En un pueblecillo de la
costa del mar del Japón vivía un joven pescador, llamado Urashima, que no tenía
rival en la comarca por el buen humor de que siempre hacía gala y por la
habilidad con que conseguía coger grandes cantidades de pescado.
Gracias a esto podía
mantener a sus padres y a sus hermanos menores, sin que careciesen de cosa
alguna. En la cabaña de Urashima reinaba la abundancia, en comparación con lo
que suele ocurrir en las viviendas de
los pescadores que a veces han de sufrir necesidades cuando hay
temporales de larga duración o los peces espada persiguen los bancos de otros
peces de menor tamaño, pero aún en los casos en que los compañeros de
Urashima no podían coger cosa alguna, él siempre se arreglaba de manera que
volvía a casa con lo necesario para comer, por lo menos, y en los días de
fuerte temporal vendía los peces que había cogido en sus redes en otras
ocasiones y que guardaba en un vivero practicado en las rocas de la costa en
previsión de estas circunstancias desfavorables.
No era, pues, de extrañar
que Urashima fuese un joven muy estimado en la comarca, y que la mayoría de las
muchachas de su aldea lo mirasen con buenos ojos, pero él no hacía caso de
ninguna, ni se ocupaba en nada que no se relacionase con su trabajo.
Así transcurrió el tiempo y
algunos años más tarde los hermanos de Urashima podían ya ayudarle a trabajar,
de manera que el joven no había de esforzarse tanto en buscar en el mar lo
necesario para mantener a la
familla. A veces incluso podía permitirse el lujo de salir a
dar un paseo y de no afanarse demasiado en pescar. Buenamente tomaba lo que
caía en sus redes o lo que picaba, en su anzuelo, y también atravesaba con su
fisga al pez de gran tamaño y excelente carne que, por casualidad, pasara
cerca, de su lancha.
Cierto día salió en su barca
para pasear y con objeto de buscar solamente un pescado sabroso para la comida. Había
dispuesto la red a la rastra, por si en ella quedaba cogida alguna buena presa,
cuando se dio cuenta de que había caído un animal de gran tamaño.
Se apresuró a recogerla y
vio que se trataba de una tortuga de mar, de tamaño extraordinario. Su
caparazón era en extremo grueso, y su cabeza sus patas y su cola, únicas cosas
que se veían de su cuerpo estaban arrugadísimas, como si aquel enorme quelonio
tuviese una edad muy respetable.
Ciertamente las tortugas
marinas viven muchos años, tanto, que hay quien asegura que llegan a cumplir un
millar de ellos, y por eso Urashima, al ver su presa, recordó esta circunstancia,
y pensó:
‑Es una lástima privar de la
vida a un animal que todavía puede seguir viviendo ochocientos o novecientos
años. Un pez cualquiera me serviría igualmente para comer y hasta quizá mi
madre lo prefiriese. Así, pues, será mejor devolver la libertad a esa pobre
tortuga.
Y, sin pensarlo más, volvió
a echarla al agua, y el animal se alejó nadando pausadamente.
Mientras tanto, Urashima se
hallaba a cierta distancia de tierra y como el calor era bastante fuerte, sin
darse cuenta, se quedó dormido a la sombra de la pequeña vela que impulsaba su
nave. En aquellos momentos el viento había cesado del todo, y el joven calculó
que tendría tiempo sobrado de volver a tierra antes de la hora de la comida. Por esta razón
dejose vencer por el sueño y se quedó muy pronto dormido y mecido por las
levísimas ondulaciones del mar, que casi parecía un espejo.
Urashima no supo jamás si lo
que ocurrió luego era soñado o verdadero. El caso es que de entre las aguas
salió de pronto una doncella de hermosura maravillosa y acercándose al bote,
del que se hallaba a poca distancia, subió a él, ante el asombro extraordinario
del pescador, y, dirigiéndole una encantadora sonrisa, le dijo:
-Has de saber que soy la
hija del dios del Mar y que, en compañía de mi padre, habito el palacio del
Dragón marino, en lo más profundo de las aguas. Y me he presentado a ti, con
objeto de decirte que hace poco rato no pescaste una tortuga verdadera, sino
que aquel animal era yo misma, que me dejé prender por tu red para saber si
eres un buen muchacho. Ahora, en vista de que arrojaste al agua la tortuga, mi
padre, que me ordenó hacer esta prueba y también yo misma, estamos convencidos
de que tienes excelentes sentimientos y de que te repugna hacer mal a nadie.
Esta es la causa de que yo haya venido a buscarte. Si quieres, podrás casarte
conmigo y viviremos millares de años, felices en extremo, en el palacio del
Dragón marino, situado en el fondo del mar azul e inmenso.
Como es natural, Urashima se
quedó atónito al oír tales palabras. De momento le pareció que soñaba, mas era
tanta la realidad de la escena que presenciaba y de cuanto se hallaba a su
alrededor, que, por fin, ya no pudo seguir dudando. Por otra parte, le pareció
tan hermosa y atractiva la hija del dios del Mar, que no se atrevía a creer en
la realidad de sus palabras, ni que aquella joven de maravillosa belleza
pudiera llegar a ser su esposa. Después de unos momentos de éxtasis, de
incredulidad y de pasmo ante lo que lo ocurría, disponíase ya a contestar en
sentido afirmativo, cuando, de pronto, se le ocurrió la idea de que no podía
desamparar a su familia. Por esta razón, en vez de las palabras que, sin duda,
esperaba la gentil princesa, contestó:
-Te agradezco mucho cuanto
acabas de decirme y mi corazón me inclina a aceptar, pero temo no poder hacerlo.
‑ ¿Por qué? ‑preguntó la
princesa.
-Es muy sencillo. Mis padres son ancianos y no están en
situación de ganarse la vida, y mis hermanos apenas tienen fuerzas suficientes
para mantenerlos.
-Si no es mas que eso, no te
apures ‑contestó la hermosa joven-. Puedo asegurarte, desde juego, que tus
hermanos hallarán, sin gran esfuerzo toda la pesca que necesiten para ellos
mismos y para sostener a tus padres, hasta que llegue la hora de su muerte. Y,
además, te aseguro que el mar respetará siempre las vidas de tus hermanos.
Acerca de este particular puedes estay tranquilo. Te doy mi palabra de que será
así.
Urashima se hallaba,
realmente, ante una muchacha desconocida, cuya seriedad no le constaba; pero,
sin embargo, se dejó convencer, sin exigir más pruebas de que cumpliría lo
ofrecido, por consiguiente, contestó diciendo que sería feliz aceptando las
proposiciones que acababa de hacerle la hija del dios del Mar, y ésta le
expresó su contento por medio de una gentil y adorable sonrisa.
En el acto la joven hizo un
ademán, pronunció unas palabras en lengua desconocida y empezó a
soplar una brisa favorable que impulsó la embarcación en la dirección deseada.
La princesa tomó el timón y
se ocupó en el gobierno de la pequeña nave, que surcaba las aguas con una
velocidad nunca experimentada por Urashima; el joven iba sentado en la regala y
tan pronto fijaba los ojos en su hermosa prometida como en el mar inmenso que
parecía animado de extraordinaria velocidad, en tanto que la nave estaba
quieta, pues apenas se notaba balanceo alguno, a pesar de la rapidez del viaje
que efectuaban.
Largo rato hacía que
perdieran de vista la
tierra. Ni siquiera volaban las gaviotas en todo cuanto
alcanzaba la mirada, y esto probó a Urashima que debían de hallarse en alta mar
y a gran distancia de la costa más cercana.
Pasaron de esta manera
varias horas. La embarcación proseguía su raudo vuelo por encima de las azules
y tranquilas aguas, y la brisa favorable que la impulsaba no se debilitaba ni
tampoco aumentaba su ímpetu. La princesa dirigía una tierna sonrisa a su
prometido cuantas veces cruzaba con él su mirada, quien, sin atreverse todavía
a creer en la realidad de lo que le sucedía, correspondía tímidamente a aquella
demostración de afecto. Por fin y
cuando el sol empezaba a descender hacia el horizonte, se
perfilaron hacia poniente las formas vagas de una costa que creció rápidamente
de tamaño, hasta convertirse en una isla de reducidas dimensiones, pero
dominada por un alto picacho de roca.
‑Hemos llegado casi a
nuestro destino dijo la doncella. Por estas rocas llegaremos a los dominios de
mi padre, pues, como todavía no eres mi esposo, no pueden arrojarte al agua sin
peligro de ahogarte. Luego, como yo misma, podrás respirar con la misma
comodidad entre las aguas o rodeado por la atmósfera terrestre.
Poco después que la joven
hubo pronunciado estas palabras atracaron en la abrupta costa del islote y los
dos jóvenes se acercaron al acantilado, cuyas rocas no ofrecían la menor
rendija ni abertura que permitiera el paso, no ya a una persona, sino que ni
siquiera a un pequeño animal. Sin embargo, se acercó la princesa, pronunció
unas palabras en desconocido idioma y, en el acto, apareció una entrada capaz
para una persona. Y en cuanto hubo permitido el ingreso a Urashima y a su
compañera, volvió a cerrarse, como si ésta hubiese pronunciado algún conjuro.
El
joven pescador viose entonces en una caverna de
reducidas dimensiones y alumbrada por una luz tenue y azulada. A sus pies no
tardó en distinguir un hueco cuya profundidad no pudo conocer y la princesa le
dijo sonriendo:
-Ahora tendremos que bajar
por una larguísima escalera que arranca de aquí. Supongo que no estarás
fatigado.
Urashima sonrió a su vez,
divertido por aquella observación injustificada, dado su vigor y su extraordinaria
resistencia, según había probado mil veces, y luego se dispuso a seguir a la
princesa, que ya se había aventurado por la estrecha escalera.
Esta
resultó ser larguísima, sin cesar se hundía más y más en las entrañas de la
tierra de manera que Urashima creyó que debían de hallase ya a una profundidad
considerable desde la superficie, pero no por eso divisaba ni remotamente el
fin. Aquel lugar se hallaba alumbrado por la misma luz vaga y azulada
suficiente para que se pudiera ver dónde se asentaban los pies, y el pescador
seguía a su compañera, aunque apenas cruzaba con ella algunas palabras para
comentar lo largo del descenso.
Por último y cuando llevaban ya varias horas
bajando, le pareció a Urashima divisar el fondo a considerable distancia. Aquel
lugar parecía más iluminado que la escalera y cuando preguntó a la princesa si
habían llegado ya al fin de su viaje, ella le contestó que estaban casi a punto
de terminar la escalera, pero que luego quedaba una pequeña excursión que, sin
embargo, se realizaría con mayor comodidad.
En efecto, pocos minutos
después llegaron a una especie de sala, donde desembocaban los últimos peldaños
de la escalera. Allí
reinaba una luz más viva, aunque también de tono azulado. Esperaban a la
princesa varios servidores de ambos sexos, magnífica y lujosamente vestidos y,
al verla, le hicieron una profunda reverencia en espera de sus órdenes.
Ella les dirigió la palabra
en aquel idioma desconocido y los criados se apresuraron a acercar una hermosa
carroza, en la que entraron la princesa y Urashima.
‑Hemos de llegar en este
vehículo hasta el palacio de mi padre ‑explicó ella‑, porque para eso habremos
de atravesar las aguas del mar que todavía no puedes afrontar impunemente. Esta
carroza tiene cierres herméticos, de manera que no hay peligro de que las aguas
penetren en ella.
Apenas la joven hubo
pronunciado tales palabras, cuando el vehículo empezó a moverse y Urashima miró
el cristal delantero. Sin que él supiera cómo, vio que tiraban de la carroza
cuatro magníficos caballos marinos y que los guiaba un
extraño cochero que tenía cuerpo de pez. Por lo demás, las escamas de su cuerpo
eran brillantísimas y de tonos muy elegantes. De igual manera observó que los
lacayos que montaban en la trasera del coche eran unos peces de gran tamaño,
parecidos a delfines por su corpulencia, pero igualmente cubiertos de irisadas
escamas, de efecto deslumbrador.
Por las ventanillas pudo
notar que la carroza corría a velocidad enorme, pues los peces que hallaban al
paso huían rápidamente hada atrás, como si fuesen papeles de colores arrebatados por el
huracán. Mil destellos fugitivos se aparecían de vez en cuando a los
maravillados ojos de Urashima y unas masas sombrías, que divisaba de un modo
impreciso, parecíanle bosques y montañas,
que pasaban ante él sin darle tiempo para fijarse en sus detalles.
En fin, el espectáculo era
sencillamente maravilloso, y tanto era su pasmo al contemplarlo que, por un
momento, casi olvidó a la joven princesa que estaba sentada a su lado.
‑ ¿Qué te parecen mis
dominios? ‑preguntó ella‑. ¿Te gustan?
‑Poco he podido ver hasta
ahora ‑contestó él‑, pero, a juzgar por lo que puedo divisar, dada la gran
rapidez de nuestro viaje, me parecen sencilla-mente encantadores.
‑Más te gustarán todavía
cuando puedas recorrerlos a tu antojo. Entonces verás cuáles son los tesoros
que encierra el mundo submarino, mucho más bellos y ricos que todos los que
puede ofrecer la tierra.
‑ ¿De manera que podré
recorrer ese país cuando quiera?
‑Sin duda. Además, podrás
distraerte cazando.
‑ ¿Cazando?
‑Si lo prefieres, diremos
pescando. Naturalmente, aprenderás a conocer los peces, porque claro está que
no se puede perseguir a los fieles súbditos de mi padre. Todos los demás podrán
ser tus víctimas.
‑No
puedo negar que esa especie de caza o pesca me parece algo peligrosa.
‑Lo sería -contestó ella-
para un hombre que, por milagro, pudiese perseguir a los animales marinos tal
como tú lo harás, pero debes saber que, en cuanto seas mi marido estarás
protegido contra todos los peligros del mar y que ninguno de sus habitantes
podrá inferirte el menor daño.
Todo lo que sucedía era
demasiado maravilloso para Urashima, de tal manera, que más de una vez se
pellizcó los brazos para averiguar si estaba dormido o despierto, y tuvo, al fin, que convencerse de que todo
aquello era real y verdadero. Mientras tanto sus ojos seguían contemplando
maravillas y cuando ya habían transcurrido varias horas desde que subiera a la
carroza, oyó la argentina voz de la princesa, que le decía:
‑Estamos a punto de llegar.
Vas a conocer a mi padre. Ahora fíjate, porque hemos entrado ya en la capital
de nuestro reino y la carroza ha disminuido la marcha.
Urashima, todo ojos, acercó
el rostro a una de las ventanillas. Notó que, en efecto, el vehículo avanzaba a
una velocidad moderada, pero nada de lo que vio pudo darle la sensación de
ciudad. No vio ninguna casa, aunque si
muchos peces que iban y venían reposadamente y que, al
cruzarse con la carroza, agitaban con rapidez sus aletas, al mismo tiempo, que
doblaban la cabeza cual si quisieran hacer una reverencia. Aunque sin duda
alguna, era de noche en la Tierral a juzgar por las horas transcurridas, la
ciudad estaba bien alumbrada por una serie de peces fosforescentes, que iban de
un lugar a otro, como ocurriría en nuestras calles si los faroles públicos
también tomasen parte en el paseo de los transeúntes, y aunque, como ya hemos
dicho, Urashima no pudo ver casa alguna, en cambio divisó multitud de rocas a
una y otro lado, sin duda provistas de abundantes huecos o madrigueras, puesto
que muchos eran los peces que entraban y salían sin cesar.
Aquellas rocas dejaban una
calzada ancha y recta que entonces seguía la carroza y poco después Urashima
pudo ver a poca distancia algo que parecía, efectivamente, un edificio de
formas semejantes a las de los de la Tierra, pero con la diferencia de que
estaba muy alumbrado y resplandecía como un ascua de oro y con variados colores
gratos a la vista. La
carroza se encaminó directamente hacia allá y no tardó en penetrar en un patio
anchuroso y lleno de criados, algunos con la forma humana y otros con la de
peces de diversas clases.
‑No puedes bajar todavía ‑dijo
entonces la Princesa a Urashima-. Para ello hemos de aguardar la llegada de mi
Padre, que te pondrá a salvo del peligro de morir ahogado.
Poco tuvieron que esperar,
porque no tardó en aparecer un lucido cortejo, al frente del cual iba un
anciano de majestuoso porte, barba blanca y simpático rostro. Se acercó
sonriente a una de las portezuelas de la carroza y, al abrirla, debió de
valerse de algún conjuro, porque no por eso las aguas penetraron en el interior
del vehículo sino que se quedaron inmóviles y formando un brillante muro
semiesférico. El anciano, que, sin duda, era el dios del Mar, dirigió una
sonrisa a su hija y a Urashima, y luego volviéndose a éste, le ordenó:
‑Abre la boca, hijo mío. Así
podré darte la facultad de respirar en el agua.
Urashima obedeció
maquinalmente, y entonces el anciano sopló tres veces al interior de su boca y
dijo:
‑Ya no
hay cuidado. Podéis bajar, hijos míos.
Urashima descendió del
vehículo y aunque notó que le envolvían las aguas no experimentó la más pequeña
molestia, ni siquiera la sensación de humedad. Movíase con tanta o mayor
facilidad que en la Tierra y se asombró de ser capaz de percibir clarísimamente
hasta los más pequeños ruidos que se originaban a su alrededor.
Mientras tanto, la princesa
hacia a su padre una relación puntual de todo lo sucedido y luego, su padre,
volviéndose a Urashima, le dijo:
‑Me alegro mucho, hijo mío,
de que hayas consentido en venir. Desde luego, puedo asegurarte que tu vida
será feliz entre nosotros y que no echarás de menos la Tierra de que acabas de
salir. Y como ahora estás fatigado, será mejor que aplacemos hasta mañana
nuestra conversación y la realización de nuestros planes. Ve, pues, y pide lo
que quieras a tus servidores.
Urashima se alejó escoltado
por dos criados con figura humana, que lo llevaron a una rica estancia de
paredes de plata y oro. No había en ella ninguna lámpara, propiamente dicha,
pero las mismas paredes eran luminosas. Los muebles eran de maderas diversas,
de nácar, de metales preciosos y estaban adornados de infinidad de brillantes,
rubíes y esmeraldas. Y en cuanto a la cama, que divisó en un rincón de la
estancia era lo más rico que se podría imaginar.
Los dos criados indicaron a Urashima que
tomara asiento y acto seguido le sirvieron una espléndida y sabrosísima cena.
Luego, sin que supiera de dónde procedía aquella música, se deleitó con un
magnífico concierto y, al fin, sin fuerzas para más, fué a tenderse en la cama,
en la que se quedó profunda-mente dormido.
Despertó unas horas más
tarde y, a juzgar por la luz suave que procedía del exterior, creyó que sería
de día en la Tierra. Se
puso el magnífico traje que halló a su disposición y se vio tan elegante y distinguido,
que no se reconocía a sí mismo. Luego, los dos criados de la víspera fueron a
buscarle entre grandes manifestaciones de respeto y lo llevaron a una sala
enorme, donde aguardaba una distinguida y numerosa concurrencia. En un trono,
vio sentados al dios del Mar, quien le hizo una seña para que se acercara.
Entonces observó que a menor altura había otros dos tronos y que la princesa
ocupaba uno de ellos.
El dios del Mar le preguntó
si quería por esposa a su hija, y, en vista de su respuesta afirmativa, les
ordenó darse las manos y declaró que quedaban desposados. Los circunstantes,
entre los que había hombres y peces, prorrumpieron en estentóreos vivas y en exclamaciones
de entusiasmo, y acto seguido se celebró un banquete de gala, cuya magnificencia no podríamos
describir.
Los
festejos duraron varios
días, mas como todo tiene su término en el
mundo, también aquéllos dieron fin. Urashima era en extremo dichoso con su esposa, y cuando ella le indicó que podía ir a pasear por donde quisiera y entregarse al placer de
la caza acompañado por numerosos y fieles servidores, entretuvo sus ocios persiguiendo a los monstruos marinos, cuyas feroces costumbres los habían hecho aborrecibles a los súbditos del dios del Mar. Además, admiraba los magníficos bosques submarinos, las hermosas flores de delicados matices que ni siquiera sospechamos en la Tierra, el
misterio de las lejanías de tono azulado, cruzadas por multitud de
peces fosforescentes, que en la penumbra parecían joyas vivas.
En una palabra, su vida era
placentera y agradable, y pasó tres años en la mayor felicidad. Varias veces
había preguntado a su esposa por sus padres y sus hermanos que dejara en la
Tierra, y ella le aseguraba que no tenía ningún motivo para inquietarse por
ellos. Por fin, Urashima no pudo seguir conteniendo su impaciencia y un día
rogó a su mujer que le permitiese ir a la Tierra para hacer una visita a sus
padres y hermanos, pues quería convencerse de que nada les faltaba.
‑Mucho me apena que quieras
separarte de mi lado -contestó la princesa‑, porque temo que te ocurra alguna
desgracia. Mejor harías contentándote con la seguridad que te doy, de que tus
padres y tus hermanos no carecen de nada y de que están a cubierto de toda
necesidad.
Mas Urashima insistió en su
propósito, de tal manera que la princesa no pudo seguir negándose. Dio, por
fin, el permiso solicitado a su marido, aunque añadiendo:
-No puedo oponerme a tu
marcha, por más que me consta que es absoluta-mente innecesaria. Prométeme que
volverás cuanto antes y que obedecerás todas mis órdenes, que solamente tienden
a tu bien.
‑Te lo prometo ‑contestó
Urashima,
-Aquí tienes esta caja. Ella
te permitirá salir sano y salvo de los dominios de mi padre y regresar sin
peligro a mi lado. Ve a tu pueblo visita la casa de tus padres, y luego, sea lo
que fuere lo que hayas visto, apresúrate a volver. Mas te ruego por nuestro
amor y por cuanto más puedas querer y reverenciar, que te guardes muy mucho de
abrir esa caja, porque, de hacerlo, no podrías volver a mi lado y te perdería
para siempre más.
Urashima prometió seguir
escrupulosamente sus consejos, y después de despedirse tiernamente de su esposa
y del dios del Mar, que le deseó buen viaje y a su vez le recomendó la mayor
prudencia, partió en la misma carroza realizó a la inversa igual viaje que
hiciera al llegar.
Al cabo de un día entero
desembarcó en la playa de su pueblo, con la ilusión de abrazar a sus padres y
hermanos, si aun vivían, como le hacían suponer las palabras de su esposa. Pero
en cuanto llegó al pueblo le llamó la atención observar que se había
transformado en gran manera, tanto, que sólo pudo reconocerlo por la situación
de las montañas y la forma de la costa, mas no por sus casas ni por sus calles.
Al pasar por éstas miraba a
todos los transeúntes, y le extrañó observar que no conocía a nadie, a pesar de
que antes de marcharse del pueblo ni uno solo de sus habitantes era extraño
para él. Por fin, llegó ante su cabaña y con el mayor dolor de su alma la vio
convertida ruinas y desierta, como si por ella hubieran pasado muchísimos años.
Se oprimió su corazón,
presintiendo alguna desgracia horrible y, dirigién-dose al primero que pasó por
su lado, le preguntó si conocía el paradero de la familia de Urashima.
‑ ¿De Urashima, dices? No
conozco a ninguna familia ni persona alguna que así se llame. Sin duda, me
hablas de alguien muerto hace mucho tiempo. Yo no puedo decirte cosa alguna;
pero, si quieres, ven a mi casa y mi abuelo, que es ya muy viejo, tal vez podrá
darte razón de lo que preguntas.
Allá fue Urashima con el
corazón apesadumbrado y cuando hubo repetido su pregunta a un viejo encorvado
que estaba sentado ante el fuego, el anciano se quedó pensativo y luego dijo
con voz cascada:
‑Me extraña que preguntes
eso, porque ese nombre me recuerda una viejísima historia que me refirió mi
abuelo. Creo que la cabaña que has visto destruida perteneció, efectivamente, a
un pescador llamado Urashima.
Me
parece que murió ahogado. Pero de eso hace mucho, muchísimo tiempo, tal vez
trescientos o cuatrocientos años.
-¿Y sus padres? ¿Y sus
hermanos? ‑preguntó el desgraciado Urashima.
-¿No te he dicho que eso
ocurrió hace tres o cuatro siglos? ¿Adónde crees que puedan estar? ¿Has visto
alguna vez personas de trescientos o cuatrocientos años? ¿No habrás bebido
demasiado o quieres burlarte de mí?
Dispénsame, abuelo, pero soy
víctima de una desgracia horrenda. No he querido burlarme de ti, según saben muy bien los dioses. Perdóname, pues, y
permite que me aleje,
Se marchó y lentamente, sin
fuerza apenas para mover las piernas, volvió a la playa. Se dejó caer
sobre la arena, vencido por el dolor.
Tras de unas horas, en las
que no se dio cuenta de nada, calmose un poco su turbado ánimo y fué capaz de reflexionar. Comprendió que el reino
del dios del Mar debía de formar parte del país de las hadas, y que allí un
solo día equivaldría a muchos años de la Tierra, de manera que los tres años
que pasara con su esposa fueron, en realidad, varios siglos terrestres.
En fin, ya no había remedio.
Después de dedicar un recuerdo cariñoso a sus padres y a sus hermanos,
comprendió que no podía hacer otra cosa sino volver al lado de su mujer, pues
no tenía a nadie más en el mundo. Con este objeto convenía tomar la barca que
hasta allí lo llevara. Se levantó para acercarse al lugar en que la había
dejado, mas no pudo encontrarla. Buscó bien con la mirada, pero en vano, pues
solamente vio las barcas de los pescadores, varadas en la playa y que desde
luego no se parecían en nada a la suya.
Este descubrimiento lo dejó
atónito. ¿Cómo podría volver al lado de su esposa?
Dedicó largo rato a
encontrar el modo de lograrlo, mas no se le ocurría nada, ni sabía cómo ir a la
isla de la que partía la escalera que era preciso descender. A pesar de su
costumbre de vivir en el agua, no se atrevía a sumergirse en el mar, porque de
sobra le constaba el largo y difícil viaje que tendría que hacer por el fondo;
y, por otra parte, desconocía la dirección que había de tomar.
La situación era, en verdad,
apurada. Por fin, se le ocurrió que tal vez abriendo la cajita que le entregara
su esposa, averiguaría lo que tanto le
importaba o dispondría de medios de llegar a su lado. Sacó del seno la
cajita en cuestión y no le costó nada en absoluto abrir la tapa. Más cuando lo hizo
no salió de ella sino un vapor blanquecino, que se extendió por el ambiente,
como una nube. Urashima comprendió que, al mismo tiempo que se difundía aquel
vapor en la atmósfera, perdía la única esperanza que le restaba e hizo
esfuerzos para volver a cerrar
la cajita; mas en vano, porque el vapor siguió saliendo por entre las
rendijas y, al fin, se desvaneció en el aire.
Entonces Urashima
experimentó una extraña sensación. Miró sus manos y vio que enflaquecían con
extremada rapidez, hasta quedar solamente con la piel y el hueso. Sus
cabellos encanecieron en un abrir y cerrar de ojos. Perdió la fuerza, el vigor
y la salud, se encorvó su cuerpo, se doblaron sus rodillas y, al fin, cayó al suelo,
convertido en un anciano decrépito y extenuado. Y, en efecto, dos segundos más tarde dio el último suspiro,
pronunciando con voz temblorosa los nombres de su esposa, de sus padres y de
sus hermanos.
040 Anónimo (japon)
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