Hace muchos siglos había
en una ciudad catalana un poderoso Rey, bueno y justo. Su amurallada ciudad
resultaba inexpugnable, cuando mandaba cerrar sus puertas, y no había memoria
que enemigo alguno hubiese rendido el valor de los habitantes.
Plácido y alegre vivía
aquel pueblo entre las bondades de su Rey, alabando la singular belleza de la
princesa.
En la fortificada ciudad
entraban sin cesar, caballeros y mercade-res, aventureros, peregrinos y
mendigos, muchas personas de varias razas y lenguas entraban y salían desde el
amanecer hasta el anochecido. A todos se les permitía entablar tratos con los
habitantes, pero era severamente expulsado el que intentaba engañar, encarcelándole
antes, o quitándole los bienes, si era del país.
Muchas veces paseaba el
Rey sin escolta por su ciudad. Montado en blanco caballo, seguido de la yegua
negra en que iba su bellísima hija. El fuerte y valiente Monarca no quería que
le guardase nadie; muchas veces había dicho a sus capitanes, rehusando la
escolta que intentaban darle:
-Un Rey ha de ser Rey y
pueblo a la vez para que ni el Rey tema al pueblo ni el pueblo tema a su Rey.
-Pero, señor -replicó un
cortesano-, hay otros peligros mayores.
-Pues en ese caso el Rey
es un hombre como cualquiera de sus vasallos...
Y por esto, y otras
cosas, sus súbditos tenían por él gran admira-ción y respeto y le aclamaban en
cuanto le veían pasar.
Siempre en compañía de su
hija, a la que quería mucho, salía por la puerta de las murallas y galopaba
hacia los próximos bosques hasta llegar a un fresco río, donde descabalgaban
para charlar mientras los caballos pacían tranquilos. La princesa, sentada a
la orilla, gozaba viendo cómo se reflejaba el azul del cielo en las límpidas
aguas y preguntaba a su padre:
-Decid, padre mío, ¿por
qué aman los hombres la guerra?
-Porque no saben gozar de
lo que tienen, sino ambicionar lo quejes falta.
-¿Debemos entonces conformarnos
con lo que tenemos?
-Lo que debemos hacer es
adorar a Dios que nos lo da y resignar-nos con los males que nos envía, para
que nuestra paciencia se con-vierta en virtud.
Un día en que padre e
hija regresaban a la ciudad al paso, vio la princesa un pajarillo muerto a la
orilla del camino.
-¡Qué triste es la
muerte, padre mío!
-No es triste, hija mía.
Sólo perecen los malos, para los buenos la muerte es la continuación de la
vida. Ya ves que decimos que el río muere en el mar..., mas sus aguas siguen
viviendo en el inmenso, océano.
-Pero queda el dolor como
el que sentiré cuando la muerte os arranque de mi lado.
-Piensa entonces que
seguiré estando contigo, pues si Dios perdona mis muchas faltas, Él y yo
estaremos junto a ti.
Un día, ya anochecido,
cuando el toque de clarines anunciaba el cierre de las puertas de la ciudad,
apareció un jinete corriendo al galope y agitando la diestra casi con
desesperación. Diéronle paso y entró como una chispa y, dejando el caballo a
unos cien pasos de la entrada, se acercó dando traspiés al puesto de guardia de
las murallas, donde si no le sostienen dos soldados hubiera rodado por el
suelo.
Le sentaron en un banco y
al punto se acercó el jefe de las fuerzas preguntando:
-¿Qué os pasa, caballero?
Mas al ver el estado en
que se encontraba le levantó la cabeza. El rostro del recién llegado aparecía
pálido, tenía revueltos los cabellos bajo el birrete de cuero. El jefe le
reconoció, era un rico mercader que iba por los pueblos de las cercanías
vendiendo sus mercaderías.
-¿Qué tenéis? -le
preguntó después de haberle hecho beber un cordial.
-¡El dragón...! ¡el
dragón...! -tartamudeó-. Aseguro que me atacó un dragón, devoró las caballerías
y siguió tras de mí... ¡Cerrad las puertas!
La noticia se extendió
con rapidez y algunos soldados curiosos subieron a las murallas para otear el
camino, y el oficial ayudó mientras tanto a otros a encajar las pesadas
puertas.
-¡Ahí llega! -gritó uno
de los que estaban en las murallas.
Inmediatamente cerraron
la otra puerta y el clamor de miedo corrió por la ciudad. Un capitán llegó
hasta las puertas, y, desmontando, subió rápido a las murallas. Desde ellas
vio la verdad: un terrible dragón, despidiendo llamas por las fauces y narices,
se acercaba despacio, ágil a pesar de su enorme tamaño y de la tremenda cola,
que derribaba los árboles que se interponían en su camino.
Cuando sólo le separaban
de la muralla unos quinientos pasos se dio cuenta de la presencia de los
soldados y lanzó terrible silbido que hizo estremecerse de miedo a todos los
presentes. A una señal del capitán habían acudido los soldados con las ballestas
y esperaban la orden de disparar. El dragón levantó las pesadas alas y dio un
salto de trescientos metros lanzando altas llamaradas; después avanzó
rastreando como inmenso saurio, rugiendo sin cesar. Cuando estaba a pocos pasos
de la fortaleza dispararon los soldados las ballestas a una orden del capitán,
pero todas las flechas rebotaron en la dura piel del monstruo que, con un
tremendo salto, embistió las puertas con tal fuerza que la fortaleza entera se
tambaleó.
Llenos de pánico y
confusión estaban los soldados, mientras temblaban puertas y crujían los travesaños
ante la furia del dragón, que, convencido de que no podía destrozarlas, se
alejó rugiendo.
El dragón se refugió en
el bosque, pero todos los días intentaba asaltar la ciudad y, como estaba por
los alrededores, los habitantes no se atrevían a abrir las puertas, con lo que
iban faltando los víveres, que todos los días entraban en ella.
Los soldados y los nobles
caballeros se reunieron con el Rey para determinar lo que podían hacer.
-Caballeros nobles -dijo
el Rey-, es preciso echar a suertes para que uno de nosotros salga a entretener
al dragón y, mientras tanto, puedan entrar en la ciudad los trajinantes y
mercaderes que nos traen los víveres necesarios para la vida. El que vaya no ha
de presentar batalla hasta que llegue la noche. Si no ha regresado para la hora
de queda, será señal de que ha perecido. Lo haremos así todos los días hasta
que el elegido por Dios acabe con el monstruo.
Todos aceptaron con
entusiasmo con la sola condición de que el Monarca no tomara parte en el
sorteo, pues por su mucha sabiduría y bondad le consideraban necesario para el
gobierno del pueblo.
Y el Rey, aunque a
regañadientes, aceptó en bien de todos. Al día siguiente se abrieron las
puertas y un valiente caballero salió, lanza en ristre, despedido con los mayores
honores; pocas fueron las entradas y
salidas de la gente, pero nada turbó la paz de la ciudad, que esperó en vano al
audaz caballero.
Al llegar la hora de
queda sonaron los clarines y, mientras se cerraban las fuertes puertas, de
todos los corazones salió una oración por el que no había podido escapar del
furor del monstruoso dragón... Y así, uno tras otro, en los siguientes días,
los valientes caballeros perdieron la vida en la empresa. El entusiasmo de los
primeros días se fue aminorando, tanto más cuanto que ya habían perecido los
mejores guerreros y el sacrificio debilitaba al reino, sin que por ello
terminase la empresa.
Otra vez se reunió el
Consejo de nobles y ancianos con el Rey para deliberar y, al final, leyeron al
pueblo lo acordado:
«En vista de que el
dragón, en cuanto no sale nadie a entretenerle, se presenta a las puertas de
la ciudad con riesgo de entrar algún día en ella, hemos resuelto que se proceda
a sortear la salida entre los habitantes, sin distinción, jóvenes o viejos,
hombres o mujeres, pues estamos convencidos de que hay que saciar su ferocidad
con una víctima diaria. Es una prueba terrible y estoy dispuesto a pagar mi
tributo en ella, así como mi hija la princesa: correremos la misma suerte que
todos. ¡Esperemos en la ayuda de Dios!».
Silenciosamente se aceptó
esta decisión y un día llegó la terrible prueba para el Rey, pues la suerte
designó como víctima a su hija.
Padre e hija se
despidieron sin demostrar vacilación, pero con la emoción más desgarradora pintada
en los pálidos rostros:
-¡Valor y resignación,
hija mía! -murmuró el triste Rey mientras la ayudaba a montar en la yegua
negra, con la que tanto habían paseado por aquellos contornos.
-¡Padre! -contestó valerosa-,
ahora la resignación se convierte en virtud y la muerte en vida, ¿no es
cierto?
-Cierto es, hija mía...,
haces bien en darlo...
Y mientras los clarines
tocaban silencio en honor de la hija amada del Rey, contempló el pueblo tristemente
cómo se alejaba la rubia princesa, con las trenzas deshechas sobre la blancura
del traje, y ancha cruz de oro en el pecho. Al atravesar las puertas se volvió
con intensa mirada al padre y a los vasallos, y dijo con firme voz:
-¡Siempre estaré con
vosotros!
Y, poniendo la yegua al
galope, se perdió como un rayo de luz en la verde espesura del bosque.
Cuando la princesa se vio
en el interior de la selva sintió que su valor desaparecía pensando en el
monstruo, pero el recordar las palabras de su padre le dio nuevas energías para
proseguir la marcha.
Anduvo más de una legua
hasta llegar a un bello paraje; a lo lejos un alegre torrente dejaba llegar
hasta allí su murmullo; al otro lado del monte le pareció ver una especie de
caverna rocosa. En aquel momento la yegua empezó a inquietarse y la doncella
sintió el temor de la proximidad de la fiera, que sólo había visto una vez
desde las murallas.
Pero recorrió todo el
claro sin encontrar nada extraño; se detuvo entonces entre dos inmensas rocas,
que parecían dar entrada a un gran círculo rodeado de montes. Dudó en penetrar
en él, pues sabía que hasta el atardecer no debía enfrentarse con el dragón,
dejando que durante el día pudieran entrar y salir en la ciudad los que porta-ban
los víveres.
La yegua permanecía
tranquila y nada hacía pensar en la fiera. ¿Se habría equivocado acaso? Decidió
ver lo que había al otro lado del pasadizo y lo franqueó al trote,
encontrándose en seguida ante la negra boca de una gran caverna. Si la fiera se
encontraba dentro de ella, aún tenía tiempo de escapar, pero ella no sabía de
los ardides de los aguerridos caballeros; sólo pensaba aterrada en todos los
que habían perecido de la misma manera que iba a perecer ella, llena de
juventud y de vida, y embargada en sus pensamientos, no se dio cuenta de la
súbita inquietud de su montura.
Antes de que pudiera
pensar en huir sintió un fuerte resoplido a su espalda y, al girar la yegua,
vio al dragón, que le cerraba el paso. La montura dio un respingo que la dejó
en el suelo, y libre de la carga corrió enloquecida intentando atravesar el
pasadizo, pero un terrible coletazo del dragón la dejó al punto tendida sin
vida.
La infeliz doncella
retrocedió unos pasos; por su imaginación pasaron en atropellado desfile todas las
cosas bellas y buenas que abandonaba para siempre. Cerró los bellos ojos
murmurando una oración, pero cuando volvió a abrirlos algo sorprendente y
extraordinario apareció ante su vista.
Frente a ella, entre las
rocas que había atravesado un momento antes, estaba un caballero montando
blanco caballo, cubierto de resplandeciente armadura, al viento el airón de su
cimera. Con la visera del yelmo levantada la miraba con serenos ojos que
infundían valor y confianza. Su guantelete empuñaba recia lanza y el brazo
sostenía rico y pesado escudo, con una hermosa cruz grabada en él.
Con dulce sonrisa saludó
a la princesa mientras el dragón, en el centro del círculo, lanzaba tremendas
llamaradas y densa humareda por boca y nariz.
-¡Aparta, doncella!
-clamó con voz varonil y vibrante...- ¡Te protejo en nombre de Dios!
Y al mismo tiempo dejó
caer la visera y se aprestó al combate. La princesa subió a la roca mirando
asombrada ante sí. Al oír la sonora voz del paladín el monstruo lanzó un fuerte
rugido y dio una rápida vuelta sobre sí mismo, mientras el caballero, con el
trote de su caballo, se guardaba de ser alcanzado por la cola del monstruo
dando pruebas de una destreza y serenidad milagrosas. La fiera rugía haciendo
remolinos, levantando las alas, pero sin poder alcanzar al atrevido jinete.
El dragón huyó impotente,
abriendo las tremendas fauces en agudo silbido y el caballero aprovechó el
momento para hundir velozmente en la garganta del monstruo la aguda y pesada
lanza. El animal retrocedió arrojando bocanadas de sangre por la nariz y por la
boca. Entonces el caballero desmontó, arrojó lejos la lanza y, sacando un enorme
y reluciente sable, acuchilló los ojos de la fiera, que retrocedía con rugidos
poderosos levantando la cabeza para librarse de los tremendos golpes de su
enemigo; esto era lo que sin duda esperaba el valiente caballero, porque al
ver descubierto el rugoso cuello lo degolló de un solo y certero tajo. Cayó el
monstruo a tierra, dando con la enorme cola postreras sacudidas en el aire y
quedó muerto.
La princesa, que había
seguido angustiada las fases del combate, vio acercarse al gentil caballero y,
con asombro, vio que tenía la espada limpia como si no la hubiera empleado. El
héroe la metió en la vaina diciendo con voz armoniosa y nunca oída:
-¡Bella princesa,
permitid que os acompañe hasta las puertas de la ciudad!
La princesa le miró; era
bello y viril como un San Miguel, y había en su mirada una seguridad de
protección y confianza.
-Mi vida os pertenece,
caballero -murmuró-. ¿Cómo agradecer lo que por mi habéis hecho?
-Nuestra vida pertenece
únicamente a Dios, señora. A Él debemos toda gratitud y sacrificios...
-Veo que me conocéis,
pues me habéis llamado princesa. ¿De dónde venís, y cómo sabíais que me
encontraba aquí?
-En todo el reino de
vuestro padre se sabía que hoy iba a ofrecer su vida al monstruo la más bella y
buena de todas las princesas.
-Sois muy generoso,
caballero, al juzgarme y en obrar como habéis hecho. Podemos partir cuando os
parezca.
El caballero se inclinó y
montó luego en su caballo, apoyando la lanza en el suelo, en un solo salto de
maravillosa agilidad. También tenía la lanza limpia y brillante, sin que gota
de sangre empañara sus destellos, y la princesa tuvo la intuición de que aquel
héroe original era un enviado del cielo.
El caballero se acercó a
ella y unas manos suaves e invisibles la ayudaron a sentarse a la grupa de su
corcel.
Notó el suave balanceo
como si el caballo se meciera en el aire, y le pareció que volaba. El valiente
paladín iba en silencio y ella, al volver la cabeza para admirar su gallardía,
vio su rostro reflejado en el reluciente espaldarón de su armadura, como si
fuera en claro espejo. Un rayo de luz hirió sus pupilas; era el rayo de oro de
la cruz que llevaba en el pecho, al reflejarse en la espalda del guerrero.
Recordó entonces a su padre.
-¡Es triste morir!
¿verdad? -susurró su pensamiento.
-¡Sólo mueren los malos!
-contestó el misterioso caballero, como si hubiera leído en su mente-. Cuando
tenemos tranquila la conciencia, porque hemos realizado nuestra misión, la
muerte es continuación de la vida.
La princesa permaneció
muda de asombro porque eran las mismas palabras que le había dicho su padre.
No tenía ya duda de que estaba con ella un enviado de Dios. Y pudo verlo otra
vez cuando llegaron a las puertas de la ciudad.
El jinete la depositó
suavemente en el suelo diciendo:
-Estáis en vuestro
pequeño reino, princesa; no olvidéis el gran Reino de Dios.
La multitud, que los
había visto acercarse, los contemplaba extrañada. La princesa apoyó su menuda
mano en el guantelete de acero del caballero y le preguntó:
-¿No vais a decirme quién
sois?
-Mirad la cruz de mi
escudo -contestó besándole la mano-. ¡Yo estaré siempre con vosotros!
Dicho esto partió veloz
como el viento, y se esfumó en la espesura del bosque.
-¡San Jorge...! ¡Es San
Jorge! -exclamaron muchas voces.
Y en acción de gracias
por tan extraordinario hecho milagroso fue venerado San Jorge desde entonces
como Patrón de Cataluña.
103. anonimo (cataluña)
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