Tirado sobre la polvorienta
carretera, yacía un ramo de dorados "dientes de león". Mucha gente
pasaba por su lado sin fijarse en él. Algunos hasta le daban con el pie. Pero
cuando Marlenchen lo vio dejó el pesado cesto en el suelo y levantó el ramo. Se
dirigió con él al arroyuelo e hizo beber a los tallos.
Mientras mantenía el ramo así en el
agua, y los rayos del sol jugueteaban en torno a la niña y las flores, surgió
de dentro de una de las abatidas cabecitas de las flores un pequeño elfo, tan
pequeño como un dedo, el cual, con una suave vocecita, dijo:
-¡Gracias, Marlenchen!
Se arregló la dorada corona sobre
su cabecita, y apareció entonces a su alrededor un claro resplandor, como de
una velita de Navidad. Este resplandor lo convirtió el elfo en un anillo para
el dedo, fino como un cabello.
-¡Póntelo -en el dedo anular de la
mano izquierda! -dijo a la niña-. Cuando tú le mires, relucirán tus ojos, y la
persona a quien tú mires se sentirá alegre, y el que esté enojado recobrará su
buen humor.
Cuando hubo acabado de hablar, el
pequeño elfo desapareció, y Marlenchen no separó, durante el camino de regreso
a su casa, sus miradas del anillo. No sentía ya el pesado cesto; ¡todo era tan
ligero!...
Pero, cuando llegó delante del
portal de la casa, oyó reprender en su interior a la madre, y pelearse entre si
a las hermanas. Eran siete y daban mucho que hacer. Entonces miró Marlenchen de
nuevo su anillito y entró decidida en la habitación.
A su entrada, todos levantaron la mirada.
¡Cómo resplandecía Marlenchen! De golpe se acabaron las riñas y las
discusiones. La madre se dirigió gozosa al trabajo, y todo le salía fácil de la
mano, y los pequeños jugaban con Marlenchen, y todos se querían entre sí.
Cuando se hizo de noche, regresó a
casa el padre, cansado y abatido del pesado trabajo y del largo camino.
Marlenchen salió a su encuentro. Al ver a la niña rió el padre; él mismo no
sabía por qué, pero sentía su corazón repleto de alegría hasta lo infinito.
Nadie vio el anillo en el dedo de Marlenchen. Era invisible para los
demás. Pero Marlenchen sí lo veía, y lo conservó en su dedo durante toda su
vida. Cuando se despertaba por la mañana, a él dirigía su primera mirada, y a
su vista lucía el sol en sus ojos. Este sol calentaba todo lo que estaba cerca
de la niña. Si
había alguien enfermo en la casa, o triste simplemente, o enfadado, mandaban a
buscar entonces a Marlenchen, y todo se ponía nuevamente bien. La gente llamaba
a Marlenchen "la niña del Sol ".
Ellos mismos no sabían por qué, pero no podían encontrarle otro nombre mejor.
061. Anónimo (suiza)
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