produjo el espectáculo, que cayó allí mismo
inanimado. Y cuando, a la mañana siguiente, lo encontraron los criados de la
casa, observaron que había exhalado el último suspiro.
A partir de entonces y durante varios días, los
criados del castillo creyeron oír en la parte superior del edificio el sonido
del silbato de sir Roberto, cosa que despertó la superstición de todos. Pero
sir John, al enterarse del caso, prohibió que se hablase de él.
El entierro se celebró con la mayor
sencillez posible en aquel caso. Y luego la vida en el castillo tomó el ritmo
que le impuso su nuevo propietario.
El cual, dispuesto a
enterarse del estado de la hacienda, llamó a todos los arrendatarios y les
exigió el pago de sus atrasos. Y cuando Steenie acudió a presencia del nuevo señor, éste le conminó a pagar la cantidad por la cual aparecía en descubierto en el registro.
Steenie le refirió la historia de lo ocurrido y el joven señor, por todo
comentario replicó:
‑Siendo así, supongo que
mi padre os dió el recibo de esta cantidad y que, por consiguiente, Podréis
mostrármelo.
‑Lo cierto es -contestó Steenie -que no tuve
tiempo de recogerlo, porque en cuanto hube dejado sobre la mesita la talega que
contenía el dinero, vuestro padre, el laird, se vió acometido de
terribles dolores y ya no tuvo ocasión de extender el documento.
‑Realmente ‑contestó sir John -es un caso
extraordinario. Pero, en fin, confío en que, al menos, pagasteis en presencia
de algún testigo. Yo sólo pido una prueba, por ligera que sea, pues no quiero
mostrarme riguroso ni exigente con un hombre pobre.
‑En aquel momento -contestó Steenie -hallábase
en compañía del laird su criado
favorito, Dougal MacCallum, pero ya sabéis que el pobre hombre ha muerto,
‑Realmente, no estáis de suerte, amigo
Steenie -contestó sir John‑. No podéis presentarme ningún testigo de vuestro
pago. ¿Cómo puedo creerlo?
‑Sólo puedo decir ‑replicó Steenie ‑que
tengo nota de las monedas que había en la talega. Por cierto que
ese dinero me ha sido prestado por varios amigos y todos ellos podrán jurar la
verdad de lo que digo.
‑Yo no dudo ‑contestó sir John ‑que hayáis
pedido prestado ese dinero, pero necesito alquna prueba de que hicisteis el
pago a mi padre.
En vista de eso, sir John llamó a todos los
criados de la casa, y les preguntó si estaban enterados del pago que Steenie
aseguraba haber llevado a cabo. Pero todos contestaron negativamente, porque
ninguno de ellos estaba enterado del caso.
La situación era, pues muy desagradable para
Steenie y no sabía cómo salir de ella, de modo que, tras de despedirse con temblorosas palabras, de su señor, salió del
castillo en extremo preocupado y triste, porque no hallaba el remedio de
aquella situación tan molesta.
La noche era obscura.
Steenie montó en su caballo, pero estaba tan disgustado y triste, que dejó al
animal en libertad de tomar el camino que quisiera.
Cuando apenas había recorrido cosa de
quinientos metros, el animal, fatigado o hambriento, dió tales señales de
debilidad, que su jinete dudó de que pudiera sostenerlo en la silla. Y en aquel preciso
instante, se presentó un jinete que parecía haber surgido de la tierra.
‑Muy debilitado está ese caballo, amigo ‑dijo
el desconocido‑. Pero, si queréis, os lo compraré.
Mientras decía estas palabras, tocó el cuello
del animal con el mango de su fusta y el caballo pareció recobrar
milagrosamente su vigor.
‑Aunque de momento se haya reanimado ‑observó
el desconocido‑ pronto volverá a perder las fuerzas.
Steenie apenas
prestó atención a estas palabras y, espoleando su caballo, dio las buenas
noches y trató de pasar de largo.
Pero el desconocido estaba, sin duda,
deseoso de continuar la conversación, porque, siguiendo de cerca a Steenie, le
dirigió nuevamente la palabra.
‑Decidme, de una vez, qué se os ofrece -replicó
este último, dirigiéndose al desconocido‑. Si sois un ladrón, debo advertiros que
no llevo conmigo ni una sola moneda. Y sí sois una buena persona que quiere
compañía, sabed que no tengo humor de hablar. Y sí necesitarais un guía por
desconocer el camino, yo me encuentro en el mismo caso.
‑Decidme cuáles son los motivos de vuestra
preocupación, porque tal vez pueda consolaros y aun ayudaros ‑dijo el otro.
Steenie que, realmente, deseaba desahogar su
pena, contán-dosela a otro, refirió al desconocido la historia de lo que le
habla sucedido.
‑Mal asunto es ése ‑observó aquel jinete‑.
Pero creo qué podré ayudaros.
-Si pudierais prestarme esa suma, caballero,
concediéndome un largo plazo para su devolución ‑dijo Steenie‑, quizá
consiguiera salir de la situación en que me hallo.
‑Yo podría prestaros esa cantidad ‑contestó
el otro‑, pero tal vez no aceptarais mis condiciones. Sin embargo, puedo
deciros una cosa interesante y es que vuestro laird está inquieto en su
tumba por las maldiciones que le dirigís. Y sé, también, que si tuvieseis el
valor necesario para ir a verlo, os daría el recibo que es falta.
Erizáronse los cabellos de Steenie al oír
tal proposición. Pero en seguida creyó que el desconocido le hablaba en broma o
que, tal vez, quería asustarlo un poco, antes de prestarle aquella cantidad.
Sonrió el desconocido y ambos continuaron el
camino a través del bosque. De repente, el caballo de Steenie se detuvo a la
puerta de un castillo y si el jinete no supiera que el del laird Roberto se
hallaba a diez millas de distancia, hubiese jurado que era el mismo.
Los dos jinetes penetraron en el patio
interior y Steenie observó que la fachada principal aparecia con las ventanas
iluminadas; había algunos individuos que tocaban instrumentos músicos, de
cuerda, y otros bailaban como era costumbre ver en algunos días señalados en el
castillo de sir Roberto.
Apeáronse Steenie y su compañero y el
primero arrendó su caballo a una anilla que le pareció la misma utilizada por él
aquella mañana.
‑¡Dios mio! ‑murmuró para sí‑. ¿No habrá
sido un sueño la muerte de sir Roberto?
Siguiendo las indicaciones de su compañero,
Steenie llamó a la puerta, que abrió casi en el acto su conocido Dougal
MacCallum.
‑¡Hola, gaitero Steenie! ¿Otra vez por aquí?
Sir Roberto ha preguntado muchas veces por vos.
Steenie creyó soñar. Volvió los ojos en
busca de su compañero, pero observó que había desaparecido. Por fin hizo un
esfuerzo y contestó:
‑iAh, Dougal! ¿Estáis vivo? Yo me figuraba
que habíais muerto.
‑No os ocupéis de mí, sino de vos mismo ‑contestó
Dougal‑. Y ahora voy a aconsejaros una cosa: no habléis a nadie de los demás.
Limitaos a pedir el recibo que necesitáis.
Dichas estas palabras, Dougal condujo a
Steenie a través de varios salones, y a lo largo de algunos corredores, hasta
llegar, por fin, a la sala con arrimaderos de roble, donde se oían escandalosas
canciones, improperios, choque de vasos y animadas conversaciones, como en los
buenos tiempos de sir Roberto.
Este último estaba sentado en la sala, entre
sus amigachos y, al ver a Steenie, con voz de trueno le ordenó que se acercara.
El laird tenía las piernas apoyadas
en una banqueta y muy bien envueltas con trapos de franela. A su lado se veían
las pistolas y, apoyada en la silla, su gran espada, es decir, que todos
aquellos detalles eran los acostumbrados. A su lado se hallaba, también, el
almohadón destinado al mono, pero aquel maligno bicho no estaba allí.
‑¿No ha venido aún el Mayor? ‑preguntó sir Roberto al observar que se acercaba Steenie.
-El mono
estará aquí antes de amanecer- contestó uno de los comensales.
Al aproximarse Steenie, sir Roberto o su
fantasma gritó:
-¡Vamos, gaitero! ¿Has arreglado ya el
asunto del pago del alquiler?
Steenie, haciendo un esfuerzo por contestar,
replicó:
-El laird
John no quiere dar por terminado el asunto, sin ver antes el recibo de Vuestra
Señoría.
‑Pues te lo daré ‑contestó sir Roberto ‑siempre
y cuando, antes, toques un poco la gaita.
-No la he traído conmigo -contestó Steenie.
-Tú, MacCallum, hijo de Satanás ‑gritó sir
Roberto‑. Trae la gaita que tengo guardada para Steenie.
El criado obedeció y, a los pocos momentos,
regresó con la gaita, que ofreció a Steenie. Este observó que el instrumento
era de acero y que estaba al rojo blanco, de modo que se abstuvo de tocarlo
siquiera y se excusó diciendo que estaba muy fatigado y no podría siquiera
hinchar de aire el odre de la gaita.
‑Bien, como quieras ‑contestó sir Roberto‑.
Y ahora acércate. Come y bebe cuanto quieras, porque aquí apenas hacemos otra
cosa. Además, no conviene hablar con el estómago vacío.
Pero Steenie, que no se fiaba de las amables
invitaciones de su señor, se guardó muy bien de aceptar. Contestó que no había
ido alli para comer ni beber y menos para tocar la gaita, sino con el único
objeto de averiguar donde estaba el dinero que había pagado y obtener el recibo
que acreditase la entrega de aquella suma.
Luego, Steenie, animándose hasta un punto
que a él misrno le asombró, atrevióse a dirigir cargos a sir Roberto, por no
haber cumplido con su deber y aun le aseguró que no gozaría de paz ni reposo
mientras no aliviase su conciencia.
El fantasma sonrió rechinando los dientes, y
luego, sacando una cartera de su bolsillo, extrajo de ella el recibo que
entregó a Steenie.
‑Ahi tienes el documento que pides ‑dijo‑.
En cuanto al dinero, mi hijo puede buscarlo, si quiere, en la Cuna del Gato.
Steenie dio las gracias y se disponía a retirarse,
cuando sir Roberto le gritó:
‑¡Espera, idiota! Aun no he terminado
contigo. Aqui no se da nada sin la justa correspondencia. Es preciso que dentro
de un año, a contar del día de hoy, vuelvas para ofrecer tus respetos a tu amo,
en agradecimiento de la protección que te dispenso.
‑Cumpliré con la voluntad de Dios y no con
la vuestra ‑se atrevió a contestar entonces Steenie.
Apenas hubo pronunciado estas palabras,
cuando desapareció todo y se vio sumido en la obscuridad. Luego
sufrió una sacudida y se cayó al suelo sin sentido.
Al recobrarlo, no habría podido decir dónde
se hallaba, ni cuanto tiempo llevaba allí. Pudo ver que estaba en el cementerio
contiguo a una iglesia y ante la puerta del panteón de la familia de Manopla
Roja, fácil de reconocer, gracias al escudo de sir Roberto esculpido sobre
el dintel de la puerta.
Una espesa niebla le ocultaba casi todo cuanto lo rodeaba,
pero pudo ver que su caballo pacía tranquilamente la hierba, al lado de las dos
vacas del cura.
Tentado estuvo de creer que todo aquello
había sido un sueño, pero pronto se convenció de lo contrario, pues tenía en la
mano su recibo escrito y firmado de puño y letra de sir Roberto, aunque las
últimas letras de la firma estaban algo borrosas, como trazadas por un hombre a
quien, de repente, le hubiese atacado un dolor repentino.
Con el ánimo perturbado, Steenie se alejó de
aquel lugar y se dirigió al castillo de Manopla roja, donde, no sin
hallar algunas dificultades, fué recibido por el joven laird.
‑¿Otra vez aquí? ‑preguntó sir John con
acento de enojo-. ¿Traéis el dinero?
‑No, señor. Lo que traigo, contestó Steenie ‑es
el recibo de sir Roberto.
‑¡Voto al diablo! ‑exclamó el joven laird?‑.
¿Cómo se entiende eso? ¿El recibo de mi padre? ¿No me dijisteis que no os
lo había dado?
‑Tal vez Vuestra Señoria me hará el favor de
ver si este documento está al corriente. Sir John leyó aquel papel, con la
mayor atención y, por último, se fijó en la fecha, detalle que había pasado por
alto a Steenie.
"En el lugar de mi
destino" ‑leyó‑ “el
25 de noviembre del año...”
‑¿Cómo? ‑exclamó sir John‑. Eso fué ayer.
¡Tunante! Para obtener ese recibo, habría sido necesario ir al infierno.
‑Sol amente
sé que me lo entregó vuestro señor padre -contestó Steenie ‑e ignoro si se
halla en el cielo o en el infierno.
‑Pues voy a denunciaros al Consejo Privado,
como estafador ‑replicó el joven laird ‑y luego os enviaré al infierno,
para que os reunáis con vuestro amo.
‑Yo mismo me denunciaré al Presbiterio ‑contestó
Steenie ‑para dar cuenta de lo que vi anoche, porque allí podrán juzgar el
asunto mucho mejor que un ignorante como soy yo.
Sir John se quedó pensativo. Al parecer, se
había serenado un tanto. Luego quiso conocer detalladamente la aventura de
Steenie y éste se la refirió punto por punto,
‑Esa historia ‑dijo, al fin, el joven laird, ‑interesa al honor de muchas nobles
familias, aparte de la mia, lo cual es, para vos, un peligro tan grave, que lo
menos que puede sucederos es que os taladren la lengua con un hierro al rojo.
Sin embargo, cuanto acabáis de contarme podría ser cierto y si encontrásemos el
dinero, no sabré qué pensar acerca del particular. ¿Dónde está esa Cuna del Gato? Ignoro por completo dónde
puede hallarse.
Steenie aconsejó preguntar a alguno de los
viejos servidores del castillo y el laird
llamó al más viejo de ellos, para índagar el asunto. El criado contestó que
había en el castillo una torrecilla ruinosa, adonde nadie iba hacía largo tiempo
y que se llamaba la Cuna del Gato. Añadió
que sólo era posible entrar por la parte exterior, puesto que la escalera que
conducía allí estaba derruida desde muchos años atrás.
Sir John decidió ir inmediatamente allá.
Tomó una pistola, le dirigió al lugar indicado y ordenó a sus criados que
aplicaran una escalera de mano a la torrecilla.
Sin vacilar un instante, subió por la escalera
penetró en la torre y, al hacerlo, algo saltó hacia él, rozándole el rostro.
Sir John disparó su pistola y Steenie y el criado que subían tarabién por la
escalera de mano, oyeron un grito.
Un momento después el joven laird arrojó al exterior el cadaver del
mono. Luego se asomó y dijo a Steenie que acababa de descubrir la talega llena
de monedas de plata.
Encontráronse también en aquel lugar muchas cosas
que sucesivamente, se habían echado de menos. Luego sir John bajó y volviendo con
Steenie al comedor, le ofreció excusas por el trato de que le había hecho objeto.
-Y ahora, Steenie –añadio el joven laird– aunque nuestra visión favorece, en
cierto modo, el buen nombre de mi padre, conmo hombre honrado, puesto que aún
después de su muerte ha querido hacer hacer justicia a un pobre como vos,
conviene que guardéis silencio acerca de ello. En cuanto a ese recibo, me
parece un documento muy extraño y creo que sería mejor arrojarlo al fuego.
‑Desde luego será extraño ‑contestó Steenie‑,
pero justifica el pago de mis alquileres.
Sir John extendió inmediatamente otro recibo
y, además, ofreció a Steenie rebajarle el precio del alquiler, a cambio de su
silencio.
‑No hablaré con nadie de este asunto -contestó
Steenie, a excepción de que deseo confesarme con un sacerdote, pues no me
gusta que vuestro padre me ordenara acudir nuevamente a su presencia dentro de
un año.
‑Si tanto os inquieta eso, hablad con
nuestro párroco -contestó sir John‑. Es una excelente: persona, que se
interesa por el honor de nuestra familia y es posible que encuentre una
solución.
Pronunciadas estas palabras, sir John arrojó
el recibo al fuego, pero, por más que hizo, el papel no se quemó, sino que voló
lejos de la chimenea, dejando en su camino un rastro de chispas y produciendo
un leve silbido.
Steenie se dirigió a casa del párroco y le
refirió la historia de lo que había sucedido o de lo que creyó ver y oír. El
sacerdote, después de escucharlo atentamente, le dijo que si bien Steenie se
había comprometido en un asunto
muy peligroso, como rehusó el ofrecimiento del diablo con respecto a comer y beber, y se llegó, además a rendirle
homenaje, era evidente que Satanás no podría aprovecharse de lo ocurrido ni
obligarlo a cosa alguna. Steenie resolvió no volver a tocar la gaita y no
probar el aguardiente hasta que hubiese transcurrido el año, pero luego, si bien ya no
bebió más, se dedicó, de nuevo, a tocar su instrumento favorito.
Sir John y su
arrendatario
fueron, desde entonces, muy buenos amigos y Steenie no tuvo de él ninguna queja
y siempre le manifestó su agra-decimiento por el trato de que lo hacía objeto.
035. Anónimo (escocia)
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