El conde de Ampurias,
testarudo y tenaz, deseoso de terminar cuanto antes con el definitivo asalto a
la ciudad, andaba hacía tiempo enfrascado en la excavación de una mina bajo los
muros que la defendían. La fortifcación se resentía ya de los muchos embates
recibidos y eran considerables los estragos obrados en las ya maltrechas
murallas. Se abrían grietas, se desmoronaban torres y enormes brechas
presagiaban a los sitiados una derrota que, aunque se aprestaban a vender cara,
era de cada día más inminente. Las máquinas de guerra batían a pedradas los
muros y el interior de la ciudad, y los sitiadores en justa réplica, respondían
con calderas de pez y aceite hirviendo, lluvias de flechas y quizás las mismas
piedras lanzadas por los cristianos, eran devueltas con la misma agresividad
por los almohades.
Advertidos los sitiados
de que si la estratagema del de Ampurias daba resultado, abriría en las
murallas un boquete irreparable allí donde más duramente era castigada la
ciudad, decidieron obrar con astucia para desviar de aquel lugar las embestidas
del enemigo. El plan era atrevido y probablemente obra de Gil de Alagón,
antiguo caballero cristiano, llegado a Mallorca años atrás, renegado y apartado
de su fe, que servía ahora con el nombre de Mohamed al rey moro de la isla y en
cuyo nombre llegó a parlamentar con los enviados de Jaime I en algunas ocasiones.
Empezaba al mes de
Diciembre y no debía ser cómodo soportar el frío del campamento, ni librar
combates y escaramuzas bajo la lluvia helada o el azote de la tramontana.
Aquella noche, como todas, se cargaron los trabuquetes, las catapultas y los fonevols con piedras de todos los
tamaños, se prepararon las ballestas, los arietes y las torres de asalto y se
dejó todo dispuesto para, nada más clarear el alba, arremeter de nuevo contra
la ciudad.
Mientras tanto, al otro
lado de los muros, un puñado de prisioneros cristianos, eran sacados de sus
mazmorras, desnudados y atados a unas cruces que, al amparo de las sombras,
colocaron los sitiados sobre la parte más castigada de las murallas.
Grande fue el estupor del
rey Jaime al despuntar el día y ver aquel escudo humano interpuesto entre sus
armas y la ciudad que estaba acosando. Ningún soldado se atrevió a lanzar una
sola piedra sino que, desconcertados ante la argucia del enemigo y parapetándose
como podían, acercábanse al foso sobre el que se alzaban los crucificados y les
tranquilizaban diciendo que no dispararían hacia ellos sus armas. Muy a pesar
suyo sin embargo, ya que, obrando así no podrían tomar la ciudad y no sería
bueno que por ellos la per-dieran. Los infelices prisioneros, ateridos de frío
pero imbuídos en un espíritu altamente heróico, replicaron a sus compañeros que
aquél día, más que nunca, debían redoblar sus ataques y que no fueran sus
cuerpos crucificados obstáculo para su descargas. Si Dios les había reservado
-decían- aquel final honroso en la cruz, estaban seguros de que su alma
entraría directamente en la gloria como la de auténticos mártires por la fe.
El rey Jaime tuvo, entre
tanto, el consejo de sus nobles y capitanes que, más prácticos o menos
escrupulosos, le conminaron a no flaquear ante aquel escarnio de los descreídos
sarracenos. Convencido al fin, ordenó que aquel día combatieran todos con
ardor nunca visto y se concentraran los tiros de todas las máquinas de guerra
donde estaban los crucificados, a cuyos pies el conde de Ampurias estaba dando
fin a su trabajosa y larga labor de zapa. Una lluvia de piedras se precipitó
sobre aquellos infelices. Durante horas y horas silbaron las flechas y
reventaban los pedruscos que, convertidos en mil proyectiles se esparcían por
todos lados en medio de la algarabía del combate «e fou virtud de Déu que las pedras dels trabuchs si ferían entorn axi
que'ls cabells ne menavan e no n'hi hach nengú que fos férit que menys ne
valgués ne'n morís». Es decir, que no hubo muertos ni tan sólo heridos.
Sólo algún ligero ondear de cabellos producido por alguna piedra que la
providencia no alcanzó a desviar lo suficiente para evitar el susto de
aquellos infelices.
Entrada ya la noche y
viendo los moros el fracaso de su artimaña, retiraron a los cristianos de las
cruces y devolviéronlos a las mazmorras en espera, tal vez, de una mejor
ocasión.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anónimo (balear-mallorca-palma)
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