En cierta ocasión hubo un rey muy poderoso, cuyo
corazón estaba sumido en tristeza profunda, a causa de no haber logrado tener
ningún hijo. Sin cesar rogaba a los dioses que accediesen a su deseo, y tantas
muestras dió de su piedad, de su bondad y de su sumisión a la voluntad divina,
que los habitantes del Cielo decretaron que debía ser complacido.
De este modo la reina dio a luz a un hermoso niño, y
cuando las Hathors llegaron para decidir acerca de su destino, dijeron:
‑Este príncipe está condenado a morir a causa de un
cocodrilo, de una serpiente o de un perro.
Los que en aquel momento rodeaban la cuna del joven
príncipe, se apresuraron a presentarse al rey con objeto de comunicarle lo que
acababa de ocurrir, y, como es natural, aquella noticia sumió en profunda pena
Y en grandes temores al monarca, que ya se veía amenazado por la pérdida de un
hijo querido, casi en el mismo momento de haberlo obtenido,
Sin embargo, después de maduras reflexionos, dijose
que tal vez su industria pudiese anular o retardar considerablemente la divina
sentencia. Consultó con sus consejeros acerca del particular y, después de
maduro examen, decidieron hacer construir un palacio en lo alto de las
montañas, amueblarlo ricamente y dotarlo de cuanto se pudiera desear, con
objeto de evitar la necesidad de que el príncipe tuviera que ser enviado al
extranjero.
En hacer los preparativos se tardó algún tiempo y,
mientras tanto, dióse en palacio la orden de vigilar con un cuidado exquisito a
fin de que el príncipe niño no se viese amenazado por ninguno de los peligros
profetizados. Y cuando, por último, quedó construído, amueblado y provisto el
palacio destinado al príncipe, en la cima de una elevada montaña, por otra
parte muy alejada de toda corriente de agua, se realizó el traslado del regio infante a su nueva morada,
tomando para ello todas las precauciones que parecieron aconsejables.
El palacio quedó habitado por el príncipe, sus
nodrizas, ayas, criados y guardianes. Habíase rodeado el edificio de una
altísima muralla que ningún reptil ni perro alguno habrían podido franquear y,
además, se ejercía en todas ocasiones la más exquisita vigilancia, para evitar
la posibilidad de que, en un momento de descuido, penetrase en la principesca
mansión alguno de los enemigos del hijo del rey.
El muchacho creció y se desarrolló en aquel
magnífico palacio, cuidado y guardado celosamente por todos sus servidores,
pero ignorando la razón de su encierro y los peligros que le amenazaban.
Cierto día y cuando ya había llegado a la
adolescencia, salió a una de las azoteas del palacio y desde allí y a gran
distancia, vio a un hombre seguido por un perro. Aquel extraño animal, que el
príncipe desconocía por completo, fue causa de que éste se volviese hacia su
ayo, preguntando:
‑¿Qué es eso que sigue al hombre que va por el
camino?
El muchacho recibió la respuesta de que se trataba
de un perro, y tanto se encaprichó por poseer uno, que se apresuró a pedirlo, a
sus ayos y a hacerlo pedir al rey su padre. Sin embargo, nadie quiso satisfacer
aquel deseo, mas fué tanta la tristeza del príncipe y de tal manera temían
todos que una grave enfermedad se apoderase de él, que, por fin, el monarca
resolvió acceder. Para ello mandó hacer las indagaciones necesarias y buscó un
perrillo que casi acababa de nacer y procedente de unos padres mansos a más no
poder. Acabó por hallar lo que buscaba y mandó el cachorro al castillo donde
vivia su hijo, recomendando, por otra parte, que no se perdiese de vista, ni de
día ni de noche, al animal, con objeto de que en ningún momento pudiese ser la
causa de la muerte de su joven dueño.
Tan bien se cumplieron estas órdenes del monarca,
que no hubo que lamentar cosa alguna acerca del particular. El muchacho siguió
viviendo tranquilo y feliz en el castillo, cada día más aficionado a su fiel
perro. Por fin, llegó a la edad varonil, y entonces su padre ordenó a los ayos
comunicar al príncipe la profecía de las Hathors, con objeto de que, por sí
mismo, pudiese guardarse en un caso de peligro.
El joven oyó, muy extrañado, aquella profecía; pero
luego, impulsado por el ardor propio de su edad y por el deseo de ver mundo, se
apresuró a enviar un mensaje a su padre quejándose de vivir prisionero y
rogándole que, a pesar de haber sido condenado por el Destino, a una muerte más
o menos temprana, él quería vivir y gozar de la libertad, puesto que, por otra
parte, nada ni nadie sería capaz de oponerse a la voluntad de los dioses.
Tan prudentes palabras y, aquellas razones de llenas
de lógica, convencieron al monarca de que debía acceder a los deseos de su
hijo. Por consiguiente, dió la orden de que se le dejara en libertad, para que,
en adelante, el príncipe pudiera vivir a su antojo. Diéronle armas y se le
concedió el permiso de que su perro le acompañase. Sus ayos le llevaron hacia
el este del país y, una vez allí, le dijeron:
‑Te dejamos en libertad de ir adonde prefieras, pero
ten cuidado y recuerda siempre los peligros que te amenazan.
El joven tomó el camino del norte, seguido por su perro, aunque solamente se dejaba guiar por
sus impulsos momentáneos. Vivía del producto de su caza por el desierto, y así
continuó algún tiempo hasta, que, sin haberselo propuesto, llegó a presencia de
un gran jefe, llamado Nahairana, quien solamente tenía a una hija, para la
cual había construido una casa altísima, de 70 codos [1]
de altura y provista de otras tantas ventanas desde la planta baja.
Dió la casualidad de que cuando el príncipe llegó a
la corte de aquel jefe, éste habla hecho llamar a todos los hijos de los jefes
de Khalu, para decirles:
‑El que sea capaz de subir por la fachada de la casa
y llegar hasta la ventana de la habitación que ocupa mi hija, la obtendrá en
matrimonio.
Como ya hemos dicho, llegó el príncipe en aquella
oportunidad y los servidores del jefe de Nahairana le hicieron entrar en el
palacio y, por orden de su señor, lo trataron con la mayor bondad, tributándole
los más grandes honores.
A la hora de la comida le preguntaron de donde
procedía, y el joven, que deseaba ocultar su verdadera personalidad, les
contestó:
‑Vengo de Egipto y soy hijo de un oficial de aquella
tierra. Mi madre murió hace tiempo y mi padre se ha casado con otra mujer,
quien, en cuanto dió otro hijo a mi padre, empezó a odiarme. Por esta razón me
vi obligado a abandonar mi casa y llevar una vida errante para huir de mi
madrastra.
Estas palabras, así como también su bella presencia,
le conquistaron el afecto de todos, que se apresuraron a tributarle su amistad
abrazándole cariñosamente.
Al día siguiente el príncipe se enteró del original
concurso dispuesto por su huésped y vió a los jóvenes que se disponian a
encaramarse por la fachada de la casa en que se alojaba la princesa, con objeto
de conquistar su mano. Movido por su valor y por el deseo de distinguirse,
decidió tomar parte en aquella demostración de fuerza y habilidad. Y si al
principio solamente se propuso alcanzar la ventana de la princesa por el honor
de ser el primero entre los demás muchachos de su edad, en cuanto hubo visto
desde lejos el hechicero rostro de la joven, se sintió enamorado de ella y se
decidió, más aún, a intentar la difícil empresa.
Cuando llegó su vez, después de haber presenciado el
fracaso de los más audaces, empezó a subir por la fachada del edificio,
apoyando las manos y los pies en los antepechos de las ventanas y en todos los
salientes de la construcción, y, al cabo de esfuerzos extraordinarios y de
verse obligado varias veces a vencer los vahídos que le causaba la altura a que
se hallaba, logró alcanzar la ventana de la hermosa joven.
Esta, que había contemplado su ascenso con mayor
interés que el de sus competidores, dió un grito de júbilo al observar que
había logrado llegar a la ventana de su habitación y, entusiasmada por aquella
proeza, así como, también, alegre al pensar en la posibilidad de casarse con
aquel hermoso joven, se apresuró a sostenerlo con sus brazos y a darle un beso
en prenda de amor y de sumísión.
Luego, figurándose proporcionar una alegría a su
padre, se apresuró a mandarle un mensajero diciéndole:
"Uno de los jóvenes competidores ha conseguido
llegar a la ventana de la habitación de tu
hija”.
El jefe se asombró en extremo al oír aquella
noticia, porque no creía que alguien fuese capaz de llevar a cabo la empresa, y luego se preguntó cuál,
de entre los hijos de los jefes que había convocado, logró el triunfo, pero el
mensajero le contestó que ninguno de ellos habla sido el victorioso, sino el
fugitivo de Egipto, que llegara el dia anterior.
Tal noticia hizo encolerizar a Nahairana, y juró que
su hija no podía estar destinada a un fugitivo de Egipto. Maldijo a éste y,
airado, añadió:
‑¡Que se, vuelva al país de donde procede!
Uno de los servidores del jefe, que simpatizaba con
el joven, se apresuró a avisarlo. El hijo del rey de Egipto se hallaba aún en
la habitación de su amada y se disponía a cumplir la orden de Nahairana, pero
la princesa no consintió que se ausentara. E incluso juró por los dioses,
diciendo:
‑Juro por el mismo Ra Harhkhti, que si lo alejan de
mí ya no volveré a comer ni beber cosa alguna, de modo que pereceré de hambre
y de sed.
El mensajero se apresuró a comunicar a su padre el
juramento que acababa de hacer la joven y en cuanto Nahairana hubo oído tal
cosa, juró, a su vez, que haría matar al muchacho mientras continuara en su
palacio.
Pero, sin duda alguna, la princesa debió adivinar
los propósitos de su padre, porque hizo otro juramento, diciendo:
‑Por el gran dios Ra, en caso de que mi amado muera
asesinado, juro que moriré yo, a mi vez, antes de que se ponga el sol. Y si me
separan de él, no podré seguir viviendo.
Tales palabras fueron transmitidas también a su
padre. Este comprendió la inutilidad de seguir oponiéndose al deseo de su hija
y, por otra parte, se convenció igualmente de la conveniencia de cumplir su
promesa. Por esta razón ordenó que los dos jóvenes se presentasen ante él y, en
efecto, poco después lo hicieron. De momento, el príncipe de Egipto, sintió
cierto temor, pero el jefe Nahairana le abrazó con el mayor afecto y cariño,
diciéndole:
‑Conviene que ahora me digas quién eres, porque te
considero ya como hijo mío.
‑Procedo de Egipto -contestó el principe‑. Soy hijo
de un oficial de aquel país. Murió mi madre y mi padre se volvió a casar. En
cuanto mi madrastra tuvo un hijo, empezó a odiarme, de manera que me vi
obligado a huir para llevar una vida errante y con objeto de evitar los malos
tratos de mí madrastra.
El jefe le concedió entonces a su hija por esposa.
Dióle, además, una casa y esclavos así como tierras y ganado, y le hizo toda
suerte de ricos presentes.
Transcurrió algún tiempo, durante el cual los nuevos
esposos vivieron felizmente. Un día el príncipe comunicó a su esposa el destino
a que estaba condenado y acabó diciéndole:
‑Ya ves, pues, que estoy condenado a uno de los tres
modos de muerte que pueden acarrearme un perro, un cocodrilo o una serpiente.
La joven esposa se quedó anonadada y llena de temor
al oír tal revelación. Permaneció unos instantes en silencio y luego, al fin,
dijo:
‑Siendo así, lo primero que debemos hacer es dar
muerte al perro que posees.
‑No puedo consentir tal cosa ‑contestó el príncipe-
porque ese perro me ha acompañado siempre, desde que apenas era más que un
cachorrillo, y en todas ocasiones me ha demostrado un cariño y una fidelidad
extremados.
Terminó por entonces aquella conversación. Pasó
algún tiempo más y llegó un momento en que el príncipe de Egipto deseó volver a
su patria. Comunicó este intento a su esposa, pero como ella temiese los
peligros a que podía exponerse, trató de disuadirlo. Más, por último, en vista
de que no lo conseguía, decidió complacerle y vigilar por la seguridad de su
amado esposo.
Emprendieron, pues, el viaje a caballo y cierto día
llegaron a una ciudad situada a orillas del Nilo. En la población vivía un
hombre grande y poderoso, que había encadenado al cocodrilo que moraba en el
río, con objeto de impedir que pudiese fugarse y causar daños entre los
hombres. Y en cuanto el enorme saurio estuvo atado, aquel hombre poderoso se
tranquilizó y, ya libre de cuidados, pudo salir a pasear por la comarca y
entregarse al placer de la caza.
Todos los días, al salir el Sol ,
aquel hombre poderoso regresaba a su casa, después de haber efectuado una larga
excursión y así continuó por espacio de dos meses.
Transcurrido este plazo llegó un día el príncipe de
Egipto con su esposa y pidió hospitalidad en casa de aquel magnate, donde se la
concedieron con la mayor amabilidad. Destinaron unas ricas habitaciones al
príncipe y a su esposa, y como el propietario permanecía casi siempre ausente,
apenas tuvieron ocasión de conocerle.
El joven matrimonio pasaba los diás entretenido en
diversas ocupaciones y placeres, y en cuanto anochecía cenaba y se retiraba al
dormitorio, para entregarse al descanso. El príncipe se dormía en cuanto
apoyaba la cabeza en la almohada, pero su esposa, más vigilante y recelosa de
los peligros que pudiese correr su marido, permanecía despierta y nunca
olvidaba la precaución de llenar un cuenco de leche, dejándolo en el suelo,
para el caso de que, cuando menos lo esperase, pudiera penetrar una serpiente
en la estancia.
Pocos días después de su llegada a la rica mansión
realizáronse los temores de la joven, porque un agujero que nadie había visto y
que comunicaba con el exterior, penetró una serpiente, sin duda con el
propósito de morder al dormido joven; pero, corno ya hemos dicho, su esposa se
hallaba a su lado, despierta y vigilante. Esta circunstancia y la de encontrar
a su alcance el cuenco de leche, movieron a la serpiente a dejar en paz al
hombre, para deleitarse ingiriendo el líquido que tanto apetecía y que le embriagaba.
Empezó, pues, a beber con tanto deleite que no dejó una sola gota de
leche en el cuenco y poco después se quedó dormida e incapaz de hacer un solo
movimiento.
Entonces la joven esposa creyó llegado el momento
favorable, y tomando un puñal de su marido, se apresuró a dar muerte al ofidio.
El ruido que produjo con ello despertó al joven,
quien, al darse cuenta de lo ocurrido, se quedó asombrado a más no poder.
‑Mira ‑le dijo su esposa‑. Los dioses han puesto en
mis manos uno de los destinos que te amenazaban y ya ves cómo lo he destruído.
Con toda seguridad podré hacer lo mismo con los otros dos.
El joven príncipe hizo entonces algunos sacrificios
a sus dioses y en adelante no se olvidó nunca de cantar sus alabanzas.
Transcurrió algún tiempo más y cierto dio el joven
atravesaba un campo seguido por su perro. El animal empezó a perseguir algunas
piezas de caza y el príncipe iba tras del perro. Este se arrojó por último al
río y su amo, sin pensarlo dos veces y sin pararse a considerar la imprudencia
de su conducta, se sumergió también en la mansa corriente.
Mas apenas había dado algunos pasos para vadear el
río, vió, de pronto, que un enorme cocodrilo se interponía entre él y la orilla. Abriendo
la boca el saurio se apoderó del príncipe para llevarlo a lo más profundo de la corriente. Pero
antes le dijo:
‑Mírame bien, porque soy tu destino, decretado ya
por los dioses...
(El pápiro
está de tal manera mutilado al llegar a este pasaje de la historia, que, con
toda probabilidad, no sabremos nunca lo que le ocurrió al príncipe. ¿Lo devoró
al fin el cocodrilo? ¿O bien su fiel perro le obligó a aventurarse en otro
peligro más grave todavía? El lector queda en libertad de terminar la historia
a su gusto.)
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