La balear menor, la que
ocupa el último lugar en la habitual nomenclatura que del archipiélago hacen
los libros de Geografía y la costumbre, tiene también su pequeño protagonismo
en el campo de la leyenda. Por su escasa población y por no haber soportado
nunca sobre ella una comunidad estable de habitantes, escasea su bagaje
costumbrista que necesita de la gente y de su cotidiano roce para generarse y
perpetuarse.
Las historias fantásticas
que tienen a Cabrera como escenario son, pues, resultado de episodios
espontáneos acaecidos cuando, por uno u otro motivo -generalmente el bélico-,
la pequeña isla ha participado como protagonista en algunos momentos de la
historia balear. Lo demás, el resto de historias que hacen referencia a
Cabrera, no pasan de ser simples anécdotas, algunas ciertamente muy dramáticas.
Considerado por los
arqueólogos como una importante fuente de yacimien-tos, la colección de islotes
que tienen a Cabrera como núcleo, es todavía un libro cerrado que algún día
desvelará aspectos interesantes de la prehistoria balear. Vestigios de
características tipológicas -tanto artísticas como domésticas- no encontradas
en las islas mayores, hacen suponer una cultura donde la religión (restos de
templos) y la vida comunitaria (vestigios de tres poblados prehistóricos
localizados en la pequeña Conejera) tendrían una singular importancia.
Cabrera, la «isla
traidora para el navegante» como la definiera Plinio, fue en los tiempos
lejanos donde cartagineses y romanos se disputaban el protago-nismo
mediterráneo, el legendario y, según otros, probado fugar donde naciera Aníbal.
Para Plinio, la isla Tricada (antiguo nombre de Cabrera) fue siempre la cuna
del cartaginés, y Estrabón, por su parte, sitúa en ella un templo a la diosa
Juno, a cuya protección se acogían las embarazadas en aquellos tiempos.
Sobre estas premisas, una
imprecisa historia avalada en parte por el testimonio de algunos historiadores
(Binimelis y Despuig, por ejemplo) nos cuenta cómo Amílcar Barca llevó a su
esposa, en avanzado estado de gestación, hasta la Tricada para implorar un
buen parto a Juno. Corría, a la sazón, el año 244 a. de C. y fue el caso que,
hallándose en la pequeña isla, le llegó el momento de parir a la dama cartaginesa
y de ella nació el que más tarde sería gran caudillo Aníbal, preocupación
máxima de Roma, a la que estuvo a punto de arrebatar su naciente hegemonía.
Algunos, rizando el rizo,
dan por cierta y demuestran fehacientemente esta suposición, aportando el
dato de que Aníbal Barca fue sietemesino, lo cual -dicen- parece probado. Ello
explicaría que, sin imaginar lo inminente del alumbramiento, la señora Barca se
decidiera a emprender aquel incómodo crucero por el Mediterráneo.
Siglos después, allá por
el IV de nuestra Era, se tienen noticias de otro eipsodio acaecido en Cabrera y
protagonizado, esta vez, por una comunidad de monjes dedicada a prácticas
piadosas y de estudio que llegaron a merecer el elogio de San Agustín. Así
consta en la carta que el futuro santo dirigió a Eudosio, superior de los
religiosos: «Debéis atender antes a las necesidades de la Iglesia que a la contemplación
y al descanso» se dice en el documento, para continuar alabando la vida de
santidad observada por los monjes. Sin embargo, tiempo después, como si ya la
advertencia de San Agustín hubiera sido una premonoición, parece que las
costumbres y la vida de austeridad y privaciones que se seguían en el
monasterio de Cabrera sufrieron tal relajamiento y degradación que el papa
Gregorio Magno se vio obligado a enviar hasta allí a uno de sus legados, portador
de duras reconvenciones. A saber qué cosas andarían haciendo los frailes para
merecer del papa un comentario tan duro como: «los monjes del monasterio de
Cabrera, que yace junto a Mallorca, viven tan disolutamente y su vida está manchada
con tales maldades, que más bien parecen militar al servicio del diablo que al
servicio de Dios».
Con la ocupación
sarracena, Cabrera se convierte en una plataforma ideal para las expediciones
musulmanas a las otras islas, preferentemente a Mallorca, hasta que la media
luna señorea al fin sobre todo el archipiélago. Siguen siglos de piratería en
los que la isla, con su castillo roquero señoreando sobre ella, conoce
sucesiva-mente devastaciones y saqueos por toda clase de naves en sus
singladuras mediterráneas. Son siglos oscuros y silenciosos para la isla que,
en alguna ocasión, es escenario de aventuras fantásticas vividas por literarios
héroes de ficción. Vicente Espinel y Alain René Lesage hacen sar por allí a sus
personajes Marcos de Obregón y Gil Blas de Santillana. Las aventuras picarescas
que sugería el siglo de oro español, con las idas y venidas de sus bajeles por
el Mediterráneo y las consiguientes hazañas de cautivos y evadidos de la
morisma, hallaron en la pequeña isla balear el marco idóneo para alguno de sus
pasajes.
Sin embargo, la gran
epopeya trágica de Cabrera, su verdadera leyenda negra, se inicia un día de
mayo de 1890, cuando cerca de diez mil soldados de Napoleón son desembarcados
en ella. Son prisioneros, derrotados en la campaña de Andalucía que van a ser
puestos a prueba, abandonados casi a su sola iniciativa para sobrevivir,
durante cinco largos años sobre la superficie de Cabrera, con sólo las ruinas
de alguna edificación rústica y los restos del viejo castillo para guarecerse.
Cuando, cinco años después, los tres mil sobrevivientes fueron reembarcados
hacia su patria, los otrora aguerridos soldados imperiales eran la viva estampa
de la degradación, el hambre y la miseria. Como ingrávidos espectros, depauperados y sin fuerzas casi, aún tuvieron las necesarias para prender fuego a la isla
como queriendo hacerla desaparecer para siempre y con ella los recuerdos de
muerte y cautiverio que, sin embargo, iban a perdurar en ellos.
Como perduró también
Cabrera, con las entrañas llenas de cadáveres y las paredes del castillo
grabadas con dramáticas inscripciones de nombres y fechas, testimonio
indeleble de aquellos años.
A partir de entonces, una
leyenda negra se añadió a nuestra historia. Una leyenda fruto del dolor y la
frustración, del lógico miedo y de la desesperanza que para aquellos hombres
supuso el convivir diariamente con el hambre, la peste y la muerte, durante
cinco largos e inacabables años.
Hoy, en Cabrera, se vive
básicamente la misma soledad de siempre. Apenas unas edificaciones, pequeñas,
en el recogido puerto de aguas clarísimas, para uso de pescadores y militares.
Nada más. Un poco más lejos, las ruinas del viejo castillo, con seis siglos de
historia sobre ellas, se alzan sobre el recinto de un pequeño cemen-erio cuya
puerta metálica se mece, continuamente, con el viento. Es un cementerio con una
sepultura solamente: la de Johannes Bochler.
Johannes fue sepultado
allí el 1 de abril de 1944 cuando cayó del cielo con su avión, estrellándose
sobre Cabrera. Era un piloto alemán sorprendido por una tormenta mientras volaba
en cumplimiento de alguna misión bélica.
El desastre de la segunda
guerra mundial hizo que nunca pudiera localizarse a ningún familiar del aviador
caído que, de este modo, se vio olvidado de todos y enterrado en una solitaria
isla del Medi-erráneo. Por eso el alma de Johannes no ha encontrado aún la paz
eterna. En las noches de tormenta, el viento se mezcla con los lastimeros
quejidos del joven piloto, como si su espíritu errabundo anduviera -todavía-
en busca de algún ser querido que se compadeciera de él.
Eso cuentan en Cabrera y
advierten al visitante que no se atreva a profanar la tumba, la única tumba del
pequeño cementerio, pues, de hacerlo, una maldición idéntica podría caer sobre
su espíritu.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anónimo (balear-cabrera)
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