La salchicha de este cuento era una
salchicha robada. El ladrón, que contaba tan sólo siete años de edad, era un
pillete a carta cabal. Pero esta salchicha le enseñó quién era más listo de los
dos.
El muchacho la había dejado caer
suavemente en el bolsillo de sus pantalones, en casa del carnicero, mientras
éste ponía media libra de carne en el cesto de una vieja y le decía a la vez
una broma.
Ahora el propósito del pequeño
bribón era asar la salchicha, pues se trataba de una verdadera salchicha para
asar.
El muchacho se encontraba
completamente solo en la
casa. Con las prisas, sus familiares se habían olvidado de
él. Todos estaban en el campo, porque amenazaba una tormenta, y el heno estaba
todavía por recoger.
Este era, pues, el momento
oportuno. ¡Encender deprisa el fuego y echar manteca en la sartén! Ya
chisporroteaba la lumbre.
Pero la salchicha decidió no dejarse asar por un vulgar
picaruelo. Así, mientras el muchacho se inclinaba para echar leña en el fuego,
ella se deslizó, con la misma suavidad, del bolsillo, y fue rodando hasta
debajo del hogar. Ahora yacía junto a la pared, en el último rincón, donde
reinaba una completa oscuridad.
Pero, como decimos, la manteca
chisporroteaba ya, y el pequeño se metió rápido la mano en el bolsillo para
sacar la salchicha. ¡Qué espanto! Se agachó y miró a derecha e izquierda, hacia
detrás y hacia delante, y se volvió a uno y otro lado. ¡No estaba! la salchicha
permanecía quietecita en su rincón, como un ratoncito asustado.
En este momento brilló un
relámpago, y el trueno traqueteo por encima de la casa, haciendo temblar de
arriba abajo las paredes. El chiquillo, sumamente asustado, se tapó los ojos
con ambas manos. Entonces se oyó un silbido en el hogar.
-¡Jesús! -gritó el muchacho.
La manteca caliente ardía con rojas
llamaradas sobre la sartén.
-¡Fuego! ¡Fuego! -gritó por la
ventana de la cocina.
Una vecina, al oír los gritos, dejó
caer lo que tenía en las manos. Acudió corriendo en su ayuda, y pudo, por fortuna,
apagar todavía el fuego.
-Y ahora, vamos a ver, muchacho,
¿qué es lo que querías hacer? -preguntó.
El pequeño picaruelo negó lo azul
del cielo, dando todo género de explicaciones y excusas, y la vecina le hubiera
creído seguramente todo lo que decía, si no se hubiese presentado de pronto la madre. Ahora no era
ya posible seguir disimulando. la sartén quemada hablaba demasiado clara-mente,
a la madre, y la merma en la manteca tenía también lo suyo que decir.
Pero la verdad de lo ocurrido la
sabía única y exclusivamente la salchicha, que no podía hablar, porque no
disponía de lengua; de modo que yacía en la oscuridad sin poderse mover. Pero,
a pesar de ello, supo cómo salir del apuro. Comenzó a despedir sus apetitosos
aromas, hasta que el perrito se dio cuenta de ella. El perrito olisqueó,
inquieto en torno al hogar. Al fin, se deslizó debajo de él y salió con la
salchicha en la boca.
-¡Ah, bribón! -exclamó la madre,
dando un palmetazo a su hijo.
El pequeño bribonzuelo se volvió
colorado hasta las orejas viéndose descubierto, y, mientras el perrito se comía
tranquilamente la salchicha cruda, tuvo él que correr a casa del carnicero y
pagarle de sus ahorros, pues en estas cosas no admitía bromas la madre.
061. Anónimo (suiza)
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