Pimentilla era el decimotercer hijo
de un pobre zapatero. Era el más pequeño de todos los hermanos.
Cuando los domingos se fatigaba
demasiado durante el paseo y se quedaba rezagado, se lo metía el padre en su
bota. Entonces podía mirar él hacia la caña de la bota y coger las briznas de
hierba que le rozaban la naricita al pasar. ¡Tan pequeño era Pimentilla! Pero
era también tan inteligente como sus hermanos mayores y tenía, además, muy buen
corazón.
Un día le dijo a su padre:
- Padre, yo veo cómo tienes que
matarte a trabajar por tus trece hijos. ¡Me das lástima! Déjame salir a mí a
recorrer el mundo. Quiero también yo ganar algún dinero. Entonces lo pasarás tú
mejor.
El padre rió de buena gana por esta
ocurrencia y le dejó partir. Pensó para sí: "No llegará muy lejos; de modo
que mi hijo mayor podrá alcanzarle por la noche y traerle de nuevo a
casa". Pero el padre, al pensar así, contaba solamente con las cortas
piernecitas de Pimentilla y no con su despejada cabeza.
En efecto, apenas estuvo Pimentilla
en la carretera, pasó corriendo desde el campo un bonito ratón por su lado.
-¡Alto! -gritó-. ¿Quieres ser tú mi
caballo? Te llamaré mi corcel gris.
Esto lisonjeó enormemente al ratón.
Dejó que montara Pimentilla sobre él, y así emprendieron el galope hacia el
ancho mundo. Pero cuando se hizo de noche, sintieron los dos hambre.
-¿Qué desearías comer tú? -preguntó
Pimentilla.
-Lo mejor para mí sería un sabroso
pedacito de grasa - dijo el ratón.
-Para mí también -dijo el pequeño
jinete.
Se hallaban justamente a la sazón
delante de la tienda de un panadero. Como la puerta estaba sólo entornada,
penetraron resueltamente por ella. En la tienda había cosas maravillosas: pan,
pasteles y todo género de dulces de azúcar.
-Pero grasa no se ve por ninguna
parte -dijo Pimentilla triste-mente.
-Sí -dijo el ratón-, yo la huelo.
Y comenzó a buscar por todos los
rincones. De repente dio de narices con una ratonera.
-¡Ah! -gritó-. ¡Aquí dentro hay
grasa! Pero no me fío mucho de esto. Entra tú a verlo; tú eres más listo que
yo.
Esto no se lo hizo repetir. Sin
vacilar, Pimentilla se metió dentro de la trampa. Pero ¡clap!,
sin saber cómo, se encontró de golpe prisionero. El ratón lloraba desconsolado.
Ahórrate las lágrimas -dijo Pimentilla. -La
grasa ya la tenemos. ¡Toma, come, y ponte a dormir! ¡Y gracias por el hermoso
día! Sin ti no hubiera llegado yo tan lejos.
El ratón se consoló muy pronto,
pues la grasa era de la mejor y, además, estaba asada. Cuando hubo comido, se
deslizó tras un saco de harina y durmió toda la noche de un tirón.
Pimentilla paseó arriba y abajo por
su inesperada cárcel y examinó cuidadosamente los barrotes.
-Cerrado, cerrado -dijo luego-;
pero mañana será otro día.
Se tendió sobre la oreja izquierda
y pronto quedó maravillosa-mente dormido. Y a poco soñó que era tan rico que
podía arrojarle el oro a su padre a paletadas bien repletas.
Al día siguiente por la mañana
entró el panadero en la
tienda. Era un hombre muy gordo, con una barriga muy gruesa.
-¡Buenos días, Barriguita! - gritó
Pimentilla.
-Buenos días -dijo el panadero,
mientras miraba asombrado por todos los rincones-. ¿Dónde estáis, buen, señor?
-preguntó.
Entonces se oyó desde el rincón:
-En la ratonera.
El panadero se inclinó penosamente
a causa de la barriga, cogió la trampa y la puso sobre la mesa. Pimentilla
se inclinó ceremoniosa-mente y habló:
-¿Queréis tener la bondad de
abrirme la puerta?
-¿Cómo has entrado tú aquí? -preguntó
el panadero.
-He pasado la noche en esta
habitacioncilla, porque no quería daros ninguna molestia. Me llamo Pimentilla y
estoy a vuestras órdenes.
Entonces se echó a reír el panadero
de tan buena gana, que empezó a agitarse toda su barriga. Abrió la ratonera,
salió afuera Pimentilla. Al verse libre, silbó a su "caballo gris, que
acudió enseguida.
-Este es mi caballo - dijo con
orgullo.
Subió a él de un salto y dio así
una vuelta por encima de la
mesa. Entonces rió el panadero más fuerte aún, de manera que
su barriga se estremeció como si fuera a estallar, y las lágrimas se deslizaban
por sus mejillas. Finalmente gritó:
-¡Párate, pequeño jinete! Que voy a
reventar de risa.
Y tuvo que sostenerse la barriguita
con ambas manos.
-Así, pues, ¡adiós! -dijo
Pimentilla-. ¡Muchas gracias por el alojamiento de esta noche! No tomo a mal
que mi persona y mi caballo gris os hayan hecho reír tanto.
Pimentilla se quitó la gorra y
saludó con ella. Pero cuando el ratón y su jinete iban a deslizarse por la
rendija de la puerta, gritó el panadero.
-¡Alto! ¿Tanta prisa tienes?
Espérate, no te vayas, muchacho.
-Sí, he de buscarme un empleo,
donde pueda ganar algún dinero.
-Entonces quédate aquí -rogó el panadero,
poniendo cara muy seria-. A ti precisamente puedo emplearte yo, y te necesito
más que a todos mis empleados. Sí, ¡mírame bien! Soy un pobre hombre, aun
cuando mi horno me dé más de lo que necesito. ¿De qué me sirve el dinero si
pronto habrá de hacerme el carpintero mi última casita? Esta obesidad me va a
matar. ¿Y sabes tú lo que dice el médico? "Con vos no hay solución, si no
tenéis quien os haga reír tres horas al día, pero de tal manera, que os sacuda
todo el cuerpo." Esto me lo dijo hace siete semanas, y desde entonces
estoy cada día más gordo. Pues bien; puedo asegurarte que no ha habido nada que
me pareciera tan divertido como tu paseo de hoy sobre el ratón. ¡Quédate aquí!
Y si tú me salvas la vida, no podrás quejarte de la recompensa que te daré.
-Bien -dijo Pimentilla-, me quedo.
Pero es condición indispensable que mi "caballo gris" ha de ser
alimentado cada día con sabrosa grasa. Un poco asada es como más le gusta. Y yo
comeré de lo que se sirva en vuestra mesa.
-Convenido -dijo el panadero. Y
Pimentilla se quedó a servirle.
A partir de este momento se llenó
de alegría todo la casa, e incluso toda la aldea. Una vez había
cocido el panadero sus panes, llamaba, para divertirse, a Pimentilla... Éste
venia montado sobre su "caballo gris" como un jinete de circo, y
saltaba sobre sillas, mesas y troncos. Y mientras el panadero reía a más no
poder, se le subía por las piernas de los pantalones y miraba -una, dos, tres
- por el bolsillo de su chaleco.
Pimentilla había aprendido también
a dar volteretas. Pero lo más divertido de todo era la narración que hacía el
diminuto hombrecillo recordando la vida en su casa, los paseos en la bota de su
padre, las bromas de los aprendices de zapatero que él había sorprendido,
oculto, dentro de una zapatilla, la promesa hecha a su padre de llevarle algún
día una gran suma de dinero, el viaje, en fin, que había hecho montado sobre el
ratón.
Entonces podía reír a gusto el
panadero, de modo que no había que pensar en parar hasta tres horas después. Se
agitaba, y estremecía que daba gusto. La barriga no cesaba de sacudirse arriba
y abajo, y esto era lo bueno.
Cuando hubieron pasado siete
semanas, el panadero había reído toda su grasa. Estaba tan delgado y se sentía
tan joven, que también él empezó a saltar por encima de las mesas y las sillas.
-Tú me has curado y salvado de la
muerte -dijo a Pimentilla-. Ahora puedes seguir tu camino cuando quieras. Aquí
está tu recompensa.
Le ofreció cien florines y, para el
ratón, toda una libra de grasa.
Pimentilla, lleno de gozo, saltó
sobre su "caballo gris" y emprendió el camino de su casa. Apenas hubo
llegado a ella, puso los cien florines delante de su padre y dijo:
-Tómalo, es dinero ganado
honradamente.
¡Oh! ¡Qué ojos puso el buen
hombre!... Nunca hubiera creído que su hijo, siendo tan poca cosa, fuera capaz
de ganar tanto dinero. Pero cuando Pimentilla le explicó la historia del ratón
y de la ratonera, se echó a reír, tan fuertemente como el panadero. Sólo que él
no tenía ninguna barriguita de obesidad que pudiera agitársele de alegría y de
satisfacción.
061. Anónimo (suiza)
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