El trigo «se espantó» en
1813. No hubo cosecha, no hubo trabajo y al hambre la veían correr por los
campos de Menorca. A pesar de ello, el campesino se veía precisado a subsistir,
necesitaba aquellas escasas monedas con que comprar las mínimas provisiones
para él y su familia. El señor podía pasar un mal año. Tenía dinero, al menos
el suficiente para resistir, y tierras en las que, mal que mal, siempre
crecería algo que llevarse a la boca.
Pero el jornalero no. El
jornalero tenía que vivir de su trabajo y aquel año, a falta de otras
ocupaciones, tuvo que inventarse una nueva. En las fincas había grandes
extensiones de monte bajo donde crecían los arbustos, acebuches y matorrales
de mirtos y lentiscos. Aquellas tierras, aun teniéndolo, no parecían tener
dueño y hacia ellas se dirigieron los desesperados braceros. Aquella leña,
convenientemente troceada y quemada, se convertía en un carbón de mala calidad,
elaborado más o menos clandestinamente, y las pocas monedas que proporcionaba
su venta, ayudaban a aliviar las necesi-dades de aquellos hambrientos.
Pronto el carbó de la pilla fue una práctica
generalizada en toda la isla. Aquel elemental pillaje tenía solamente como
objetivo la leña de los arbustos. Ni las escasas hortalizas, ni las frutas de
los huertos, ni los flacos animales que pacían en las dehesas, fueron objeto de
la rapacidad de aquellas gentes, cuyo sentido de la honradez estaba por encima
de sus acuciantes necesidades.
Por eso, la práctica de
trabajar el carbó de la pilla fue
abandonando, poco a poco, la clandestinidad de aquellas cuevas, ennegrecidas
por el humo de las piras, y salió a cielo abierto, si no con la permisividad,
al menos con la tolerancia de los amos de los predios.
La historia, la negra
historia de aquel carbón, del carbón del hambre, está recogida por la tradición
menorquina. Familias enteras lograron subsistir gracias a él, trabajándolo
incansablemente en el calvero de un bosque o al borde del mar.
Hubo también quien pagó
por aquel carbón un elevado precio. Fue el caso de Antoni Triay, que, empeñado en hacerse con una gran mata, crecida
en la ladera de un barranco, no advirtió que una de las rocas a las que se
agarraba estaba suelta. Antoni se
despeñó hasta el fondo, reventado por las peñas que cayeron sobre él.
No lejos de Sant Cristófol, en las inmediaciones de sa cova negra, su familia plantó una
cruz de hierro. Era el homenaje a Triay y, en su persona, a todos los sufridos
carboneros de la pilla.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anónimo (balear-menorca)
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