Un hombre que había llegado desde el otro lado de
las montañas [2] se
instaló en un pequeño campo que había heredado de su familia. Las tierras
estaban descuidadas, y los pocos animales que había traído a través del paso
cordillerano no bastarían para la subsistencia, por lo que el hombre, que dicho
sea de paso se llamaba Ramiro, supo que debería trabajar muy duro para salir
adelante.
Su esposa lo ayudaba, y juntos trabajaban de sol a
sol. Pero las semanas pasaban y las cosas parecían avanzar con demasiada
lentitud.
Durante esos primeros tiempos Ramiro conoció a
algunos pobladores de la zona, muchos de ellos de sangre mapuche. Le gustaba
mucho conversar con ellos y oír las historias de las épocas doradas anteriores
a la llegada del hombre blanco, historias que, como pronto se enteró, los
lugareños no eran propensos a contar a cualquiera y menos a alguien que no era
de su raza. Por eso, por esa deferencia que tenían para con él, a veces Ramiro
invitaba a algunos a su modesta casa, a la caída del sol, para pasar juntos una
o dos horas de descanso tras la dura jornada. Otras veces, las menos, iba a un
almacén que distaba tres kilómetros, donde bebía hasta pasada las 9 de la noche
con otros hombres que trabajaban en campos cercanos.
En una de esas ocasiones, cuando regresaba a pie en
medio de la oscuridad casi completa de una noche sin luna, y con algunas copas
de más que no favorecían ciertamente su sentido de la orientación, Ramiro elevó
su mirada hacia el lado de las montañas, y a medio camino entre sus ojos y las
distantes laderas vio claramente, flotando en el aire frío, una especie de
pequeño pero brillante fuego, un manojo de tres o cuatro llamas entrelazadas
que parecía dar saltitos como a dos metros del suelo. Esto duró unos segundos,
y enseguida el extraño fuego desapareció.
Lo primero que pensó Ramiro era que se trataba de
alguien que había encendido una improvisada antorcha para moverse en las
penumbras del campo. Sin embargo, la imagen le recordó enseguida una de las
tantas historias que le contaban sus conocidos mapuches. Impresionado, se
apresuró a llegar a su casa, despertó a su esposa y le contó entusiasmado su
experiencia. Aún medio entre sueños, ella le dijo con benevolencia:
‑¡Pero mira que sos atolondrao, che! Venís bien
achispao en plena oscuridá, habiendo pasao aguardiente de más por tu garguero,
y te me mostrás tan convencido de que lo que viste es lo que decís que viste...
Acostate a dormir, paisano boleao...
Pero Ramiro, nieto de vascos al fin, no se dejó
convencer por una explicación tan lógica. A la noche siguiente, y esta vez sin
haber probado una sola gota de alcohol (sin contar dos vasitos de chicha [3] de
la vasijita que le había regalado uno de sus amigos mapuches, pero se sabe que
nadie se achispa con menos de un litro de eso), Ramiro salió al campo resuelto
a probar su impresión sobre el suceso de la noche anterior. Encaró en dirección
a las montañas, tratando de ubicar el sitio exacto en el que había visto la
aparición.
‑Luz mala no era ‑pensaba mientras andaba, porque
dicen que es una luz como fría y medio blanca. Un crestiano con antorcha... ¿y
qué iba a andar haciendo a esa hora y por acá? No, no, ese fuego era el anchimallén [4], como
me contó el viejo Catriel. Y eso es lo que ando necesitando, sí, señor...
Pero esa noche no hubo fuego mágico ni natural, sino
sólo frío y pies casi congelados para Ramiro.
La tarde siguiente fue a ver al viejo Catriel, que
vivía cerca del lago, y le contó lo que había visto.
‑Puede ser ‑contestó el anciano mapuche‑. Por ese
lado vive Curiqueo[5], en
una ruka de madera al ladito nomás de
la montaña. Dicen
que su abuela era una machi. Puede
ser...
‑Contame más, viejo, contame más sobre el anchimallén... ‑pidió Ramiro, y Catriel
dedicó una hora a contestar todas las dudas del campesino.
Esto entusiasmó aún más a Ramiro, que vio
confirmadas sus esperanzas de mejorar la situación de su pequeño y empobrecido
campo. Desde lo del viejo Catriel fue directamente en busca de la casa del tal
Curiqueo.
Ya era de noche cuando llegó. Aunque no conocía esa
zona pegada a las montañas, un silbido agudo lo fue guiando hasta Curiqueo, que
estaba sentado a un par de metros de la modesta casilla de madera, cuya forma
recordaba muy vagamente a las rukas
mapuches, y tocaba la pifülka[6],
produciendo el sonido que guió a Ramiro. Curiqueo ni siquiera levantó la vista
cuando el campesino se acercó. No podía decirse si era un hombre de 40 o de 120
años. Su largo cabello ocultaba prácticamente por completo su rostro. Ramiro no
se sintió cómodo, pero el interés que lo había llevado allí era más fuerte que
sus impresiones personales.
Saludó a Curiqueo y de inmediato le dijo que el
viejo Catriel le había contado acerca de las virtudes de un anchimallén, y que él estaba muy
interesado en tener uno para ayudar a mejorar su campo. Curiqueo tardó en
contestar. Siguió tocando la pifülka
unos cuantos minutos más. Pero por fin, aunque siempre sin siquiera mirar a
Ramiro, le dijo:
‑Me parece muy bien, che. Pero para que pudiera
ayudarte con lo que querés, yo tendría que ser un brujo y vos un mapuche. ‑Y
entonces levantó por primera vez el rostro hacia Ramiro, le clavó una mirada
muy irónica y agregó‑: Y vos mapuche no sos, me parece...
Con esa ambigua declaración dio por cerrada la entrevista. Ramiro
comprendió que no sacaría nada más y se retiró. Pero esto no quiere decir que
se rindiera. Por el contrario, las pocas palabras del extraño hombre fueron
para él una confirmación de que todo aquello era verdad y era posible: Curiqueo
era un brujo, y poseía un anchimallén.
Pero no iba a dárselo a él, eso también era muy claro. Tan claro como que
Ramiro era nieto de vascos...
El decidido campesino pasó las siguientes seis
noches recorriendo la zona, cuidando de no acercarse demasiado al lugar donde
vivía Curiqueo; no quería que éste se enterase, ya que sabía de su interés en
el anchimallén. Y Ramiro había
trazado sus propios planes al respecto...
La séptima noche al fin lo vio. Mucho más cerca que
la primera vez. Rápidamente abrió una de las dos bolsas que había cargado todas
esas noches en sus espaldas, y descargó en tierra, en un montoncito, todas las
verduras y hortalizas frescas que allí llevaba. Luego se alejó y esperó
escondido tras unos troncos caídos. Al rato, inconfundible, el anchimallén se acercó al montón de
alimentos.
No era una imagen que inspirara simpatía: lejos de
la simpática apariencia de otros duendes, el anchimallén era una especie de enano medio contra-hecho, con ojos
chispeantes y una cola luminosa e ígnea, una suerte de niño macabro que más
bien provocaba rechazo. Pero Ramiro sólo veía en él la posibilidad de mejorar
sus cultivos y fortalecer y multiplicar sus animales.
Cuando el duende acabó con el montoncito de comida,
ya Ramiro había marcado un camino con los alimentos que cargaba en la segunda
bolsa, que apuntaba en la dirección de su campo. Así llegó a otro montoncito de
verduras y hortalizas, que previamente había dejado preparado a apenas unos
cientos de metros de donde comenzaban sus tierras, y fue a esconderse otra vez.
El anchimallén,
como Ramiro había previsto, fue siguiendo el camino de alimentos a medida que
los devoraba, saltando por el aire de uno a otro y dibujando movimientos de
fuego en la oscuridad de la
noche. Cuando acabó con el segundo montoncito, se quedó unos
momentos perplejo, como esperando que sucediera algo más. Luego, al ver a
Ramiro que salía desde atrás de un árbol y comenzaba a andar en dirección a su
campo con unas manzanas entrelazadas casi a modo de boleadoras colgando detrás
de sí, lo siguió.
Antes de entrar en su casa Ramiro se volvió a mirar
al anchimallén, y comprobó con
satisfacción que el duende revoloteaba entre sus sembrados. Antes de acostarse,
el campesino ya soñaba con el bienestar que disfrutaría en los días por venir.
Pero, con la primera luz del amanecer, Ramiro fue
despertado por un horrendo chillido mezclado con un extraño estruendo. Saltó de
la cama y alcanzó a ver por la ventana un intenso reflejo luminoso allá afuera,
que se apagó súbitamente dos segundos después.
Salió corriendo hacia el exterior, y lo que entonces
vio lo dejó sin aliento. Todos sus sembrados habían sido arrasados hasta las
raíces y la tierra se veía chamuscada y muerta. De su media docena de corderos
sólo quedaban huesos desparramados acá y allá. Y del anchimallén, ni noticias... excepto por ciertos restos desparrama-dos
por todo alrededor, de los cuales Ramiro creyó imaginar su procedencia.
Luego de recorrer abrumado los alrededores de su
casa, el campesino se dejó caer de rodillas sobre la tierra ennegrecida y
comprendió que estaba arruinado. Hubiera quedado así quién sabe durante cuánto
tiempo, si un grito de su esposa no lo hubiera hecho reaccionar. Se volvió
hacia la casa y la vio aterrada en la puerta, señalando algo en el suelo frente
a ella. Corrió hacia allí, miró lo que su esposa le mostraba y sintió un
escozor en su espalda: aun cuando no comprendiera las palabras, aquello era
claramente un mensaje grabado como a fuego sobre la tierra.
Corrió a buscar al viejo Catriel y le contó lo
sucedido. El anciano mapuche se tomó la frente con un gesto cansado mientras
negaba con la cabeza. Por
el camino hacia la casa de Ramiro, le fue diciendo lo que él creía que había
sucedido: el anchimallén, entre
tantas características, posee una muy notable: padece de una gula fatal, que lo
lleva a entrar en una suerte de éxtasis en el que deglute todo lo que encuentra
a su alrededor hasta reventar. Esta gula es, en realidad, un ardid que tienen
los brujos a quienes les robaron su anchimallén
para vengar la afrenta.
‑Estoy seguro de que eso es lo que pasó ‑dijo el
anciano llegando ya a la casa de Ramiro, y al ver los signos grabados en el
suelo ante la puerta volvió a negar con la cabeza. Lanzó un
largo suspiro y repitió las palabras escritas en lengua mapuche frente a la
casa del arruinado campesino:
‑Kalku Ta
Ayefalai...
Ramiro supo que esas palabras no dejarían de sonar
dentro de su cabeza nunca jamás.
Fuente:
Néstor Barrón
066. anonimo (patagon)
[1] Refrán
mapuche que en mapudungun significa: "Nunca hay que burlarse de un
brujo".
[2] La
historia transcurre a mediados del siglo pasado en la Patagonia argentina, por
lo que puede deducirse que el personaje era originario de Chile.
[3] Especie
de cerveza de muy bajo contenido alcohólico, hecha mayormente con maíz fermentado;
también puede ser de uva o manzana.
[4] Duende de
la mitología mapuche, muchas veces criado por un brujo que lo alimenta con
leche, sangre y miel, del que se dan otros detalles más adelante en el presente
texto, y una de cuyas habilidades mágicas es multiplicar las cosechas de quien
lo posea y proteger el crecimiento del ganado.
[5] Del mapudungun: kurikewün, “lenguaje oscuro".
[6] Instrumento
musical aerófono. Es un cilindro de madera de canelo, laurel o roble, de unos 25 cm de largo, con una
perforación longitudinal y la parte superior más ancha, para colocarla en la
boca y soplar. Produce sonidos muy agudos. Para tocarla se aplica la abertura
al borde del labio inferior, sosteniendo con las manos el instrumento vertical
y soplando con mayor o menor intensidad, según la nota que se quiere producir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario