Bajo el puente de Santa
Eulalia -el que en sólo una noche construyera el Diablo -crece una minúscula
hierbecilla, una especie de musgo, la noche de San Juan.
Aquella hierba tiene una
vida efímera, muere nada más nacer y, a la mañana siguiente, no queda el menor
rastro de ella.
Pues bien; en Eivissa
cuentan que, el que pasa la vigilia de San Juan bajo el puente y consigue
introducir una brizna de aquella hierba en una botella negra, ha capturado un fameliar.
Tener un fameliar puede ser una buena cosa, pero
puede, también, conver-tirse en un incordio. Es un espíritu, generalmente
bueno y sin intenciones aviesas que, administrado correctamente, resulta de un
valor inmenso en las faenas del campo. Y es precisamente allí, en la campiña
ibicenca, donde los fameliars tienen
mayor predicamento. Los buenos campesinos, con su proclividad a los relatos de
espíritus, son testivos vivientes -a veces, incluso, sin saberlo- de un
legado de tradiciones que afianzan las raíces de su idiosincrasia en
remotísimas etapas de la historia.
El fameliar es -o ha sido- en Eivissa lo que los «manes» en el lar
romano; espíritus pertenecientes al clan a los que en la isla se les ha dado,
sin embargo, una función específica: trabajar o comer. Cuando el fameliar sale de la botella -adoptando
una imagen no precisamente hermosa, en forma de hombrecillo de cuerpo muy
pequeño y cabeza deforme- lo hace repitiendo machaconamente: ¡feina o menjar! ¡feina o menjar! y no
para hasta que se le ha dado en abundancia una de ambas cosas. Lo malo es que
los fameliars son rapidísimos tanto
para el trabajo como para la comida en la que, por otra parte, son bastante
exigentes. Es necesario, pues, que el propietario de uno de esos espíritus
tenga en perspectiva cuantas faenas mejor; de lo contrario, se expone a
volverse loco soportando la machacona cantinela de ¡feina o menjar! ¡feina o menjar! hasta conseguir volverle al
interior de la botella, operación que no siempre resulta fácil.
De los fameliars -que en Menorca son también
conocidos aunque con el nombre de diables
boets- se cuentan historias sin número: casas levantadas en una sola noche,
sementeras aradas y sembradas en un santiamén, robustos puentes construidos en
un abrir y cerrar de ojos y, en fin, toda clase de trabajos, los más duros y
fastidiosos, ejecutados en menos tiempo del que se tarda en contarlo.
Pero también se cuenta de
ellos algún chascarrillo, como el que le ocurrió a aquella mujer, tocada -¡cómo
no!- de una incurable curiosidad.
Fue el caso que su
marido, harto de no dar abasto a sus innumerables trabajos, decidió hacerse
con la ayuda de un fameliar y se dio
buena maña en conseguirlo. Un buen día se presentó en la casa, con el espíritu
encerrado en la botella, y, desde entonces, las cosas marchaban mucho mejor en
la finca. El hombre no andaba siempre reventado, la mujer atendía mejor sus
ocupaciones y al fameliar no le faltaba
trabajo.
En una ocasión,
hallándose sóla la madona en el
predio, decidió mandarle trabajo al duende de la botella. Su marido sé lo tenía
prohibidísimo pero ella se creía muy preparada para repartir órdenes y, sin
pensarlo dos veces, destapó la botella.
Al punto apareció el
enano bramando: ¡feina o menjar! ¡feina o
menjar!, saltando junto a ella, como un energúmeno.
La buena mujer se
aturulló un poco pero se repuso en seguida. Primero le ordenó almacenar los
sacos de trigo, luego recomponer las paredes de los bancales, más tarde cortar
leña, encender el fuego, blanquear los muros... La madona no sabía qué más
mandarle al enano que trabajaba sin descanso, con una rapidez endiablada.
Pensando, tal vez, que
una buena manera de mantenerle entretenido sería dándole una abundante comida,
la payesa le presentó el barreño con la ración preparada para los cerdos. ¡A
buenas horas iba a pensar ella que aquella repelente figura fuera tan
remilgada! Aquí fue cuando se armó el cisco. El fameliar no quiso ni oler la bazofia y saltaba y gritaba más que
nunca, sin dejar de repetir su estribillo.
La apurada campesina tuvo
que darle, al fin, todos los panes y quesos de la despensa y recurrir a todo su
ingenio para manenerle enfrascado en algún trabajo, al menos hasta que
regresara su marido.
-¡Feina o menjar! -gritaba ya el fameliar, limpiándose su bocaza con el
dorso de la mano.
-Toma esta bolsa de lana
negra -le dijo la madona-, ve a lavarla al arroyo y no vuelvas hasta no haberla
dejado blanca del todo.
Allí lo encontró el
payés, de regreso a su casa, renegando y fregando los mechones de lana, sin ver
la manera de blanquearla, hasta que, de alguna manera, el hombre consiguió
convencerle para que abandonara y se metiera de nuevo en la botella.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. Anónimo (balear-eivissa)
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