En 1530, la Isla no se había recuperado
aún del trauma de las germanías que, durante tres años, diezmaron lo mejor de
sus gentes. El odio, la venganza y la represalia, consecuencias lógicas de
aquel enfrentamiento fratricida, no tuvieron mayor clemencia con los
mallorquinies que el hambre o la peste, desatadas de costa a costa y asestando
ciegamente el golpe de gracia a aquella generación tambaleante.
Otra vez más, el pueblo,
el gran perdedor de siempre, doblaba el espinazo de sol a sol, para reunir el
importe de los onerosos tributos que el virrey o el noble le imponían,
arbitrariamente casi siempre, como venganza y escarmiento por la sublevación
reciente. La guerra no había arreglado nada. Las diferencias sociales seguían
abriendo abismos insalvables entre las clases y el soterrado grito del débil
seguía sin llegar a los altos estamentos del poder.
En Sóller, la recogida
villa mallorquina, se estaba pagando tam-bién un elevado precio por la redención
de su castigo. En 20.000 libras fijó el virrey el importe del tributo que, al
no poder ser atendido en ocasiones, obligó a la pública subasta de los bienes
de los vecinos. Desengañados, corroídos por el odio e impotentes en su
rebeldía, prefirieron algunos el refugio seguro de las vecinas montañas, donde
era fácil la emboscada y poco peligroso el asalto. Estaba naciendo una nueva
generación de bandoleros.
Tal vez uno de ellos
fuera Benet Esteva. Pendenciero, tahur, blasfemo y partidario de resolver sus
diferencias a punta de navaja, arrastraba tras sí una larga historia de
violencias que le habían marcado como el peor indeseable de la villa. Nada era
capaz de detener en su carrera de maldades que comenzaba, quizá, algún día
aciago, como resultado de un lejano y trágico suceso.
Solamente se podía
combatir a Benet con sus propios métodos y por eso, el domingo de carnaval por
la noche, cuando amparándose en las sombras pretendía llegar hasta su casa, le
tendieron, la emboscada. Silenciosos como fantasmas, tres embozadas siluetas
se abalanzaron sobre Benet, mientras el centelleo de una espada rasgaba las
tinieblas. Se oyó el ruido de un cuerpo derrumbándose en el suelo y sólo los
débiles gemidos del herido, impidieron a la oscura calleja recobrar su silencio
acostumbrado.
Tres días duró la agonía
de Benet debatiéndose en su lecho, desesperada-mente, entre la vida y la muerte.
Largo plazo para reconsiderar su historia y buscar, en última instancia, la
reconciliación con Dios y con los hombres. Pero eran inútiles las lágrimas y
las súplicas de su mujer. Benet se resistía a recibir la visita del confesor,
un humilde franciscano especialmente querido por los vecinos del pueblo, que
estaba poniendo todo su empeño en rescatar el alma de aquel desgraciado.
Pensó el buen fraile que
tomando el crucifijo del altar, una pequeña imagen por la que todos en Sóller
demostraban una sincera devoción, conseguiría al fin su propósito y se
presentó con ella en la casa del moribundo. Benet pareció enloquecer a la vista
del Cristo. Con el rostro desencajado y los ojos vidriosos ya por la muerte,
volvió la espalda al franciscano y, arañando la encalada pared de su alcoba,
blasfemaba y gritaba denuestos contra sus desconocidos agresores negándose a
concederles el perdón y profiriendo las más espantosas maldiciones.
Sin admitir su derrota,
el fraile franciscano se acercó más al lecho y, en el nombre de Dios, conjuró a
Benet pidiendole que depusiera su actitud. Era un duelo, un combate dramático
entre las fuerzas más antagónicas. Cuanto más renegaba el contumaz forajido,
más y con mayor fuerza insitía el religioso, llorando, implorando la salvación
de su alma que se le escapaba por momentos.
De pronto, una gota
caliente cayó sobre la crispada mano del fraile, una gota que se había
deslizado ¡sí! de la imagen de Cristo. ¡El crucifijo sudaba! Como queriendo
demostrar el esfuerzo que le costaba doblegar la resistencia del pecador impenitente,
la imagen estaba bañada por cuantiosas gotas de un sudor rosáceo que afloraban
incesantemente por toda su pequeña anatomía.
-¡Benet, Benet!,
suplicaba el franciscano arrodillado junto al lecho.
Pero Benet, en un último
esfuerzo, lanzó otra horrísona blasfemia y, convulsionándose en un espasmo,
expiró. Era el miércoles de ceniza de 1530.
Por la tarde, de forma
anónima y como a escondidas, alguien cavó un hoyo en el lecho del torrente Creuer -hoy Torrentó d'en Creueta- y depositó allí el cadáver de Benet Esteva.
A la mañana siguiente, sin embargo, nadie fue capaz de dar con su cuerpo. La
enorme tormenta descargada durante la noche, arrastró por el torrente rocas y
árboles y su cauce aparecía socavado y deshecho en toda su longitud.
Ni la tierra fue capaz de
acoger en sus entrañas los despojos del infeliz Benet.
Guardado en el interior
de un marco y muy cerca de la imagen del Santo Cristo de Sóller un viejo
documento que firma «Joannes Vich, Epus. Majoricen.» relata, sucintamente, el
argumento de esta historia. Alguien le contaría al obispo Vich y Manrique
-prelado mallorquín desde 1573 hasta 1604- el espectacular, suceso y éste,
convencido de su veracidad, no dudó en refrendarlo con su firma. Por su
parte, el testimonio generacional, le ha conferido el carisma tradicional de
las leyendas.
Fuentes: J. Nicolau Bauzá: El Santo Cristo de Sóller.
092. Anónimo (balear-mallorca-sóller)
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