Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Ahmed de fruitera

Si Ahmed (por seguir, de algún modo, la costumbre, va­mos a llamar así a aquel joven esclavo moro de un señor de Eivissa) no hubiera sido tan retozón ni tan travieso, a buen seguro no existiría hoy su leyenda.
Un día, el amo le envió a las casas de Fruitera, cerca de Santa Gertrudis, a por una jarra de aceite. Ahmed tomó al burro del ronzal, llegó a la possessió, le llenaron la jarra y se dispuso a cargarla de nuevo sobre el jumento. El muchacho no paraba de gastar bromas al mayoral y, entre juegos y ri­sas, el cántaro se hizo añicos contra el suelo y del aceite, por supuesto, no se salvó ni una gota.
Aquí se terminó de golpe la alegría del morito. La paliza que le esperaba, a su regreso a la ciudad, era más que segura y no veía la forma de hacer creer al amo que aquel estropicio había sido fortuito. Su fama, bien lo sabía Ahmed, no le fa­vorecería en nada a la hora de las explicaciones. Frente a aquel panorama, el muchacho hizo lo normal en aquel mo­mento: sentarse en el suelo y echarse a llorar desconsola­damente, sorbiéndose los mocos y las lágrimas, ante la pasi­vidad del borrico y la mirada compasiva de los payeses.
Tanta convicción debió poner Ahmed en su llanto, que consiguió tocar la fibra sensible del payés. El hombre tomó una jarra de las suyas, la llenó del aceite de su propia despen­sa y la aseguró, él mismo, en las albardas del burro. Ahmed no daba crédito a lo que estaba viendo. Ya no había por qué temer a los bastonazos del amo ni tendría que darle explica­ciones porque los cántaros eran idénticos y nadie sería capaz de notar la diferencia.
Se echó al cuello del viejo payés, le estampó un sonoro beso y le musitó una promesa al oído. El hombre sonrió y, dando paternales cabezadas, miró partir al muchacho por el camino de tierra, hasta que desapareció, tras un recodo.
No pasó mucho tiempo antes de que Ahmed volviera, de nuevo, a Fruitera. Era una noche cerrada, particularmente silenciosa, cuando hizo sonar, tímidamente, la aldaba de la casa. Al comparecer el payés en el entreabierto portón, la luz del candil alumbró el rostro moreno del rapaz, extrañamente agitado.
-Vengo a despedirme de vos -dijo Ahmed-. Me he es­capado de casa y embarco esta noche hacia Argel.
-¡Ah, pillastre! ¿Y tu promesa?
-¿Por qué creéis que he venido hasta aquí? Cuando Ah­med pro-mete una cosa, la cumple. Y Ahmed -añadió, po­niéndose muy serio- os promete que cumplirá.
El payés intentó añadir algo, pero al morito pareció ha­bérselo tragado la noche.
Las mieses de la comarca estaban en sazón, a punto para la siega. Cada mañana, en carro o a pie, grupos de payeses pasaban cerca de Fruitera, de camino a las sementeras. Los carros regresaban al atardecer, con las ruedas rechinando bajo la voluminosa carga de las gavillas, traqueteantes y len­tos, por los polvorientos caminos. El viejo aparcero de Frui­tera, los miraba pasar. Sus espigas estaban todavía en el campo, amarillas y henchidas de grano, balanceándose al so­plo del viento, como las olas de un extraño mar de paja, mientras los segadores se preguntaban por qué no se segaba aquel año en Fruitera.
El único que no se asombró, una mañana, cuando toda la extensión de la finca apareció cubierta de gavillas, fue el vie­jo payés. El trabajo estaba hecho -y muy bien hecho, por cierto- en una sola noche.
«Muy bien acompañado -pensó- habrá tenido que ve­nir Ahmed, para cumplir su promesa.»
-¡Buen trabajo, muchacho! -rezongó. Y entró en la co­cina a encender la primera pipa.

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-eivissa)



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