Una calle angosta,
evocadora de recuerdos históricos, muy cerca de la escalinata del Calvario,
lleva en el azulejo que la rotula un nombre antiguo y sugerente: Balaixa.
Pollensa que tantísima
historia atesora entre sus piedras, preñada de tradiciones y leyendas, cuna de
poetas y pintores, alma sensible, en fin a todo aquello que pueda suponer una
manifestación del arte es, quizás, la villa mallorquina que permanece más fiel
a sí misma; más identificada con su pasado y mucho más próxima a sus
lejanísimas raíces. Ejemplo permanente para el resto de la Isla que en muchos casos ha
olvidado o hecho almoneda de su historia y sus tradiciones, Pollença quiso
rendir a Balaixa el homenaje imperece-dero de su recuerdo que, aún hoy, se
mantiene vivo y latente en una leyenda y en una calle.
Balaixa, era hermosa,
agraciada con todos los encantos de su raza agarena y devotamente sumisa a su
padre, el moro Algatzení que, consciente de ser guardián de aquella joya, soñaba
con destinarla para esposa de algún rico terrateniente.
Las alquerías de
Algatzení y Beni-Gigar -hoy predios Ca'n
Guilló y Son March-, no estaban
geográficamente lejos aunque las separaba la enemistad de sus propietarios,
iniciada mucho tiempo atrás y enconada por el paso de los años hasta el extremo
de no poder soportarse mutuamente. Y fue precisamente ahí, entre la antigua
rivalidad de dos vecinos, donde nació el más hermoso sentimiento de amor;
Ben-Nassar, sucesor y heredero de los Beni-Gigar, estaba enamorado de Balaixa y
era correspondido por la hermosa joven. La prohibición del viejo Algazetní fue
tajante: su hija permanecería encerrada, y no vería nunca más al descendiente
de su enemigo,
Para Balaixa, que no
podía ahogar con prohibiciones sus sentimientos y que no quería tampoco faltar
a su devoción filial, esta prueba superó los límites de su resistencia. Su
risa se trocó en llanto; su alegría en languidez y su hermoso semblante se
oscureció con la sombra de un intenso dolor. Balaixa estaba enferma de pena y
en la impotencia de su sentimiento, añoraba sus encuentros con Ben-Nassar, en
los reposados atardeceres de la alquería, bajo las flores de los almendros,
rara especie de árboles que por entonces sólo en Beni-Gigar existían.
-Padre mío -imploraba-,
sólo las blancas flores del almendro podrán curarme. Deja que una mi vida a la
del hombre que mi corazón ama, deja que vaya a vivir para siempre bajo aquellos
árboles y Balaixa volverá a reir, volverá a cantar y mi felicidad será de nuevo
la tuya.
Algatzení, filósofo y
astuto, no quiso cargar sobre sí la responsabilidad total de la postración de
su hija y, sagazmente, condicionó su bendición a que el joven Ben-Nassar
ofreciera un ramo de flores de almendro a su enamorada, antes de que apareciese
la próxima luna nueva. Así se lo dijo a Balaixa y la envió, en nombre de Alá, a
las vecinas casas de Beni-Gigar. Arteramente sonreía el anciano al partir su
ilusionada hija; los almendros -cargados de verdes hojas- estaban lejos de ver
asomar las flores en sus desnudas ramas.
Balaixa y Ben-Nassar se
fundieron en un apasionado abrazo y se besaron con toda el ansia que el
distanciamiento les había impuesto. Tendidos bajo uno de los almendros de
Beni-Gigar, los dos jóvenes sentían la felicidad de volver a tenerse, de volver
a ser el uno para el otro, como si no existiera ante ellos sino un prometedor
futuro lleno de dichas inacabables. Hasta que la muchacha expuso las condiciones
de su padre.
La alegría de Ben-Nassar
se esfumó de su semblante llevada por un soplo del tibio aire de la atardecida.
Sabía que las pretensiones del Algatzení eran disparatadamente imposibles, y
comprendió la artimaña del viejo moro para separarle definitivamente de su
amada.
Balaixa pasó aquella
noche llorando, sumida en un desconsuelo que ni las caricias del joven
Ben-Nassar, ni el sosiego de la cálida oscuridad, bajo el añoso almendro de
Beni-Gigar, eran capaces de desvanecer. Balaixa lloraba y sus lágrimas las
bebía ávidamente la sedienta tierra. Lágrimas amargas y calientes; lágrimas de
rabia,, de dolor y de pena que llegaron a las raíces del árbol y se
convirtieron, por un milagro de amor, en una eclosión de flores, no, blancas
como habitualmente las tenía el almendro sino con una pincelada rosa en cada
uno de sus pétalos.
A la mañana siguiente, en
cada flor temblaba una gota de rocío... o una de las lágrimas de Balaixa.
Si hemos de ser fieles a
la totalidad del relato, debemos terminarlo como lo hacen aún las viejas padrines de Pollença:
Balaixa y Ben-Nassar vivieron juntos en una larga y fecunda felicidad
llegando a ver la conquista de Mallorca por las huestes de Jaime I y abrazando
la nueva fe en unión de sus hijos. Así discurría su vida hasta que un día, un
sarraceno huido y amargado, envidioso de la felicidad que irradiaba Balaixa,
encontrándola sóla en su alquería, le hirió quitándole la vida. Allí quedó su
cuerpo bajo los almendros de Beni-Gigar, por cuyas ramas comenzaban a asomarse
unas flores blancas y rosadas.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anónimo (balear-mallorca-polleça)
No hay comentarios:
Publicar un comentario