No hay en el mundo nada tan hermoso
como una mirilla. Pero tiene que ser una verdadera mirilla, una mirilla
auténtica, tal como la que tenía Juanito en el monte.
Era éste un pobre chiquillo que
hacía ya de pastor. Caminaba descalzo y con los pantalones desgarrados. Tosía
con frecuencia, y su rostro era pálido y delgado. En invierno sufría hambre con
su madre en el albergue de los pobres. El verano lo pasaba en el monte.
Las gentes de la aldea le miraban
compasivas, y algunas decían que no estaba del todo bien de la cabeza. Pero esto no
era más que la opinión de algunos. Sí las vacas hubieran podido hablar, ellas
habrían dicho algo bien distinto. Juanito veía y oía incluso más que la demás
gente. Pero de ello no hablaba con las personas inteligentes, sino tan solo
alguna vez con su madre enferma. A las vacas les hablaba también muchas veces
en el monte. Cuando las vacas pacían tranquilas y calladas, masticando las
hierbas del monte entre la recia dentadura, le escuchaban a él apaciblemente.
Muchos profesores sentirían una gran alegría de poder tener alumnos que
estuvieran tan atentos como ellas.
Juanito dormía por las noches en
una cabaña del monte. Bajo el tejado, muy cerca de la pared de tablas, tenía él
su montón de heno. Esta cama no la hubiera cambiado él por ningún lecho con
dosel de un rey.
Algunas veces, sin embargo, hacía
mucho frío allá arriba, y entonces se pasaba Juanito tosiendo todo el día
siguiente.
-¡Baja con nosotros! Nuestro
albergue es más cálido -le decía entonces el buen vaquero.
Pero esto no podía hacerlo Juanito,
pues en la pared de tablas había una pequeña mirilla redonda. Y no quería
abandonarla.
Por la mañana, en cuanto abría los
ojos, estaba ya ante él la escala celestial. Ésta conducía desde su lecho,
oblicuamente, hacia las alturas. Por allí subían y bajaban las pequeñas
criaturas del Sol . Llevaban
brillantes coronas sobre sus cabecitas y le saludaban dándole los buenos días.
Él era el rey del Sol y saludaba a
todos bondadoso. Luego se levantaba y salía fuera de la cabaña para saludar a
su reina. Ésta esperaba ya sobre el monte, revestida, por amor a él, del
valioso manto de púrpura. Sus servidores habían esparcido diamantes sobre la
alfombra de flores a sus pies.
Ahora podía caminar Juanito por
ella, lenta y dignamente, tal como corresponde a un rey.
También por la noche era muy
hermosa su mirilla. Entonces miraban por ella las estrellas, y preguntaban
suavemente si podían venir a visitarle. Pero casi siempre estaba Juanito
demasiado cansado y prefería dormir.
Pero un día no pudo seguir
durmiendo el muchacho. La molesta tos le afligía más que de ordinario, y la
cabeza le dolía y ardía como si la tuviese metida en un horno; además, sobre el
pecho parecía tener algo oscuro que le pinchaba y oprimía.
-¡Socorro! -jadeó el pobre
muchacho.
Entonces apareció una estrella por
la mirilla.
-¿He de venir? -preguntó.
Juanito asintió y al punto se dejó
caer la estrella desde la altura del cielo. Juanito lo vio con sus propios
ojos. Entonces tuvo que levantarse y salir a recibir delante de la puerta al
celestial huésped.
Descendió la escalera tanteando en
las tinieblas, hasta que se encontró fuera. Delante de la cabaña, en pleno
monte, aguardaba un jovencito de plateadas vestiduras.
-¡Ven! -dijo el mensajero, y le cogió
de la mano.
Juntos oscilaron por los espacios
sobre la celestial vía láctea, hacia el gran jardín de las estrellas que se
halla en lo alto.
Juanito echó una rápida mirada
sobre sí mismo. Sí, sí, llevaba puesta su túnica real de rey del Sol . Podía presentarse, pues, ante cualquiera. Todas
las estrellas se inclinaban, cuando pasaba delante de ellas. Eran muchos miles,
y todas a cuál más hermosa. Finalmente llegaron al dorado portal del cielo.
-¡Pedro, abre! ¡Viene a visitarnos
el rey del Sol , Juanito!
Entonces se abrieron ampliamente
los portales, y salió a recibirles el rey de los Cielos en persona.
-¿Por qué me conceden este gran
honor? -preguntó Juanito humilde-mente.
-Porque has tejido tu gris vestido
terrenal con el oro del Sol . Tú
estabas ya allá abajo como en el cielo. Por ello estás aquí como en tu casa. Si
te agrada, puedes quedarte para siempre entre nosotros.
-Gracias -dijo Juanito -. Pero
antes tengo que despedirme de mi madre.
-¿Por qué quieres despedirte de
ella? -le preguntó dulcemente el rey de los Cielos-. ¡Tráela contigo aquí
arriba! La madre del rey del Sol
debe estar también entre los invitados.
Entonces se alegró enormemente
Juanito, porque iba a dar una alegría a su madre. Presuroso, hizo seña a su
acompañante, y juntos se deslizaron de nuevo hacia la Tierra.
Allí abajo reinaba gran excitación.
El vaquero de los Alpes corría desde el monte hasta el hogar de los pobres, en la aldea. Iba a decir a la
madre de Juanito que tenía que subir al momento. Su hijito se había tendido por
la mañana con alta fiebre delante de la cabaña y estaba en trance de muerte.
Pero la madre de Juanito tosía también muy fuerte y no podía levantarse del
lecho.
Juanito lo sabía. Se deslizó con su
acompañante a través de la ventana abierta y llegó hasta el lecho de su madre,
en la casa de los pobres.
-Reina madre -dijo-. ¡Levántate y
ponte tu más bello vestido! ¡Ponte también la corona! Estás invitada allí
arriba como huésped.
Entonces resplandecieron los ojos
de la madre como el Sol , y siguió a
su hijo, y fue recibida allí arriba, como él, con brillantes honores.
De la casa, empero, de los pobres,
sacaron a la mañana siguiente dos ataúdes negros, y las gentes de la aldea
colocaron flores sobre ellos, piadosamente.
061. Anónimo (suiza)
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