Una
pobre viuda iba cada día a pescar cangrejos para poder alimentar a
su hija. Cuando ésta fue un poco mayor la llevaba consigo al río; y
la pequeña observaba que siempre aparecía un palo que las seguía a
todas partes. Su mamá no la creía; pero, cuando se convenció de
que la niña decía la verdad, pensó que si el palo las seguía
debía tratarse de algún hechizo; así que decidió cogerlo y
plantarlo frente a su casa.
El
palo crecía y daba hojas; pero los pájaros se las comían
inmediatamente. Así que la buena mujer fue a casa de una vecina rica
y le suplicó que le dejara un cubo viejo para poder plantarlo y
meterlo dentro de la casa. El palo siguió creciendo y dando hojas;
y, como ahora los pájaros ya no podían comérselas, al cabo empezó
a dar frutos; unos frutos que nadie había visto nunca y que nadie
sabía para qué podían servir. Mucho tiempo después llegaron a
aquel pueblo unos forasteros. Al ver aquellos frutos se dirigieron a
la mujer y le dijeron: «Hace muchos años que andamos buscando esta
clase de frutos. Si usted nos los quiere vender, le daremos todo el
dinero que nos pida y cada año volveremos a comprárselos». La
buena mujer recibió dinero para vivir bien todo un año; y un año
después los forasteros volvieron y le compraron nuevamente aquellos
frutos.
Entonces
la vecina rica, que quería que nadie más que ella misma tuviera
mucho dinero, le dijo: «Gracias a que te dejé el cubo cuando no
tenías dinero para comprarlo, te has hecho tan rica como yo. Ahora
debes devolverme ese cubo, porque soy su dueña legítima». La mujer
se negó porque la planta estaba tan enraizada que para quitarla del
cubo había que cortarla. La vecina rica se quejó a las autoridades
y éstas, después de examinar el caso, ordenaron que la planta fuera
cortada y el cubo devuelto a su dueña primitiva.
Cuando,
al año siguiente, los forasteros volvieron al pueblo, se
compadecieron de la mujer y le dieron una bella cadena de oro para su
hija: pero nadie más que la niña debía llevarla. Cuando, días más
tarde, iba a celebrarse una fiesta, la vecina le pidió que le dejara
aquella bellísima cadena para su propia hija; y la mujer, después
de que la otra insistiera tanto, se la prestó.
Mas,
al terminar la fiesta, aquella joya no podía salir del cuello de la
hija de la vecina. Así es que la mujer fue a reclamar a las
autoridades: «Si ella hizo cortar mi planta para recuperar lo que era
suyo, ahora será justo que yo pida lo mismo». Las autoridades
atendieron su deseo y ordenaron que se cortara el cuello de la niña.
De esta manera la cadena volvió a su dueña legítima.
Fuente: Jacint Creus/Mª Antonia Brunat
Fuente: Jacint Creus/Mª Antonia Brunat
0.111.1 anonimo (guinea ecuatorial) - 050
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