Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Campo raso

8 de enero de 1682
«Yo, Ruy-Lope, hijo de Lope-Ruy, cristiano viejo, de probada pureza de sangre, cirujano mayor de la corte, docto en el Arte y Ciencia de Hipócrates, por encargo de mi dueño y señor el Rey, llego a esta villa de Campo Raso con secreta misión, de la que solo daré cuenta a. Mi señor y a los tiempos venideros...»

8 de enero de 1975
Las excavadoras, alineadas frente al páramo, abren sus enormes bocas de dinosaurio de metal y avanzan, inquietando el sueno de los lagartos, amenazando la inmóvil quietud de los reptiles, aplastando con sus enormes cadenas de hierro la gozosa paz de las flores silvestres. Avanzan y, de tres en tres, de cinco en cinco, clavan sus dientes de acero en la reseca tierra, hunden sus voraces colmillos entre las milenarias piedras y buscan las entrañas -no el secreto que desconocen- del paraje denominado Campo Raso.
Por el Norte, por el Sur, por el Este y por el Oeste, carteles anunciadores, flechas indicadoras, señalan: «URBANIZACIÓN CAMPO RASO. PAZ Y SILENCIO PARA VIVIR».

8 de enero de 1982
Marta Sousa, casada con Juan de Dios Pérez y López, empleado de la banca, madre de un niño de cinco años, en la amplia terraza del piso 3º, letra B, aguarda la llegada del camión de la mudanza mientras, feliz y soñadora, contempla las vacías habitaciones de lo que será su morada en lo sucesivo, el dorado anhelo de los que, como su marido, consiguen huir del stress y la polución de las grandes ciudades. Han escamoteado salidas a cenas y espectáculos con matrimonios amigos, los viernes por la noche; han reparado, una vez mas, el viejo coche, para no caer en la tentación de adquirir el ultimo modelo; han gozado las vacaciones en casa de sus padres, en vez de ir en busca de la dorada piel, envidia de los que no veranean, en las playas calientes del Mediterráneo; han ahorrado, peseta a peseta, para ser propietarios de aquel apartamento, cercano y unido por autopista a la gran cuidad, donde, con orgullo ecológico, se ha prometido «PAZ Y SILENCIO PARA VIVIR».

10 de enero de 1682
«En mis alforjas traigo Credenciales y Mandas del Rey Mi Señor para que me sean facilitadas cama y mantel, enseres y alojamiento y cuantas cosas he de menester para cumplir mi misión. Asimismo, el Capitán de la Tropa que me acompaña, pondrá bajo mis órdenes a cuantos mensajeros precise para tener debidamente informado a Mi Señor. Otrosí dicen las Mandas: Si preciso fuere, el Capitán mandará a su tropa cumplir cuanto ordene, sin formular pregunta alguna».

10 de enero de 1975
El capataz de las obras, sobre un altozano, contempla el ir y venir, hundir, izar y arrojar, una vez y otra, la tierra que rompen las excavadoras. A vista casi de pájaro otea, intentando medir, el trabajo realizado en sólo dos jornadas: una vez más sus cálculos fueron precisos, ahondar para los cimientos del primer bloque, no llevará más que una semana. Se trabaja duro. El sol que cae a plomo no el todavía tórrido. Buen tiempo da este enero, lo que acelerará el plan de trabajo. Y él sabe que si se cumplen a la perfección los plazos tendrá prima extra.
Satisfecho se quita el casco de metal y se seca unas leves, minúsculas, insignificantes gotas de sudor, mientras el reloj señala que apenas falta una hora para el descanso de la comida.

10 de enero de 1982
Marta mira con desconsuelo los muebles, abandonados al azar, en las habitaciones. «¿Cuánto tiempo tardaré en ver todo esto en orden?». No sabe por dónde empezar. Duda sobre el salón y la cocina. En las dos alcobas, las únicas que van a ser utilizadas de momento, sólo están montadas la cama de matrimonio y la cuna del niño. Las maletas, los bultos, conteniendo las ropas, descansan esparcidos por el pasillo. «Jorge no ha debido ir a trabajar y quedar ayudándome». La ilusión de la nueva vivienda no el capaz de quitarle el desaliento: «Debimos hacer el traslado poco a poco. ¡Pero Jorge es tan cabezón para sus cosas!». No valen lamentaciones. Hay que ponerse a ordenar todo aquello.
El niño juega en una habitación vacía donde no puede hacerse daño con nada. Esto le da una sensación de tranquilidad. Debe estar muy entretenido ya que ni se lo oye.
Cuando se dirige hacia la cocina oye un extraño, largo, apagado y terrible sollozo seguido de desconsoladores quejidos. Parece provenir, a través de las paredes, de la vivienda contigua a la suya. Sale a la terraza recordando que -así al menos se lo han dicho en la oficina de ventas- ellos son los primeros habitantes de la urbanización. Mira a través del cristal que separa las terrazas y, efectivamente, el apartamento contiguo está deshabitado: las ventanas y puertas abiertas para que se seque la pintura... y, ahora, ahora que está mucho más cerca de donde parecían porvenir los quejidos, éstos desaparecen.
Contempla a lo lejos al jardinero, único empleado que ha quedado en la ciudad residencial. Piensa que todo ha sido una imaginación suya.
Y regresa a la cocina para intentar ordenar los enseres. Sin embargo, sin que pueda precisar porque lo ha hecho, abre la puerta donde juega el niño. Al verla, el pequeño sonríe.

15 de enero de 1975
«A mi Rey y Señor: Cumpliendo debidamente las órdenes recibidas, he publicado un pregón para que ante mí se presenten todos los vecinos. Todos menos los muertos. Hago esta salvedad porque muchos parecen estarlo, quedan fríos, secos, con la piel pajiza durante unos días y, después, algunos recuperan el fluir de la sangre y la capacidad de movimientos; otros nunca regresan a ese estado, aunque es difícil pronosticarlo.
«Estoy examinándolos uno a uno. No encuentro síntomas conocidos hasta la fecha de éstos males. Consulto cuantos libros traje conmigo y no hallo en ellos nota o referencia alguna a mal semejante».

15 de enero de 1975
Los dientes de la inmensa boca de una excavadora han arrancado de las entrañas de la tierra un extraño cadáver. Lo izan como un pelele grotesco y lo dejan caer sobre el montón de tierra, en una mecánica y macabra operación. El obrero que conduce la máquina lanza un grito de aviso a sus compañeros que abandonan el trabajo y acuden presurosos, llenos de curiosidad, a contemplar el desconcertante suceso. Los más osados tratan de quitarle la tierra que le cayó encima para contemplarlo mejor. Los demás, respetuosos con la muerte, apenas miran el hacer de sus compañeros.
El cadáver muestra una desconcertante, indescifrable posición: extendidas las manos, abiertos los dedos, parecen haber escarbado desesperadamente; la boca abierta, desencajada, parece haber estado buscando un aire imposible; las extremidades inferiores en posición fetal, aunque abiertas las piernas muestran inequívocamente la tensión del último esfuerzo por levantar la masa de tierra con que fue cubierto...
El capataz, con autoritaria voz, interrumpe la curiosidad de los que miran: «¡Basta! ¡Ya está bien! Todos al trabajo...».

15 de enero de 1985
Los días pasan y Marta no logra ver, de una vez, concluida su tarea de ordenar la casa. Un suceso, aparentemente sin importancia, la tiene pre-ocupada: cuantas veces ha intentado clavar unos tacos para colocar los armarios de la cocina, se le han desprendido misteriosamente. «¡Vaya una forma que tienen de construir ahora!, ni siquiera se puede clavar un taco en la pared», fue su único comentario. En otras ocasiones, al tratar de horadar otra parte del muro, el berbiquí se ha roto, sin ser capaz de penetrar en la pared. Cuando ha comentado con Jorge sus dificultades él ha quedado silencioso y preocupado, ya que en donde la taladradora no ha podido penetrar era en un simple tabique y no en cualquiera de los muros maestros. Al preguntar a la constructora con qué material había construido los tabiques, le han dicho que solamente con argamasa y ladrillos.
Pero Jorge llega tan cansado del trabajo que hace todo lo posible por evitarse preocupaciones.

15 de enero de 1682
«Ante la certeza de que se trata de una epidemia desconocida, que nada tiene que ver con el cólera ni la peste, he dado orden al Capitán que cerque, con sus tropas, el pueblo. Así lo ha hecho. El pánico ha comenzado a hacer presa en Campo Raso. Las gentes caminan con la mirada huidiza y gesto hosco. No comprenden nada de lo que ocurre y quieren que sea yo el que se lo explique. Nada puedo decirles. Mi misión está clara: debo impedir que esta epidemia se propague al resto del Reino. Y lo haré. Lo haré aunque para ello tenga que tomar medidas extremas, en las que no quiero ni siquiera pensar.
  «No ha habido ni un solo caso de curación. La ciencia es impotente, y yo, su único representante en esta villa, reconozco su fracaso.

«Cumpliré las órdenes. Eso es todo lo que puedo hacer. La tropa comienza a inquietarse. Huye de tener contacto con las gentes del pueblo y, creo que de momento, situándola en las afueras se evitará el peligro de la deserción».

20 de enero de 1975
Las excavadoras han cesado en su ruidoso latir. De la Cabeza del Partido Judicial ha llegado el juez de Primera Instancia. Pide que se siga trabajando. Pero que sean los obreros, con pico y pala quienes prosigan la tarea. Algunos se niegan y tiene que ser la autoridad quien les obligue.
Los cadáveres afloran ahora en grupos. Ninguno de ellos conserva la quietud del reposo eterno. Hacinados, amontonados, parecen haber librado entre ellos una gigantesca y macabra batalla. Muchos aparecen atados con sogas de esparto y éstos muestran, acaso más que los otros, las huellas de un desencajado estertor. Son muertos sin paz.
El forense certifica que aquellos enterramientos pueden tener siglos. Los historiadores buscan inútilmente un vago testimonio de lo que pudo acontecer.
La prensa es recibida en un elegante y cercano restaurante por el presidente del Consejo de Administración. Los canapés de caviar, salmón ahumado y patés de variados sabores, sabiamente mezclados con whisky y vinos nobles, desvían en los asistentes la atención del suceso.
El presidente del Consejo de Administración al dirigirse a "los muchachos de la prensa", comenta con excelente buen humor: «Como han visto ustedes, un hecho curioso y sin importancia».

20 de enero de 1982
Marta al abrir los grifos siente como si el agua al correr le trajese oscuros y desolados latidos de unas venas gigantes; al palpar el yeso, todavía húmedo, de las paredes, como si su contacto fuese el de huesos humanos con los tétanos todavía gelatinosos y al pisar el elegante y vidriado pavimento, unas voces lejanas, repartidas in ecos tenebrosos, le repitieran una y otra, y otra, y otra, hasta hacerla enloquecer, una larga, interminable cantinela que reza: «Paz y silencio para la muerte».

30 de enero de 1682
«El mandato ha sido cumplido: mandé a enterrar, para bien de nuestro pueblo, para salvaguardar la salud de la nación, a todos los habitantes de Campo Raso. Mandé a quemar sus hogares y, ahora, regreso a la Corte con la limpia conciencia de haber servido a Mi Señor.
«Otrosí digo: Su Majestad debiera ordenar que, por los siglos de los siglos, nadie levante muros ni viviendas en este lugar, que sea para el eterno reposo de los muertos y que de las crónicas, memorias y ficheros sea borrado, para siempre, el nombre de CAMPO RASO».

999. Anonimo, 

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