La pequeña colina, otro
tiempo inmediata a la ciudad de Eivissa y hoy alcanzada ya por el continuo
crecimiento de las edificaciones urbanas, es el Puig d’es Molins.
Desde que a la pitiusa
mayor se la conocía como Ebessos y pasan-do por sus sucesivas denominaciones
de Eresos, Ebusos, Ebussus, ínsula Augusta o Yebisah, el Puig mantuvo siempre su función específica de lugar de enterra-miento.
Curiosamente, allí no sólo reposaban los naturales de la isla, sino tambien los
acomodados señores de la potencia que, a la sazón, la dominaba y que adquirían
en la colina su sepultura a la que dejaban ordenado fueran llevados sus
despojos, desde los más remotos confines del Mare Nostrum.
La paradisíaca belleza de
la isla, la secular bondad de sus gentes y lo tranquilo de su ambiente, eran
apreciados por los magnates de la antigüedad que, con sus caprichosos deseos
introdujeron -ya entonces- la costumbre de comprarse unos palmos de terreno
en Eivissa, con vistas a disfrutar de su «parcela» por toda su eternidad.
Algo así como una lejana
premonición de las actuales y no siempre adecuadas urbanizaciones, pero con un
carácter evidentemente muy distinto.
Con el tiempo, se
terminaron la paz y la quietud en la «casa de los muertos». Llegaron los
salteadores de tumbas, olfateando los funerarios ajuares de los inquilinos del Puig y, uno a uno, de las más variadas
formas, los sepulcros fueron abiertos y vaciados de su contenido, más o menos
rico, más o menos valioso.
Eivissa pudo, no sin
pocos esfuerzos, retener en su museo alguno de aquellos importantes hallazgos.
El Puig d'es Molins, por otra parte y según la leyenda, fue desde
siempre la guarida de otros espíritus domésticos de la particular tradición
isleña: es barruguets. No es que
éstos -llegados hasta aquí de la mano de las antiguas religiones- tuvieran,
precisamente, aficiones necrofílicas. Los barruguets,
por el contrario, donde más a gusto se hallaban era en compañía de los vivos, a
los que gustaban de fastidiar con sus travesuras: revolver la casa mientras la
gente dormía, esconder objetos en inverosímiles lugares, asustar a las bestias
cuando se acercaban al abrevadero, esconderse en las cisternas e impedir izar
los pozales con el agua, etc., etc. De todo esto, podían librarse también
temporalmente aquellos que tuvieran un barruguet
en su casa, si tomaban la precaución de dejar siempre a su alcance abundantes
raciones de pan y queso, su manjar preferido.
Ni cambiarse de casa con
el mayor sigilo, daba resultado. Cuentan que una familia lo intentó, cansada
de las pesaduras de un invisible duende, y fue trasladando, día a día, sus
enseres a un nuevo domicilio. Sólo quedaban, al fin, cuatro cachivaches que
cargaron entre todos y salieron, cerrando cuidadosamente la puerta. ¡Al fin
iban a verse libres de aquella pesadilla! A medio camino, sin embargo, la mujer
advirtió su descuido: había olvidado la parrilla. No quedaba más remedio que
volver a por ella. «No importa que volváis -le dijo, como divertida, una
extraña voz- la traigo yo.» Y todos pudieron ver como la parrilla, suspendida
en el aire, apocos palmos del suelo, les seguía en la mudanza. Su barruguet particular no les había
abandonado.
A diferencia del fameliar, el barruguet es, en las curiosas tradiciones ibicencas, el espíritu
malo. Se hace, necesario, por tanto, adornarles con historias de mayor porte
que las travesuras citadas y se les responsabiliza de actuaciones un tanto
diablescas, intentando conferirles el deseado carisma maléfico. Pero, aún así,
los barruguets no pasan de ser unos
simples aficiona-dos en las artes del mal. Hoy calificaríamos aquellas
actuaciones suyas como vulgares gamberradas.
Veamos algunas:
Una buena mujer, madre de
una criatura de pocos días, regresaba a casa cuando advirtió abandonado en una
cuneta, cerca de la catedral de Eivissa, a un recién nacido que se
desgañitaba, llorando de hambre. La buena mujer se compadeció, tomó la criatura
en brazos y se la llevó a casa. «Donde come uno, comerán dos», pensó y,
desabrochándose el corpiño, ofreció uno de sus pechos al niño. El hambre del
pequeño parecía no tener fin y, por otra parte, la mujer notaba con extrañeza
el contacto de unos dientes en su pezón.
-Tu ja tens dentetes per menjar favetes -le dijo.
-¡I dentasses per menjár favasses!
-tronó el mamón, tomando la forma de un enano barbudo, fastidiado al verse
descubierto prematuramente en aquella agradable función.
A la mujer, es de suponer
el sofoco que le causó aquel barruguet
que, olvidándose de su condición de invisible, practicaba con notable éxito
actividades de auténtico transformista.
También fue mayúsculo el
susto que se llevó el arcipreste de Santa María por recoger, de noche, un
cabritillo abandonado, cerca de la Portella. El buen cura lo resguardó bajo su
manteo y echó a andar hacia la iglesia. Al llegar a la puerta del templo, el
reverendo resoplaba; nunca hubiera creído que aquel animal fuera tan pesado. Se
paró, abrió su capa y casi se muere del susto al ver en sus brazos a un
cabronazo, hecho y derecho, de retorcidos cuernos que, desprendiéndose del
cura, salió al galope, calle abajo, atronando la noche con los golpes de sus
pezuñas.
¡A saber qué pretendía el barruguet,
caracterizado de aquella forma, del infeliz reverendo!
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anónimo (balear-eivissa)
No hay comentarios:
Publicar un comentario