Hubo un hombre que tenía
un pájaro domesticado, muy parecido a un estornino, y el animal era tan
inteligente que su dueño pudo enseñarle a hablar.
En cuanto el pájaro hubo
aprendido tal habilidad, su dueño empezó a recorrer el país con objeto de
mostrarlo en todas partes a cambio de dinero, y así los dos llevaron una vida
muy agradable y fácil, pues en todo, los pueblos despertaba la mayor admiración
la habilidad del pajarillo y su amo apenas podía llevar las cuerdas de monedas
que ganaba.
Así continuó la cosa
durante varios años hasta que, en cierta ocasión, cuando ambos se hallaban
lejos de su casa, el amo se vió un día sin dinero y sin medios de regresar a su
propio pueblo, porque gastaba mucho sin pensar en el día de mañana. Estaba el
buen hombre muy perplejo acerca de lo que podría hacer, cuando el pájaro le
dijo:
-Oye, ¿por qué no me
vendes? Procura introducirme en el palacio del príncipe. El me comprará por una
buena suma y así tendrás lo suficiente para volver a tu casa.
-No puedo hacer eso, mi
querido pájaro le contestó su dueño-. No podría separarme de ti. Eso me
causaría demasiada pena.
-No te importe -le
contestó el pájaro-. No por eso me perderás. Espérame a cierta distancia del
pueblo y debajo de aquel árbol tan grande donde nos detuvimos el otro día.
El hombre aceptó el
consejo y, llevando al pajarillo sobre su mano, empezó a charlar con él
mientras caminaba hacia el palacio.
Un criado se dio cuenta
de aquella maravilla y, en el acto, se apresuró a comunicarla al príncipe.
Este, deseoso de ser testigo de aquel caso raro, ordenó que introdujesen
inmediatamente al hombre y al pájaro y una vez los tuvo en su presencia y se
hubo convencido de que, realmente, el pájaro hablaba tan bien como una persona
y aún con mayor gracia y agudeza, manifestó deseo de comprarlo.
Pero su dueño le contestó
que ambos estaban ya acostumbrados a vivir juntos y que ninguno de los dos
podría soportar la pena de una separación.
Entonces el príncipe se
volvió al pájaro y le preguntó:
-¿Te gustaría vivir aquí?
-¡Oh, mucho, señor! -contestó el pajarillo-. Pagad a mi amo diez libras de plata por mí, pero no le
deis más.
Contentísimo quedó el
príncipe al oír aquellas palabras y, en el acto, indicó a un criado que se
pagase al dueño del pájaro la suma indicada por éste.
Aquel hombre recibió las
diez libras de plata muy bien pesadas y se alejó, gruñendo contra su mala
suerte.
Mientras tanto el
príncipe empeñó una larga conversación con el pájaro y luego ordenó a uno de
sus criados que fuese en busca de un poco de carne para darle de comer. En
cuanto el pajarillo hubo satisfecho su apetito, dijo:
-Si me lo permitiese
Vuestra Alteza, quisiera bañarme.
El príncipe no tuvo en
ello ningún inconveniente y ordenó a sus servidores que trajesen un cuenco de
oro lleno de agua. Luego abrió la jaula para que saliera el pájaro y éste,
metiéndose en el cuenco, chapoteó en el agua. En cuanto hubo terminado,
emprendió el vuelo y fue a refugiarse en el alero del tejado de palacio. Allí
se sacudió y se alisó las plumas y, al mismo tiempo, hablaba al príncipe. Pero
cuando estuvo perfectamente limpio, exclamó:
-¡Adiós!, Alteza, me
marcho.
Y, un momento después, se
perdió de vista.
El príncipe se enojó
extraordinariamente y, en el acto, dio órdenes para que buscaran al antiguo
dueño del pájaro y lo llevaran a su presencia, pero fue en vano cuanto se hizo,
porque aquel individuo había desaparecido.
No obstante, algún tiempo
después, algunos lo vieron llevando nuevamente al pájaro en su compañía y, en
efecto, eso era cierto, porque el ave se reunió, según había convenido con su
dueño primitivo, y ambos, en extremo satisfechos y sin arrepentirse de su
fechoría, regresaron a su propio pueblo y a su casa.
026. Anónimo (corea)
No hay comentarios:
Publicar un comentario