Hubo una vez un chiquillo que no
podía decir "por favor", ni tampoco "gracias". Estas dos
palabritas tan corteses no querían sencillamente salirle de la boca. Sus padres se
enfadaban mucho por ello, y el abuelo aún más. Pero la abuela contemplaba al
muchachito, y sentía dolor.
-Está enfermo -dijo al fin-.
¡Llamad al médico!
Vino el doctor, y examinó con
cuidado al chiquillo.
-No tiene absolutamente nada en el
cuello ni en la lengua -dijo el sabio hombre, y se marchó de nuevo.
-Así, pues, tiene algo en el
corazón -afirmó la abuela.
Nadie sabía qué hacer; nadie podía
ayudar. Y, sin embargo, era una grave enfermedad y un verdadero dolor. Si venía
alguna tía de visita y traía consigo buenas cosas, corría el muchacho a
esconderse detrás de la casa.
No quería recibir regalos, pues no podía decir
"gracias", como manda la buena educación.
Una vez estaba toda la familia en
el campo, en casa de unos primos y primas. En la fiesta sirvieron mosto dulce y
pan moreno recién amasado y con ello también nueces tiernas. ¡Oh, qué bueno era
aquello! Y todos se alegraron.
Pero al muchacho se le ocurrió que
tendría que decir "por favor" y "gracias" y dejó todas
aquellas apetitosas cosas y dijo que no le apetecían; prefería ir a ver los conejitos.
Pero, cuando estuvo con los
conejitos, empezaron a correr libremente las lágrimas por sus mejillas. Sentía
algo como un peso que le oprimía el corazón. ¡Ay¡ ¡Era tan triste no poder
decir "por favor" y "gracias"! Y el mosto dulce era precisamente
para él lo mejor del mundo.
Detrás de la casa de los campesinos
se extendía un amplio bosque. Hacia allí corrió el muchacho para ocultar su
dolor. Entonces vio junto al camino una gran mata de zarzas llena a más no
poder de moras maduras.
-¡Oh, cuántas! -exclamó el muchacho
-. ¡Voy a cogerlas!
Pero, al ir a hacerlo, ¿qué
sucedió? La mata retiró sus ramas y un ratoncito dijo desde dentro:
-¡Di enseguida "por
favor", y entonces podrás cogerlas todas!
El chiquillo puso hociquillos de
disgusto; se volvió y siguió corriendo, pues "por favor" era
justamente una de las palabras que no podía él decir.
A poco llegó junto a un avellano.
Los frutos, de color pardo dorado, eran tentadores. ¡Oh, cómo recordaban la
Navidad! El chiquillo corrió hacia allí. Pero, al acercarse, las ramas del
avellano se irguieron con todos sus frutos hacia lo alto, y una ardilla gritó
desde el árbol:
-Tú, como no puedes decir
"gracias", tampoco debes coger avellanas.
Echó a correr de nuevo, disgustado,
y de tanto correr sintió sed. Por eso se alegró cuando oyó entre la maleza un
suave rumor, que procedía de un manantial. Pero apenas se hubo inclinado para
coger agua con la mano, se retiró de pronto el manantial y desapareció en la
roca.
Aterrado, levantó el chiquillo la
mirada y vio junto a sí un cervatillo. El pobre animal llevaba la lengua fuera.
Era evidente que venía atormentado por la sed. Pero el manantial había desaparecido y no
parecía que quisiera volver a salir de nuevo. Algo se removió en el corazón del
chiquillo. Acarició al animal y dijo:
-Yo tengo la culpa de que tú hayas
de pasar sed. ¡Pobre cervatillo!
El muchacho sollozaba más y más,
desconsoladamente. Entonces echó a hablar y dijo de manera inesperada:
-¡Por favor, querido manantial,
regálanos de nuevo tu agua!
En la roca se oyó inmediatamente
como un alegre cantar. A continuación brotó el agua, y, claro como la plata,
fluyó de nuevo el manantial. El chiquillo y el cervatillo bebieron. Y cuando él
tuvo bastante, dijo con voz fuerte y clara:
-¡Gracias!
Entonces se dio cuenta, de que
había caído algo al suelo, a su lado. Era una piedra, que le había caído al
muchacho del corazón. El chiquillo se sentía muy ligero, libre del peso que
antes le oprimía. En lugar del cervatillo, empero, había ahora una hermosa hada
a su lado. Esta dijo:
-Ahora estás ya curado.
-¡Gracias! -repitió el chiquillo, y
se quedó contemplándola lleno de una indecible felicidad.
Luego echó a correr, loco de
alegría, y salió del bosque. De repente sintió deseos de ver a sus primos y a
sus primas, y fue a buscarlos a la pradera donde estaban jugando. Cuando vieron
de lejos al fugitivo, gritaron todos irónicamente:
-¿Quieres ahora mosto dulce y pan
moreno y nueces?
-¡Sí, por favor! -dijo el
chiquillo.
Entonces corrieron hacia la casa y
le trajeron de todo. El chiquillo, cada vez más contento, decía:
-¡Gracias, muchas gracias!
Y reía, sin cesar, y sentía ligero
su corazón. Naturalmente: había desa-parecido la piedra que le oprimía y no le
dejaba decir ni "por favor" ni "gracias".
Podéis imaginaros cómo se alegraron los padres de que su hijito
estuviera ahora curado de su grave enfermedad. Pero nadie estuvo más contento
que el abuelo y la abuela, y el más contento de todos era el mismo chiquillo.
061. Anónimo (suiza)
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