Toc, toc, toc, sonó la aldaba
varias veces.
Leoncio se dirigió pesadamente a la
puerta por entre atados de esteras y canastos sin terminar, que a la mañana
siguiente saldría a vender en el mercado del pueblo, y apoyándose en su bastón
abrió la puerta. Era Roque.
Buenas, abue Leoncio -dijo el
muchacho, quitándose el sombrero.
-Buenas -contestó el viejo; se
sentó en la mecedora y alistó su tabaco. Callado y reservado, a Leoncio sólo se
lo oía hablar los sábados de mercado, cuando negociaba sus esteras y sus
canastos. Acostumbraba pasear, al caer la noche, por los alrededores de la
vieja laguna, acompañado de su inseparable bastón. Mirando hacia la cordillera,
Roque exclamó de pronto:
-¡Son dos, abue Leoncio! ¡Son dos!
¿O será que estoy viendo doble?
-¿Dos qué? preguntó el viejo.
-¡El arco iris! O mejor dicho, ¡los
arcos iris! -contestó Roque.
Leoncio se acercó a la ventana y,
simulando ver algo que en realidad sabía y recordaba, dijo:
-Sí, Roque, son los guardianes de
la laguna. Nahua y Tatacoa cuidan sus tesoros y, a veces, después de los
aguaceros, salen como aladas serpientes a tomar baños de sol, para luego
zambullirse de nuevo en sus aguas. Dicen los antiguos que quienes aprecian la
laguna más que sus fortunas, pueden observar en ocasiones las huellas que en el
cielo dibujan los dos guardianes.
Los días en que esto sucede son los
más propicios para la pesca.
Leoncio sacó su pulida caña, se la
pasó a Roque, le entregó un cordel y unos anzuelos, y le dijo:
-Hoy la laguna puede regalarte sus
mejores peces.
Sombrero y caña en mano, Roque se
despidió de Leoncio y salió. Trepó por el camino real que serpenteaba cerro
arriba y, evitando los charcos que había dejado el aguacero, llegó a su
destino.
-¡Roque! ¡Roque alfandoque! -dijo
una voz entre los arbustos.
El muchacho miró para todos lados,
pero no vio a nadie; estaba seguro de haber escuchado esa voz, pero bien podía
ser una chanza de sus compañeros de la escuela, que con frecuencia lo
molestaban llamándolo de esa manera. Esto pensaba cuando, frente a él, vio una
gran rana brillante que dominaba la entrada de la laguna. Sorprendido, Roque
corrió en dirección a la gran roca en cuyo lomo había extrañas figuras. Se
encaramó y, mientras se esforzaba por encontrar al fabuloso animal, oyó de
nuevo la voz:
-¡Roque! ¡Roque alfandoque!
Ahora estaba bien seguro: la rana
gigante le había hablado. Allí estaba dando saltos alrededor del florecido
árbol de ayahuasca[1]
que crecía cerca de la laguna. Roque podría jurar que la ranota se burlaba de
él. Tomó su ruana[2]
y saltó tras el animal, tratando de atraparlo. La rana saltaba, y saltaba el
muchacho, hasta que, exhausto y sin aire, cayó tendido sobre el pasto, mientras
el brillo del batracio se perdía de nuevo entre las rocas.
Un aroma dulzón emanaba de las
flores e invadía el aire. Roque, ya recuperado, alcanzó a ver la rana parlante
que desaparecía por la boca de la cueva formada por la gigantesca roca. Se
levantó de un brinco con su ruana en una mano y la caña en la otra y caminó con
cautela hasta la entrada. Al mirar hacia adentro, sintió miedo por primera vez;
pero, recordando las palabras de Leoncio, se aventuró en el interior de la
caverna, avanzando en la oscuridad. Se oyó el sonido de un trueno muy cercano.
Roque se tapó los oídos y, en ese momento, cayó de bruces al suelo. Sintió que
se precipitaba por un tobogán de caracol que no terminaba.
Como pudo, se dirigió hacia una luz
que se agrandaba poco a poco, hasta que un resplandor enceguecedor lo hizo
detenerse. Un caracol, tan grande como la iglesia del pueblo y más brillante
que el sol, aparecía imponente ante él. A lado y lado de la entrada se erguían
dos guerreros de larga cabellera y piel dorada, en cuyos rostros Roque creyó
ver la cara del abuelo Leoncio con tabaco y todo. En sus manos sostenían una
concha que soplaron arrancándole el atronador sonido que había escuchado
anteriormente. Roque se acercó a unas láminas doradas que colgaban del techo y
palideció: reflejada en ellas estaba, no su cara blanca de susto, sino la de una
rana brillante como todo lo que allí había.
Desde el fondo de esa gran bóveda
repleta de tesoros y joyas, a Roque le pareció oír una voz que lo llamaba
haciéndole olvidar su apariencia ranesca. Allí, como una aparición, se
encontraba una mujer cuyo cabello le llegaba abajo de la cintura. Al igual que
el niño que la acompañaba, estaba ricamente ataviada. Dirigiéndose a Roque,
dijo:
-Soy Suamena, princesa y guardiana
de la laguna, y éste es mi hijo Nahua. Los hombres me conocen como Tatacoa.
-Pero abue Leoncio me ha dicho que
ustedes son serpientes con alas que castigan a los hombres -dijo Roque.
-Hace mucho tiempo, hombres
codiciosos destruyeron nuestro pueblo y torturaron a los sacerdotes, los
mohanes, para arrancarles los secretos de nuestros antepasados. A sangre y
fuego, con la espada del engaño, saquearon los templos y asesinaron a los
niños. Ahora, cada vez que la laguna es profanada por la ambición de los
hombres, nos vestimos de serpientes y castigamos a quienes se atreven a
penetrar en estos dominios. El alma de nuestros niños se viste de rana y entre
juncos y rocas juega mientras vigila la laguna -añadió la princesa.
Roque pensó en el abuelo Leoncio y
en los inmensos peces que debiera haber atrapado, cuando oyó de nuevo el
imponente trueno que salía de las caracolas y que lo hizo estremecer y caer
bruscamente al suelo. Cuando abrió los ojos, encontró un cielo estrellado. Era
muy tarde; debía haberse quedado dormido allí mismo, bajo el borrachero.
Extendió la mano para agarrar la caña y sintió algo viscoso y resbaloso. Se
miró de arriba abajo palpándose el cuerpo, descubrió aliviado que allí estaban
sus piernas y no las de la rana.
-¡La rana! -exclamó asustado.
El reflejo de la luna y el olor a
pescado lo hicieron cambiar de opinión; junto a él yacía un enorme pez, tan
grande como sus piernas. Mientras intentaba levantarlo, oyó una voz familiar
que lo llamaba:
-¡Roque! ¡Rooooque!
Era Leoncio, que, sentado sobre la
inmensa roca, parecía esperarlo.
Por primera vez, Roque se dio
cuenta de que aquella roca sobre la cual estaba el viejo y a la que tantas
veces se había encaramado, semejaba, a la luz de la luna, la silueta de una
gigantesca rana dispuesta a saltar a las aguas plateadas de la laguna.
Leoncio descendió en forma lenta
pero segura mientras Roque le susurraba con complicidad:
-¡Abue! ¡La laguna está encantada!
¡Vi una rana gigante que habla y brilla como el oro!
Poniéndole una mano sobre el
hombro, Leoncio le contestó en voz baja:
-Shhh, shhh. Es verdad, pero no se
lo cuentes a nadie. De todas formas, no lo creerán; a la gente le basta con el
pescado.
Y, cantando en voz baja, iniciaron
el retorno a casa. A sus espaldas, la luna se miraba en el espejo.
070. anonimo (colombia)
[1] Ayahuasca: Árbol conocido vulgarmente como "borrachero",
con el que se preparaban antiguas medicinas sagradas.
[2] Ruana: es una manta utilizada en
tierras de clima frío para cubrirse contra él. En países como Colombia y
Venezuela, es una prenda de forma cuadrada o rectangular, con un agujero en el
centro para meter la cabeza y luego cubrir el cuerpo desde el cuello hacia
abajo. Una manta parecida se usa en México en las zonas altas y montañosas.
En algunas regiones colombianas
como el departamento de Boyacá, constituye un ícono regional.
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