Si Ahmed (por seguir, de
algún modo, la costumbre, vamos a llamar así a aquel joven esclavo moro de un
señor de Eivissa) no hubiera sido tan retozón ni tan travieso, a buen seguro no
existiría hoy su leyenda.
Un día, el amo le envió a
las casas de Fruitera, cerca de Santa
Gertrudis, a por una jarra de aceite. Ahmed tomó al burro del ronzal, llegó a
la possessió, le llenaron la jarra y
se dispuso a cargarla de nuevo sobre el jumento. El muchacho no paraba de
gastar bromas al mayoral y, entre juegos y risas, el cántaro se hizo añicos
contra el suelo y del aceite, por supuesto, no se salvó ni una gota.
Aquí se terminó de golpe
la alegría del morito. La paliza que le esperaba, a su regreso a la ciudad, era
más que segura y no veía la forma de hacer creer al amo que aquel estropicio
había sido fortuito. Su fama, bien lo sabía Ahmed, no le favorecería en nada a
la hora de las explicaciones. Frente a aquel panorama, el muchacho hizo lo
normal en aquel momento: sentarse en el suelo y echarse a llorar desconsoladamente,
sorbiéndose los mocos y las lágrimas, ante la pasividad del borrico y la
mirada compasiva de los payeses.
Tanta convicción debió
poner Ahmed en su llanto, que consiguió tocar la fibra sensible del payés. El
hombre tomó una jarra de las suyas, la llenó del aceite de su propia despensa
y la aseguró, él mismo, en las albardas del burro. Ahmed no daba crédito a lo
que estaba viendo. Ya no había por qué temer a los bastonazos del amo ni
tendría que darle explicaciones porque los cántaros eran idénticos y nadie
sería capaz de notar la diferencia.
Se echó al cuello del
viejo payés, le estampó un sonoro beso y le musitó una promesa al oído. El
hombre sonrió y, dando paternales cabezadas, miró partir al muchacho por el
camino de tierra, hasta que desapareció, tras un recodo.
No pasó mucho tiempo
antes de que Ahmed volviera, de nuevo, a Fruitera.
Era una noche cerrada, particularmente silenciosa, cuando hizo sonar,
tímidamente, la aldaba de la casa. Al comparecer el payés en el entreabierto
portón, la luz del candil alumbró el rostro moreno del rapaz, extrañamente
agitado.
-Vengo a despedirme de
vos -dijo Ahmed-. Me he escapado de casa y embarco esta noche hacia Argel.
-¡Ah, pillastre! ¿Y tu
promesa?
-¿Por qué creéis que he
venido hasta aquí? Cuando Ahmed pro-mete una cosa, la cumple. Y Ahmed -añadió,
poniéndose muy serio- os promete que cumplirá.
El payés intentó añadir
algo, pero al morito pareció habérselo tragado la noche.
Las mieses de la comarca
estaban en sazón, a punto para la siega. Cada mañana, en carro o a pie, grupos
de payeses pasaban cerca de Fruitera,
de camino a las sementeras. Los carros regresaban al atardecer, con las ruedas
rechinando bajo la voluminosa carga de las gavillas, traqueteantes y lentos,
por los polvorientos caminos. El viejo aparcero de Fruitera, los miraba pasar. Sus espigas estaban todavía en el
campo, amarillas y henchidas de grano, balanceándose al soplo del viento, como
las olas de un extraño mar de paja, mientras los segadores se preguntaban por
qué no se segaba aquel año en Fruitera.
El único que no se
asombró, una mañana, cuando toda la extensión de la finca apareció cubierta de
gavillas, fue el viejo payés. El trabajo estaba hecho -y muy bien hecho, por
cierto- en una sola noche.
«Muy bien acompañado
-pensó- habrá tenido que venir Ahmed, para cumplir su promesa.»
-¡Buen trabajo, muchacho!
-rezongó. Y entró en la cocina a encender la primera pipa.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anónimo (balear-eivissa)
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