La pequeña Margarita estaba sentada
junto al arroyuelo debajo de una florida mata de saúco. Las vacaciones, el
verano, el resplandor del sol y el libro de cuentos sobre el regazo: esto
constituía todo su paraíso. Pero allí, enfrente, en la casita, su madre tenía
trabajo a manos llenas.
Margarita contemplaba las luminosas
olas, y soñaba. De repente exclamó en voz alta:
-¡Oh, yo desearía ser el hada de
los deseos! Poder decir: "Madre, ¿qué quieres tú? ¡Madre dime tus deseos!
Todo lo tendrás tú." ¡Esto sería maravilloso!
-¡Así sea! -dijo una voz a sus
espaldas.
¿Había descendido el hada del libro
de cuentos? Por su aspecto, no lo parecía ciertamente. No llevaba ningún
vestido tejido de rayos de sol, ni tampoco ninguna diadema en los cabellos,
pero sí dos ojos llenos de bondad, aunque, claro está, un hada puede adoptar
toda clase de figuras. Esta vez se parecía, sin embargo, a la anciana mujer del
mensajero, con su tosca falda de lana gris. Llevaba un pesado cesto del brazo y
dijo, sonriendo a la niña, al alejarse:
-Tú eres ya un hada de los deseos.
Lo que ocurre es tan sólo que no has probado nunca, hasta ahora, tu poder. ¡Ve
hacia tu madre! Tú puedes convertir en realidad todos sus deseos.
-¡Madrecita! ¿Tienes tú algún
deseo?
-¡Oh, sí¡ Ve corriendo hasta la
aldea, y compra sal para la sopa.
La niña rióse y voló montaña abajo.
¡Cuán maravilloso era poder convertir en realidad los deseos!
-¡Madrecita, desea otra cosa! -rogó
Margarita a su regreso.
-Si alguien me pusiera la mesa,
estaría yo muy contenta.
Rióse de nuevo la chiquilla. Mantel
y cubiertos fueron rápidamente colocados, sin olvidar tampoco los vasos ni el
cestito del pan, y todo le salía tan ligero de la mano como es propio de una
deliciosa hada de los deseos.
-¡Y ahora, el tercer deseo,
madrecita!
-Niña, que no hables siempre tanto
durante la comida. Papá
necesita un poco de tranquilidad en las vacaciones.
-¡Sea! -dijo Margarita sonriendo a
la madre-. Y así fue: durante la comida no pronunció una sola palabra, si no
era preguntada.
-¿Qué le ocurre a nuestra
Margarita? Está completamente cambiada -se admiró el padre.
-Soy el hada de los deseos -gritó,
jubilosa, la niña-, y desde ahora realizaré siempre los deseos de mi madrecita.
Entonces la madre, llena de alegría,
juntó las manos. Miró a su hija como si la viera por primera vez. Margarita
estaba junto a la ventana, y los rayos solares resplandecían sobre la blonda
cabellera. Toda la muchacha resplandecía. Parecía verdaderamente una pequeña
hada, por lo que la madre exclamó:
-¡Cuán grande es mi suerte!
061. Anónimo (suiza)
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