Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

¡«Carbó de la pilla»!

El trigo «se espantó» en 1813. No hubo cosecha, no hubo trabajo y al hambre la veían correr por los campos de Me­norca. A pesar de ello, el campesino se veía precisado a sub­sistir, necesitaba aquellas escasas monedas con que comprar las mínimas provisiones para él y su familia. El señor podía pasar un mal año. Tenía dinero, al menos el suficiente para resistir, y tierras en las que, mal que mal, siempre crecería algo que llevarse a la boca.
Pero el jornalero no. El jornalero tenía que vivir de su trabajo y aquel año, a falta de otras ocupaciones, tuvo que inventarse una nueva. En las fincas había grandes extensio­nes de monte bajo donde crecían los arbustos, acebuches y matorrales de mirtos y lentiscos. Aquellas tierras, aun te­niéndolo, no parecían tener dueño y hacia ellas se dirigieron los desesperados braceros. Aquella leña, convenientemente troceada y quemada, se convertía en un carbón de mala ca­lidad, elaborado más o menos clandestinamente, y las pocas monedas que proporcionaba su venta, ayudaban a aliviar las necesi-dades de aquellos hambrientos.
Pronto el carbó de la pilla fue una práctica generalizada en toda la isla. Aquel elemental pillaje tenía solamente como objetivo la leña de los arbustos. Ni las escasas hortalizas, ni las frutas de los huertos, ni los flacos animales que pacían en las dehesas, fueron objeto de la rapacidad de aquellas gentes, cuyo sentido de la honradez estaba por encima de sus acu­ciantes necesidades.
Por eso, la práctica de trabajar el carbó de la pilla fue abandonando, poco a poco, la clandestinidad de aquellas cue­vas, ennegrecidas por el humo de las piras, y salió a cielo abierto, si no con la permisividad, al menos con la tolerancia de los amos de los predios.
La historia, la negra historia de aquel carbón, del carbón del hambre, está recogida por la tradición menorquina. Fa­milias enteras lograron subsistir gracias a él, trabajándolo incansablemente en el calvero de un bosque o al borde del mar.
Hubo también quien pagó por aquel carbón un elevado precio. Fue el caso de Antoni Triay, que, empeñado en ha­cerse con una gran mata, crecida en la ladera de un barranco, no advirtió que una de las rocas a las que se agarraba estaba suelta. Antoni se despeñó hasta el fondo, reventado por las peñas que cayeron sobre él.
No lejos de Sant Cristófol, en las inmediaciones de sa cova negra, su familia plantó una cruz de hierro. Era el ho­menaje a Triay y, en su persona, a todos los sufridos car­boneros de la pilla.

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-menorca)

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