que sus artes sobrenaturales son capaces de provocar
en los humanos. Pero, a veces, los engaños de los seres mágicos no son tan sólo
formas de obtener beneficios o simplemente molestar a la gente de la tierra,
sino expresiones de necesidades y penas que también ellos padecen. Así lo
testimonia esta antigua historia coihuecana[2].
En un caserío del bosque vivía un muchacho al que
habían recogido siendo niño a la orilla de un pantano. Nunca supieron su origen
ni quiénes podían haber sido sus padres o por qué lo habían abandonado. La
familia que lo halló lo adoptó como a un hijo más, y le puso por nombre
Calfumil[3],
debido a los reflejos brillantes de su cabello bajo la luz del sol o de la
luna.
Calfumil tenía ya 15 años cuando comenzó esta
extraña historia. Una mañana, cuando su madre adoptiva lo fue a despertar como
todos los días, halló en el lecho de Calfumil, junto a su cabeza, una kalfürray,
una flor azul. Esto se repitió por siete días seguidos. Pero no era todo.
Además, cada noche la madre oía un espantoso lamento proveniente del lecho de
Calfumil, pero cuando corría a ver que sucedía con el muchacho, el lamento ya
no parecía sonar allí sino que entraba por la ventana, como proveniente de la
zona pantanosa del bosque. En realidad, la madre comprobó esto sólo una vez,
porque las noches siguientes ni ella ni su marido ni aun su fuerte hijo mayor
quisieron volver a acercarse al lecho del muchacho cuando oían ese aterrador
lamento.
Al atardecer del séptimo día, es decir, luego de
haber hallado la séptima flor en la cabecera de Calfumil, la preocupada mujer
hizo venir a una machi de más allá de Chillán, porque además de los
extraños sucesos, lo peor era que el muchacho, aunque de ánimo tan agradable
como siempre, parecía haberse debilitado mucho en esos días, y de hecho había
perdido peso a ojos vista y los huesos pugnaban por salirse de su piel. Era
evidente que algo muy malo le sucedía.
La machi ‑que se llamaba Kintukewun[4]
como su madre y la madre de su madre y así por generaciones hacia el principio
de los tiempos‑ pidió que no se dijera nada acerca de su presencia. Pasó la
tarde con otra familia, y a la noche, cuando le avisaron que Calfumil ya se
había dormido, fue hasta la casa y se acuclilló al pie de la ventana del
muchacho. No llevaba más elementos que su pifilka[5]: ni
siquiera su junllu. No
los necesitaba porque no iba a realizar ninguna ceremonia: simplemente iba a
entrar en trance para hacerse invisible escondiéndose en la música de su pifilka.
Éste era un arte que muy pocas machi conocían ya que provenía de los
chamanes incas, con quienes la gente de la tierra no había tenido contacto
desde hacía siglos. Pero se trataba de un secreto que había pasado de
generación en generación a partir de una lejana antepasada de Kintukewun.
La machi hizo sonar su instrumento de una
manera tal que ningún oído humano podía percibir las agudísimas notas, y
comenzó a diluirse en el aire hasta desaparecer de la vista de los hombres o
los animales. Y esperó.
La luna iba muy lenta, paso a paso, en busca del
agua solar en la que cada madrugada se sumergía luego de su trayecto por el
cielo nocturno. Pero antes de que esto sucediera, Kintukewun pudo oír el
lamento del que le había hablado la madre de Calfumil. Sin embargo, no provenía
del lecho del muchacho ni de la lejanía, sino que parecía venir de todas las
direcciones a la vez. Allí
hacia donde mirara, de allí se oía el lamento. Si miraba hacia el muchacho
dormido, no había duda de que el lamento sonaba ahí. Si giraba su vista hacia
la entrada del bosque, ahí sonaba. Aun desde el cielo oscuro parecía provenir,
con que sólo Kintukewun mirase hacia arriba.
La machi comprendió enseguida que ese lamento
no debía ser escuchado, porque no era ninguna otra cosa más que un intento de
distraer y asustar a quien pudiese estar, como ella, esa noche, vigilando al
muchacho e intentando saber qué estaba sucediendo. No en vano Kintukewun
provenía de una ancestral estirpe de hechiceras y sacerdotisas mágicas:
difícilmente pudiera caer en los engaños de los seres sobrenaturales.
Siguió haciendo sonar su pifilka y observando serenamente
desde su refugio de invisibilidad. Y muy pronto la espera dio frutos.
Volando con grandes aleteos de sus enormes orejas,
que sin embargo por momentos parecían no bastar para transportar su gran
cabeza, desde lo alto de los árboles del bosque una chon-chon[6] venía
hacia la ventana de Calfumil.
Kintukewun confirmó lo que sospechaba. El lamento
que los humanos como la madre de Calfumil oían era falso, un engaño para que no
se oyera el graznido característico de la chon-chon acercándose: el
grito que anuncia la muerte de alguien. Ahora bien, ¿por qué la chon‑chon no
quería que se oyera este fúnebre aviso? Kintukewun supo que sólo debía esperar
y observar, y la situación terminaría por revelársele sola.
La chon‑chon aterrizó frente a la ventana
tras la cual dormía Calfumil. Se quedó un momento allí, inmóvil, y lo que más
extrañó a su observadora invisible fue que la chon-chon intentaba con
todas sus fuerzas evitar emitir su grito macabro. Esto no es posible, ya que no
es una decisión de la chon-chon el emitirlo. Pero ésta intentaba que su
graznido fuera lo menos sonoro posible. Enseguida, Kintukewun vio que la chon‑chon
sacaba su larga y horrenda lengua, sobre la que se posaba delicadamente una
de las bellas flores azules que habían estado apareciendo junto al joven
dormido. De este modo la chon‑chon volvió a depositar esa kalfürray junto
a Calfumil, y enseguida recogió su lengua como un latigazo, se volvió en
dirección al bosque y salió volando con sus gigantescas y deformadas orejas en
dirección a los pantanos del bosque.
Muy intrigada, Kintukewun salió volando detrás de la
chon-chon (una machi en estado de música puede trasladarse por
los aires a la misma velocidad que las notas de su pifilka o el batir de
su kultrum[7]).
La siguió hasta uno de los pantanos más inaccesibles de esa parte del
bosque. Esperó que la chon‑chon realizara los trabajos para recuperar su
forma humana (porque, sin duda, se trataba de una bruja). Pero pasó mucho
tiempo, la luna ya estaba a punto de abandonar el cielo, y la chon‑chon permanecía
igual...
Entonces la machi
decidió presentarse ante aquel extraño ser, y así lo hizo. Y la
increpó muy duramente por sus actividades nocturnas en relación al pobre joven
Calfumil (Kintukewun no tenía idea acerca de cuáles eran las actividades ni las
intenciones de la chon‑chon respecto
del muchacho, pero sí sabía que siempre es bueno tomar la iniciativa frente a
estos generalmente imprevisibles seres sobrenaturales). Ante su sorpresa, la chon-chon comenzó a plañir casi como si
estuviera en su forma humana. Y más sorprendente aún fue cuando comenzó a
confesar su verdad a la
machi. Kintukewun
se enteró así de la increíble historia de esa chon‑chon que, en efecto, alguna vez había sido una mujer
humana, una madre, y que de algún modo mantenía aún este último instinto.
En su etapa humana, este ser había vivido con un
marido en el campo, sin mayores problemas, junto al pequeño hijo de ambos. Pero
ni su marido ni nadie de ambas familias sabía que ella era una bruja. Y de las
buenas: había logrado preparar por sí misma las cremas secretas que le
permitían convertirse en chon-chon
o en el animal que ella quisiera. Así, cada noche realizaba el rito
correspondiente y se untaba las cremas mágicas, saliendo luego a deambular por
los campos. Regresaba al amanecer, para volver a aplicarse sus ungüentos y
recobrar la forma de madre.
Pero una vez sucedió que su pequeño hijo, sin que
ella lo advirtiera, la vio ponerse esas extrañas cremas, y entonces, imitando a
su madre como habitualmente hacen los niños, se untó a su vez con las cremas y
se transformó en una pequena oveja negra. Pero por supuesto que cuando quiso
volver a ser un niño no supo cómo lograrlo, y se echó a llorar desconsola-damente,
muy asustado, con lo que despertó a su padre que dormía desprevenidamente.
El padre se sorprendió mucho al ver a ese animalito
que lloraba y le pedía ayuda como si se tratara de un pequeño niño. Y mucho se
desconcertó también al comprobar que su esposa no estaba durmiendo en la casa
junto a él. Pensó que la mujer se habría ido llevándose al niño a alguna parte
y por alguna inexplicable razón. Pero entonces vio las cremas que el niño‑oveja
negra había dejado tiradas por el suelo y, no sin angustia, comenzó a imaginar
la terrible posibilidad de que en esas sustancias estuviera el secreto de lo
que sucedía. Como todo lugareño, conocía mucho acerca de las historias que se
venían transmitiendo desde los ancestros más remotos.
Tomó la extraña sustancia, y encomendándose en un
repetitivo rezo a la asistencia de las almas de sus mayores, comenzó a frotar
el cuerpo de la sollozante ovejita negra, que en poco tiempo sufrió una
transformación que impresionó pero también alegró mucho al valiente hombre: su pequeño
hijo estaba otra vez frente a sus ojos.
El hombre, entonces, hizo un pozo detrás de su casa
y quemó allí dentro los ungüentos. Puso luego una rogativa sobre las cenizas,
para que ningún espíritu pudiera acercarse jamás a ese lugar. Luego se fue a
dormir abrazado a su pequeño.
La mujer regresó a su casa al amanecer y, alarmada,
comenzó a buscar sus cremas por todas partes. Al no poder hallarlas quedó
convertida para siempre en una chon-chon,
ya que en ese estado no era capaz de preparar la sustancia mágica y
nadie podía hacerlo por ella.
Se retiró a los pantanos, arrastrando algo que ahora
se había convertido de repente en una condena: estaba embarazada, esperaba otro
niño de su marido. Así nació el misterioso niño que hallaron una vez en el
pantano, y fue la misma chon‑chon
quien se ocupó de que alguien lo encontrara para que el niño tuviera
una oportunidad de sobrevivir.
Pasaron quince años, y la chon‑chon se vio impulsada una noche, ante
su propio horror, a ir a graznar ante esa ventana tras la cual sabía que estaba
su hijo, ese muchacho que ahora se llamaba Calfumil y al cual ella, durante
todos esos años, había visto crecer sin acercarse nunca a él. Pero su destino
de chon-chon le
marcaba ahora que ese muchacho estaba a punto de morir. Por eso ella iba cada
noche a dejarle una flor azul, tratando de demorar todo lo que fuera posible el
terrible momento. Por eso trataba de que los lugareños se atemorizaran con esos
extraños lamentos sin procedencia y que así no oyeran sus graznidos, para que
no supieran que Calfumil debía morir.
Apiadada de la triste historia, Kintukewun preguntó
a la chonchon de dónde sacaba esas flores tan raras y por qué las llevaba al
lecho de su hijo. La chonchon le dijo que eran flores del pantano, que habían
nacido del barro mezclado con los líquidos que naturalmente se produjeron en el
momento del parto de aquel niño, y que por esa razón simbolizaban la vida para
Calfumil, aunque ella en su estado de chon‑chon ya no tuviera la sabiduría para
usarlas de alguna manera mágica que salvase al muchacho.
La chon‑chon
no sabía que se encontraba frente a una machi
muy especial, capaz de lograr cosas que a otras mujeres mágicas les resultaban
imposibles. Antes que nada, Kintukewun realizó küimin[8]
para comprobar que aun alguien tan especial como ella no estaba siendo engañada
por un espíritu maligno. Pero su trance le permitió comprobar que la historia
de la chon‑chon era verdadera, y
entonces decidió actuar.
Con flores azules del pantano realizó un mareupulawen[9]
utilizando también sus propias hierbas secretas. A esto le agregó el liwe[10]
extraído de la esencia de esas mismas flores. Y con esto regresó al caserío
justo al amanecer, en el momento en que la madre adoptiva de Calfumil hallaba
una nueva kalfürray en el lecho del
muchacho, el cual esa mañana ya casi no podía levantarse por su debilidad.
Kintukewun pidió que la dejaran sola con Calfumil.
Realizó su ceremonia de curación, lo imbuyó del mareupulawen y finalmente le practicó el fotrarün[11].
Antes del mediodía, el muchacho se veía tan sano como siempre había sido. Ni su
madre adoptiva ni nadie en el caserío hubiera imaginado que en realidad, cuando
la machi llegó ese amanecer, Calfumil
estaba a apenas un suspiro de entregar su alma al Kullcheñniaiwe[12].
Si la machi no hubiera sido Kintukewun, quizá
nunca hubieran podido volver a ver al joven con vida, ya que muy pocas tienen
la sabiduría tan profunda como para actuar en ese preciso momento en que el
alma se desprende y, mediante el poder del liwe
expresado en las esencias del mareupulawen, producir un molngetun[13].
Kintukewun n¡ siquiera dijo a los lugareños que eso era lo que había sucedido.
Y cuando le preguntaron si había podido conocer el significado de las flores
azules, tampoco contó nada acerca de la verdadera historia y de los orígenes de
Calfumil. Era una machi sabia en las
cosas de la magia y de la vida, como debe serlo toda mujer de su clase. Y por
eso sabía que la historia de la chon-chon
y su hijo del pantano sucedió en otra vida y en otro mundo, y que Culfumil no
era el hijo de una bruja condenada sino de aquella madre que lo había criado y
que ahora, al convocar a Kintukewun, le había salvado la vida. No era de la chon‑chon sino de esta madre de la cual Kintukewun
había sentido piedad al enterarse del origen de toda esta historia. Y fue a
esta madre a la que
Kintukewun le devolvió la vida de ese muchacho que jamás
sabría qué vientre lo había traído a esta tierra, pero que ya nunca más sería
hijo de quien lo alumbró sino de quien le dio su nombre. Porque al dar el
nombre, al hacerse cargo de alguien dándole un nombre, es cuando realmente se
produce un nacimiento.
Fuente:
Néstor Barrón
066. anonimo (patagon)
[1] En mapudungun
esta palabra significa "flor azul". El vocablo calfu ("azul")
aparece a menudo en nombres de origen mapuche, como "Calfulén"
(“bosque azul”) y en toponímicos, por ejemplo, el de la localidad de Calfuco (a
9 km al
norte de Los Molinos, camino a Curiñanco, a unos 35 minutos del centro de
Valdivia, en Chile).
[2] De
Coihueco (municipio de la provincia de Ñuble, en la Octava Región
chilena). En mapudungun este nombre significa "agua del árbol
coihue", y a su vez el nombre de este árbol (el Nothofagus dombeyi) significa
"árbol que crece en lugares de agua".
[4] En
mapudungun este nombre significa "mujer de experiencia, dotada del don del
saber, del consejo y perfección, la que busca la sabiduría".
[5] Silbato o
pequeña flauta. instrumento aerófono en el cual la profundidad del orificio
determina la altura del sonido. Para mejorar la calidad del timbre y darle la
afinación deseada se le suele introducir líquido. Además, este instrumento
participa con su sonido en las sanaciones de la machi.
[6] Ser
mitológico mapuche‑araucano. Una chon‑chon
se presenta como una gran cabeza humana de la que nacen unas enormes orejas que
usa a modo de alas para volar. Se sabe de su presencia al oírse su fatídico
grito: "Chuén chuén", que indica que una persona va a morir (es
notoria la coincidencia con otro ser mitológico pero de una cultura lejana y
por completo ajena a los mapuches, como son los antiguos celtas: la banshee, que canta al pie de las
ventanas de los moribundos). Se las considera como brujas que han desarrollado
el secreto de volar, lo cual logran untándose ciertas cremas alrededor de la
garganta, con lo que consiguen que la cabeza se desprenda del cuerpo y, tras la
metamorfosis de las orejas, pueda salir a volar.
[7] Utilizado
para rituales religiosos e inseparable de la figura de la machi, es el
instrumento musical más importante en la cultura mapuche. Se trata de una
especie de timbal de forma semiesférica, que se talla a partir de un trozo de
madera de un árbol ‑habitualmente laurel o lenga‑ que fue talado en invierno
para que no se parta, el cual se va ahuecando hasta darle la forma de una caja
de resonancia de aproximadamente 40
cm de diárnetro por 15 cm de alto. En la boca de
este casquete se ata un parche de cuero de carnero o de caballo, y se lo tensa
con tientos atados al cuerpo del tambor. Sobre esta membrana de cuero del kultrum
se pinta, en el caso de las machi, la "cruz compuesta" que
es un símbolo básico de la religiosidad mapuche.
[9] Remedio
compuesto generalmente por doce hierbas, fórmula que cada machi recibe
directamente de Nguenechen (Dios), por lo que más que una preparación herbórea
exacta se trata de un remedio místico.
[11] Una de
las técnicas para extraer el mal del cuerpo mediante la acción de chupar las
heridas o las zonas enfermas del paciente.
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