Chau reinó sobre los cielos y la tierra desde que él
los creó, y lo seguirá haciendo por siempre aunque los huincas crean que
han logrado matarlo. Pero esta historia es anterior, muy anterior a la llegada
de éstos. Eran los días en que el pueblo de Chau, los hombres y mujeres que él
había puesto sobre la tierra para que convivieran con toda su Creación y que
por eso llamó gente de la tierra, podían cazar libremente y vivir la
vida de los hermanos de la
Naturaleza. Chau y su esposa Kush[1]
vigilaban las vidas de su gente, y el correr de los ríos, y la armonía de las
montañas y los bosques. Durante el día Chau iluminaba la tierra con su
resplandeciente sabiduría, y de noche Kushe solía ocuparse de velar el sueño de
todas las criaturas de la tierra, gente o animales.
Chau tuvo hijos con Kushe. Hijos de dioses, pero
hijos de padres también. Esto significa que si los seres humanos saben de
dolores y preocupaciones con sus retoños es porque su Creador lo supo primero con
los propios. Así lo muestra esta historia.
Cuando sus dos hijos mayores crecieron, comenzaron a
cambiar su mirada respecto de sus padres. Encontraron fácil criticarlos, y todo
les parecía motivo de queja. Muy pronto perdieron el respeto y comenzaron a mirar
a Chau y Kushe como a dos viejos que ya no estaban en condiciones de reinar
sobre la Creación. Por
supuesto, dedujeron que ellos serían más apropiados para esa tarea.
A Chau, que se percató enseguida de la situación,
esto lo ponía de muy mal humor. Si bien sufría por la actitud de sus hijos
mayores, también su ira hacia ellos iba creciendo. Kushe intentaba calmarlo y
restar importancia al asunto, pero Chau no lograba perdonarlos.
Su rabia llegó al límite cuando vio que los dos
mayores intentaban transmitir sus ideas de rebeldía a los hijos menores y los
instaban a confabularse con ellos. Luego de un enfrentamiento muy grande con
sus padres, ambos conspiradores dijeron que si no podían reinar sobre el cielo
lo harían, al menos, sobre la
tierra. Y se prepararon a descender.
Chau estalló de ira. Cuando sus dos desagradecidos
hijos comenzaban a bajar por las nubes hacia la tierra, los tomó a ambos de los
cabellos y comenzó a sacudirlos con gran violencia, hasta que por fin los
arrojó con toda su fuerza hacia abajo, hacia las heladas cumbres de las
montañas. Los enormes cuerpos de los hijos de Chau se estrellaron contra la
cordillera haciéndola temblar de uno a otro extremo, y se hundieron en la roca
hasta formar dos gigantescos orificios en la tierra.
Esto no calmó la furia de Chau. Muy por el
contrario, el dios rugía provocando tremendos rayos de fuego. Kushe, por su
parte, se echó sobre las grandes nubes a llorar por todo lo acontecido. Sus
inconmensurables lágrimas comenza-ron a precipitarse por entre las nubes hacia
las blancas montañas, y a través de las paredes de piedra descendieron como
tempestuosos ríos hacia los agujeros que habían quedado tras la caída de sus
dos hijos mayores.
Las lágrimas de Kushe fueron llenando de a poco los
dos enormes orificios de la tierra, hasta formar dos lagos profundos como el
dolor que la madre sentía. Estos lagos son los que luego la gente de la tierra
conoció como Lácar y Lolog[2].
Fuente:
Néstor Barrón
066. Anónimo (patagon)
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