Había una zarina que no tenía
descendencia y constantemente le pedía a Dios que le diera hijos. Una tarde, en
medio de sus ruegos, suspiró y dijo:
-¡Dios mío, dame descendencia,
aunque sean víboras!
Pasado cierto tiempo se sintió
embarazada y, cuando le llegó el momento, dio a luz una culebra, así que empezó
a criarla, alimentándola y dándole de mamar como hacen todas las madres con
sus hijos. Esta culebra en veintidós años no dejó escapar ni un sonido de su
boca, pero al cumplir los veintidós años empezó a hablar y les dijo a sus
padres:
-Ahora quiero que me busquéis
esposa.
Ellos le respondieron:
-¿Quién le entregaría una
doncella a una culebra? ¿Qué doncella se casaría con una culebra?
-Pues -les contestó la culebra-
no busquéis ni princesas ni doncellas de alta alcurnia sino a una que desee
vivir en palacio.
A esto le contestaron sus padres
que él mismo eligiera a la que quisiese. Entonces él solo encontró a una
muchacha pobre y envió a su padre para que pidiera la mano. Fue el
padre y pidió la mano de la muchacha que, como vivía en la pobreza, aceptó
gustosa y de buen grado. Luego le dieron el anillo de compromiso, se la llevaron,
los casaron y la culebra empezó a vivir con su mujer que, de veras, se quedó
embarazada. Entonces va la suegra y le pregunta a su nuera:
-Por Dios, hija, dime cómo te has
quedado embarazada de una culebra.
Pero ella al principio no se lo
quería decir, así qué la suegra durante unos cuantos días estuvo insistiendo
con la misma pregunta hasta que al final le dijo la nuera que él no era una
culebra sino un mozo tan apuesto que no había en la tierra otro que lo igualara.
-Durante el día -dijo- es
culebra, pero en cuanto anochece se quita su camisa de serpiente y sale el mozo
más gallardo que hay sobre la tierra. ¡Ojalá fuera de día tal como es de noche!
Pero en cuanto apunta el día, otra vez se pone su camisa y se vuelve culebra.
Al oír esto, la suegra se alegró
muchísimo y le dijo a su nuera: -Ea, pues si es así, nosotras vamos a hacer que
se quede tal como es de noche contigo.
En seguida se pusieron de acuerdo
en lo que iban a hacer. Cuando anocheció, él se quitó su camisa de culebra, la
metió debajo de la almohada como hacía siempre y se echó a dormir. Cuando le
agarró el primer sueño, su mujer, con mucho cuidado, le quitó la camisa de
debajo de la cabeza y, por la ventana, se la dio a la madre; ésta inmediatamente
la arrojó al fuego. Cuando se empezó a quemar la camisa, él se sobresaltó y
empezó a gritar:
-¡Por Dios que tú no sabes lo que
has hecho! Ahora me ves, pero no volverás a verme hasta que hayas destrozado
unas abarcas de hierro y hayas desgastado un cayado también de hierro
buscándome, ni parirás a ese hijo que llevas en las entrañas
hasta que yo no vuelva a abrazarte.
Y, dicho esto, desapareció. La
mujer llevó en su interior a este niño durante tres años más, pero acabó
molestándole, así que decidió buscar a su marido. Conque se procuró unas
abarcas de hierro y un cayado también de hierro y se marchó por el mundo. Anda
que te anda, buscándolo por todas partes, llegó hasta donde vivía la madre del
sol y la encontró atizando el fuego y sacando las brasas con las manos. Al
verla, a toda prisa se cortó un trozo de su falda y con él le vendó las manos,
entonces la madre del sol le preguntó:
-¿Qué te trae por aquí, alma de
Dios? Ella le contesta:
-La desdicha, madre, me ha traído
-y le contó que había sufrido mucho, que su marido la había maldecido y que
ahora andaba por el mundo buscándolo-, así que -dice-- he venido a preguntarle
a tu hijo por si él pudiera decirme algo de él, no sea que lo haya visto en
algún sitio en su recorrido por el mundo.
Mucho se entristeció la madre del
sol al oírla y le dijo que se escondiera detrás de la puerta:
-Aquí viene el sol, cansado, y
puede que las nubes le hayan puesto de mal humor, encolerizado como está
podría hacerte algo si no te ocultas hasta que él haya descansado.
Se escondió ella detrás de la
puerta y hete aquí al sol que saludó a su madre y le dijo:
-Madre, aquí huele a alma de
Dios.
-No hay nadie, hijo, si hasta
aquí no llegan ni los pájaros, ¿cómo iba a venir un alma de Dios?
El sol le contestó:
-Que sí, que hay alguien, madre,
pero que salga sin miedo, que no le haré nada.
Entonces salió ella y le contó
todas sus desdichas; al final le dice: -Sol resplandeciente, tú que iluminas
toda la tierra, ¿no has visto en algún lugar a un hombre que responda a estas
señas?
El sol le respondió que él
durante el día no lo había visto y la mandó a donde vivía la luna para que le
preguntara si lo había visto ella por la noche. Al partir de allí la madre del
sol le regaló una rueca de oro y las rocadas y el huso también de oro. Cuando
llegó a donde vivía la luna, encontró a la madre de ésta en casa, le besó la
mano y la saludó:
-¡Que Dios te ampare, madre de la
luna!
Y ella le respondió:
-¡Que Él sea contigo, alma de
Dios! ¿Qué te trae por aquí?
Entonces ella le contó sus
desdichas y que ya había hablado con el sol; también le mostró lo que su madre
le había regalado, y le dijo que el sol la había enviado para que preguntara a
la luna si ella había visto a su marido en algún lugar. La madre de la luna le
contestó que se colocara detrás de la puerta, pues ahora vendría la luna
enojada y cansada, así que se escondió. Y hete aquí a la luna, entró, saludó a
su madre y le dijo:
-Aquí huele a alma de Dios.
Y la madre le contesta:
-No hay nadie, hijo, si aquí no
vienen ni los pájaros, ¿cómo iba a venir un alma de Dios? La luna de nuevo le
dice:
-Que sí, que hay alguien, madre,
pero que salga sin miedo, que no le haré nada.
Entonces salió ella y le contó
todo tal como era, al final le dice:
-Luna reluciente, tú que iluminas
por la noche toda la tierra, ¿no has visto en algún lugar un hombre que
responda a estas señas?
Y la luna le respondió:
-Alma de Dios, yo, durante la
noche, no lo he visto en ningún rincón de la tierra, pero ve a visitar al
viento y pregúntale si lo ha visto él, porque él es quien abate árboles y rocas
y se cuela por todas partes.
Al marcharse de allí, la madre de
la luna le regaló una gallina de oro con sus polluelos. Más tarde llegó a donde
vivía la madre del viento, le contó todo lo que había sufrido y que venía para
preguntarle a su hijo el viento si había visto en algún lugar a un hombre que
respondiera a tales señas. La madre del viento le dijo a esto:
-Apártate un poco de la puerta,
alma de Dios, porque ahora va a llegar mi hijo enfadado y podría desgarrarte.
Así que se escondió tras la
puerta. Y hete aquí al viento que sopla, derriba, desgarra, abate todo lo que
encuentra en su camino y a su paso todo queda destrozado y arrancado. Al llegar
saludó a su madre y le dijo:
-Madre, aquí huele a alma de
Dios.
Y ella le responde:
-¡Que Dios sea contigo, hijo!
Hasta aquí no llegan ni los pájaros, ¿cómo habría de llegar un alma de Dios? El
viento le contestó:
-Que sí, madre, que hay alguien,
pero que salga sin miedo, que no le haré nada.
Así que salió ella de detrás de
la puerta y le contó sus desdichas, a lo que el viento le contestó:
-Yo lo he visto, está en otro
reino muy lejano, allí se ha casado y es el zar. Pero mi madre te dará un telar
de oro y también de oro serán el hilo y el torno, de modo que cuando llegues a
aquella ciudad coloca el telar frente al palacio del zar y ponte a tejer,
suelta la gallina con los polluelos y échales de comer, saca también la rueca.
Así lo hizo ella. Cuando llegó a
la ciudad las abarcas ya estaban destrozadas y el cayado roto. Instaló el telar
frente al palacio, soltó la gallina con los polluelos, sacó la rueca y se puso
a tejer. Entonces la zarina la vio desde el palacio y empezó a decirse: «Dios
mío, yo soy la zarina y no tengo telar ni rueca de oro, ni gallina de oro, ni
siquiera polluelos». Así que envió a su sirviente para que le preguntara a la
mujer si quería vender aquellos objetos. Ella le contestó:
-No los vendo, pero si la zarina
me deja pasar una noche con su marido le daré la rueca.
La zarina adormeció al zar y la
dejó que pasara la noche con él. El zar, en cuanto que se tumbó en el lecho se
desvaneció y quedó como muerto; su mujer, al quedarse a solas con él, empezó a
hablarle:
-Glorioso zar, sol naciente, pon
tu mano derecha sobre mi hombro para que pueda parir a tu hijo.
Pero el zar ni oye ni ve. Al día
siguiente le dio a la zarina la rueca de oro con la madeja y el huso de oro,
pero la zarina quería también la gallina con los pollos, así que le dijo que se
los daría si la dejaba pasar una noche más con el zar. La zarina accedió, pero
de nuevo adormeció al zar que otra vez se desvaneció y no la oyó cuando se puso
a gritar:
-Glorioso zar, sol naciente, pon
tu mano derecha sobre mi hombro para que pueda parir a tu hijo.
Cuando se hizo de día, los
guardias le contaron al zar que ya hacía dos noches que aquella mujer dormía
con él y siempre gritaba que la rodeara con el brazo derecho para que pudiera
dar a luz a su hijo. Cuando la zarina consiguió la gallina con los polluelos,
pidió el telar con el hilo y el torno de oro, la mujer se los prometió si la
dejaba pasar una noche más con su marido. Se lo permitió pensando aturdir de
nuevo al marido, pero aquella noche, al saber él por los criados lo que
sucedía, se metió una esponja debajo de la barba y en ella vertió la pócima que la zarina le trajo, así que
permaneció consciente. Se metieron en la cama y él fingió dormir, entonces
ella se puso a gritar:
-Glorioso zar, sol naciente, pon
tu mano derecha sobre mi hombro para que pueda parir a tu hijo.
Al oírlo, el zar inmediatamente
la abrazó y, justo en aquel momento, le empezaron los dolores del parto y dio
a luz un varoncito de manos doradas y cabellos de oro. Después él dejó aquel
país y a aquella zarina y con su primera mujer y su hijo se volvió a su reino.
090. anonimo (balcanes)
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