¡Machaho!
¡Tellem Chaho!
Érase una vez un hombre
apasionado por la caza. Al nacer el día se iba al bosque a cazar y no volvía
hasta la noche.
En una ocasión atrapó una
perdiz macho viva, la llevó a casa y se la confió a su mujer diciéndole:
-Cuida mucho a esta ave y
trata sobre todo de que no se vaya volando. En la primavera lo usaré de
reclamo para atraer a las perdices.
El hombre y la mujer
tenían solamente una hija. Como ésta se aburría de estar siempre sola en casa,
le pidió a su madre que le diese la perdiz para jugar con ella. La mujer al
principio se negó pero, ante los llantos y los ruegos de su hija, acabó por
ceder, aunque con muchas advertencias:
-Átale la pata con una
cuerda larga, cierra todas las salidas para que no pueda escaparse pues, si la
pierdes, tu padre nos echará de casa a las dos.
La joven prometió vigilar
con mucho cuidado a la perdiz. Todos los días la sacaba de la jaula, se
encerraba con ella en un cuarto y jugaba hasta cansarse. Una tarde, después de
haberla hecho correr, bailar y revolotear sujeta a la cuerda, sintió que ardía
de sed. Abrió la puerta para ir a beber y ¡frrr!...: la perdiz se precipitó por
la salida que se le ofrecía y echó a volar, llevándose la cuerda consigo.
Cuando esa noche volvió
el cazador, su mujer le sirvió la cena y, ya dispuesto a irse a dormir,
advirtió que la perdiz no estaba en el lugar de siempre.
-¿Habéis cambiado la
perdiz de lugar? -preguntó.
Su mujer quedó paralizada
por el miedo.
-Oye -dijo él-: ¿qué has
hecho con la perdiz? No la veo.
Ella tuvo que confesar la
verdad.
-¿Cómo? -gritó el
cazador, furioso-. Te había advertido...
-Tu hija tenía sed, abrió
la puerta sólo un instante y...
-Ella abrió la puerta,
pero fuiste tú quien le dio la perdiz. Siendo así, saldréis las dos a buscarla
y no volveréis hasta que la hayáis encontrado.
A pesar de las lágrimas y
las súplicas de su mujer, el hombre no quiso saber nada.
-¡Saldréis en seguida!
-Es de noche. ¿Adónde
vamos a ir? Ni tu hija ni yo conocemos la región. Mañana, cuando amanezca...
-¡No! -gritó el cazador-.
¡Ahora!
La mujer despertó a su
hija, hizo un hato de prisa con unas pocas provisiones y las dos salieron a la
noche oscura. Marcharon un buen tiempo por el bosque. Iban por los senderos, con
miedo de toparse con animales salvajes, pero no vieron la perdiz en ninguna
parte a esa hora de la noche. Al fin entraron en un monte espeso, donde
encontraron a una liebre en actitud vigilante.
-¿Qué hacéis vosotras a
esta hora en el bosque? -preguntó sorprendida la liebre.
-Buscamos una perdiz que
hemos perdido -dijo la mujer.
-¡Desdichadas! Estáis
ahora en los dominios de las fieras. Ahora se encuentran cazando en el
bosque. Hoy me ha tocado el turno de custodiar su refugio. Pero volverán al
alba y, si os encuentran aquí, os comerán.
-¡Huyamos! -gritó la
joven.
-Es demasiado tarde -dijo
la liebre-. ¿Adónde iríais? Los animales ya están camino de vuelta y es
probable que os encontréis con ellos.
-¿Qué hacemos, entonces?
-preguntó la mujer.
-¿Veis ese árbol? -dijo
la liebre-. Es alto y frondoso. Tendréis que trepar y ocultaros en el follaje,
lo más alto que podáis. Os quedaréis allí todo el día. Al llegar la noche, los
animales saldrán de nuevo. Entonces bajaréis y os escaparéis de aquí.
Ambas mujeres treparon
hasta la copa del árbol. Allí se instalaron lo más cómodamente posible, la hija
un poco más arriba que la madre. Muy pronto rugidos, gritos, silbidos, ruidos
de ramas rotas anunciaron el regreso de las fieras. A medida que iban llegando,
se instalaba cada una en su rincón durante el resto del día. El león fue el
último en llegar:
-¡Hum! -dijo-. Huele a
carne fresca.
-Mientras estabais
ausentes -dijo la liebre-, me preparé una comida ligera: he acabado hace
poco.
Las fieras se dumieron.
En la copa del árbol, la
mujer estaba muerta de miedo. La joven no paraba de llorar, de tal modo que una
lágrima acabó por caer... en los bigotes del león:
-Compañeros -rugió-, hay
alguien en el árbol. Acaba de caerme una gota en los labios.
-Llueve -dijo la liebre.
-Hormiga -dijo el león-,
sube al árbol a ver qué pasa.
La hormiga subió. En la
cima del árbol se topó con la pierna de la mujer y la mordió. Ella la aplastó,
por temor a que fuese a picar a su hija y le arrancase un grito de dolor.
La joven seguía llorando
y de nuevo cayó una lágrima, esta vez en la frente del tigre, que gritó:
-Compañeros, este árbol
está habitado. Acaba de caerme una gota en la frente.
-Es que está nublado
-dijo la liebre-, y caen algunas gotas de lluvia.
-Chacal -dijo el león-,
sal a ver qué tiempo hace.
El chacal volvió en
seguida.
-¿Y? -preguntó el león.
-Hace un tiempo
espléndido -dijo el chacal-, y no hay una sola nube en el cielo y la luna
ilumina tanto que parece de día.
-Serpiente -ordenó el
león-, sube al árbol.
La serpiente reptó por el
tronco y luego, de rama en rama, llegó hasta la copa. Dio con la pierna de la
mujer y la picó. Se oyó en seguida un aullido de dolor y al instante cayó el
cuerpo de la madre a tierra. Las fieras se precipitaron, la despedazaron en un
santiamén y se repartieron los trozos para devorarlos. En el vientre de la
mujer encontraron un bebé, que la liebre muy pronto reclamó como presa suya:
-No tengo dientes -dijo-;
sólo podré masticar la carne tierna del bebé.
El león se lo dejó y ella
lo colocó en un rincón, sobre un lecho de hierbas, con lo que quedaba de los
huesos de la madre.
-Lo comeré esta noche
-dijo-, cuando os hayáis ido.
Al caer la tarde, las
fieras comenzaron a despertar de su sueño y, una tras otras, fueron saliendo
de nuevo en busca de caza en el bosque. Antes de partir, tuvieron que
establecer el turno de guardia de ese día.
-Hoy estoy cansada -dijo
la liebre-; así que de nuevo os cuidaré la casa. De todos modos, tengo comida
para toda la jornada.
Los animales se
dispersaron. Cuando el último hubo desaparecido, la liebre juntó lo que
quedaba de los huesos de la mujer, les quitó el tuétano y llenó con él unas
cañas. Luego se volvió hacia la joven:
-Baja, desdichada -le
dijo.
Bajó la joven, con los
ojos desorbitados por el espanto y enroje-cidos por el insomnio. La liebre le
tendió el bebé:
-Éste es tu hermano -le
dijo-. Llévalo, cuídalo mucho, críalo hasta que crezca y pueda serte útil.
-¿Cómo podré alimentarlo?
-preguntó la joven.
-Tomas estas cañas.
Dentro va el tuétano de tu madre. Cada vez que tu hermano llore, moja tu dedo
en el tuétano y dáselo a chupar. Cuando ya no quede tuétano, encontrarás leche.
Y ahora vete, sálvate y no vuelvas nunca por estos parajes.
La joven cogió el bebé,
las cañas y echó a correr, tan rápido como se lo permitían sus piernas. Cuando
su hermano lloraba, ella mojaba el dedo en el tuétano y se lo hacía chupar. Se
preguntó qué nombre le daría y, recordando que el antro de las fieras donde lo
había recogido estaba en medio de un espeso monte de espinos blancos, lo llamó
Blanco Espino.
Ella erró mucho tiempo de
una región a otra, hasta que un día llegó a un pueblo cuyos habitantes,
conmovidos por su desgracia, le ofrecieron hospitalidad. Le dieron una pequeña
choza con un huerto que ella podía cultivar para vivir.
Se sentía muy feliz de
haber encontrado al fin un hogar y medios de subsistencia. Pasaron los años y
se convirtió en una hermosa joven. Muchos mozos fueron a pedirla en matrimonio,
pero ella no quería abandonar a Blanco Espino mientras no tuviese edad para
valerse por sí solo.
Un día en que estaba
escardando el huerto, la herramienta, al dar con un objeto duro, estuvo a
punto de romperse. Cavó a su alrededor y, al cabo de un instante, desenterró
una pequeña vasija, llena hasta el borde de piezas de oro y plata. Se puso muy
contenta y la llevó a la casa.
Por la noche, después de
cenar, ella dijo:
-Hermano mío, si te diese
cien piezas de oro, ¿qué harías con ellas?
-Compraría canicas,
peonzas... Me haría escopetas de bambú...
-¡Ay! -pensó la joven-.
Mi hermano es muy joven todavía.
Esperó uno o dos años
más, hasta que un día le hizo a su hermano la misma pregunta.
-Me compraría un buen
caballo, y lo montaría a todas horas.
-Mi hermano crece -se
dijo la joven. Varios meses después, le preguntó de nuevo:
-Hermano mío, si te diese
cien piezas de oro...
-Me compraría una buena
casa con un bonito huerto. Luego me casaría y mi mujer y tú trabajaríais en el
huerto.
-¡Gracias a Dios!
-exclamó ella-: ¡ahora, hermano mío, eres un hombre!
Ella fue hacia un rincón
de la casa y volvió en seguida con una pequeña vasija, la destapó y aparecieron
las monedas, blancas y amarillas, relucientes al sol: había más de cien. Blanco
Espino no daba crédito a sus ojos. Su hermana le contó cómo había encontrado
la pequeña vasija. Luego él salió en busca de una casa más espaciosa y más
bonita que la pobre choza donde vivían los dos. Poco tiempo después eligió una
novia en la vecindad y dio una espléndida fiesta de boda.
Vivieron los tres muy
felices en su gran casa nueva. Pero la flamante esposa, viendo que su cuñada
era mucho más guapa que ella y que Blanco Espino, además, la seguía queriendo
tiernamente, se puso loca de celos. Buscó desde entonces un medio de separarla
de su hermano y de, a ser posible, desterrarla para siempre.
Un día en que fueron
ambas a cortar leña al bosque, la mujer de Blanco Espino encontró siete huevos
de serpiente, que aún no se habían abierto, y los llevó a la casa. Hizo con
ellos una tortilla, preparó otra con siete huevos de gallina e invitó a su
cuñada a comer. Le sirvió la tortilla de huevos de serpiente, comió ella de la
otra y esperó.
Al cabo de un tiempo, los
huevos se abrieron en el vientre de la joven. Las serpientes crecieron y
pronto comenzaron a armar un buen jaleo. Era lo que esperaba la flamante
esposa. Loca de conten-to, fue al encuentro de su marido:
-Tu hermana va a tener un
niño -le dijo.
-¡Imposible! -dijo Blanco
Espino.
-Si no me crees -dijo la
mujer-, puedes comprobarlo tú mismo.
-¿Cómo?
-Apoyando la cabeza en
las rodillas de tu hermana y escuchando.
Al día siguiente, al
volver del bosque adonde había ido a cazar, Blanco Espino pretextó un gran
cansancio. Se acostó a descansar y le pidió a su hermana que se sentase cerca
de él, para que pudiera apoyar la cabeza en sus rodillas. La joven, confiada,
se acercó. Muy pronto llegaron a oídos de Blanco Espino los ruidos de la
zarabanda que las serpientes producían en el vientre de su hermana. Se quedó
estupefacto y, al cabo de un instante, fue a ver a su mujer:
-Jamás lo habría creído
-dijo.
Ella fingió estar muy
triste:
-¿Qué nos pasará cuando
los lugareños se den cuenta? Ya no podrás salir fuera de casa.
-¿Qué hacer? -preguntó
Blanco Espino.
-Hay que librarse de
ella.
-¡Nunca! -exclamó-. Fue
ella quien me salvó de las fieras, quien me educó, me cuidó y alimentó hasta
que me hice hombre. Sin ella no me habría casado contigo.
-Entonces debemos irnos
nosotros.
-¿Adónde podríamos ir?
-Sin embargo, hay un
medio muy sencillo -dijo ella pérfidamente.
-¿Cuál?
-Irás con ella al bosque
y la abandonarás allí. Seguro que alguien la recoge.
Al día siguiente, Blanco
Espino despertó muy temprano a su mujer y a su hermana y les dijo que irían a
cortar leña al bosque, durante todo el día, para hacer la provisión del invierno.
Cogió las hachas, las cuerdas, las destrales, un mazo, una calabaza y, seguido
de su perra, a la que mantenía atada, se dirigió hacia el bosque. Una vez que
hubieron llegado, se instaló en un sitio con su mujer e indicó a su hermana
otro un poco más lejos:
-Ve a cortar a ese monte
espeso -le dijo-. En cuanto nosotros hayamos acabado, te llamaré y volveremos
al pueblo.
La joven se quedó todo el
día cortando leña en la zona que le habían asignado. A lo lejos oía los
ladridos de la perra de Blanco Espino y los golpes de su destral en los troncos
de los árboles. Pronto se ocultó el sol, pero Blanco Espino seguía golpeando.
«Mi hermano y su mujer
quieren hacer en un día la provisión para todo el invierno», pensó la joven.
Luego la noche fue
cayendo y ella comenzó a dar voces:
-¡Blanco Espino! ¡Blanco
Espino!
Pero el monte era
demasiado denso y Blanco Espino no oía.
Estaba a punto de volver
a llamar cuando, del otro lado del espeso monte, le llegó un ruido de cascos
en la tierra y apareció un caballero montado en un caballo negro:
-Quienquiera que seas
-dijo-, te pido que me dejes pasar. Se hace tarde y mis hijos me esperan.
-Soy un ser humano como
tú -dijo la joven.
-En ese caso -dijo el
caballero-, ¿qué haces tú sola a esta hora en el bosque? Dentro de poco saldrán
los animales del bosque y te comerán.
-Mi hermano y su mujer
están cortando leña muy cerca de aquí. Has debido encontrarlos en el camino.
-Muy cerca de aquí, en mi
camino, no he encontrado a nadie..., salvo una perra ladrando tanto que parte
el alma.
-Es de mi hermano. Los
golpes que oyes son los de su hacha. Anda, caballero, sigue tu camino y déjame.
Pronto vendrá mi herma-no a recogerme y volveremos al pueblo.
El caballero se alejó.
Poco tiempo después apareció otro, que hizo a la joven las mismas preguntas.
Ella le dio las mismas respuestas. Ya la noche estaba oscura y era hora de
volver. Cuando pasó el tercero, la hermana de Blanco Espino se sobresaltó:
apenas percibía la silueta en la oscuridad.
-Quienquiera que seas
-dijo el recién llegado-, dime quién eres.
-Un ser humano como tú.
-¿Y qué haces tan tarde
en medio del bosque?
-Ya lo ves: estoy
cortando leña.
-¿Sola?
-No estoy sola: mi
hermano y su mujer están aquí cerca, cortando leña también para nuestra
provisión de invierno. ¿No los oyes?
-¡Desdichada! No hay
nadie aquí cerca, salvo una perra que ladra atada a un tronco. Yo soy el último
hombre que hace hoy este camino.
La joven esta vez tuvo
miedo. Volvió a llamar:
-¡Blanco Espino! ¡Blanco
Espino!
Pero sólo le respondió el
eco de su voz, amplificado por el silencio de la noche y mezclado con los
locos ladridos de la perra y con los golpes sordos de la destral de Blanco
Espino en los troncos. Le rogó al caballero que la siguiese al claro donde
debía estar su hermano. Así lo hicieron pero, en el sitio donde ella lo había
dejado, no había nadie..., salvo la perra, que tiraba frenética-mente de la
correa y, colgados de las ramas de un árbol, el mazo y la calabaza que el
viento hacía chocar y... entonces comprendió. Blanco Espino y su mujer la habían
abandonado en el bosque. Todo era una estratagema que habían imaginado para
desembarazarse de ella. Habían atado a la perra al tronco del árbol adrede,
adrede habían colgado el mazo y la calabaza a merced del viento del bosque: lo
que ella tomaba por ruidos de destral, era el choque de ambos cuando el cierzo
los agitaba.
-Estoy perdida -dijo.
-Si quieres -dijo el
caballero-, puedes pasar esta noche en mi casa. Mañana, cuando sea de día, irás
donde mejor te parezca.
La joven pensó que,
dentro de lo que cabe, era una suerte para ella que el caballero le ofreciese
alojarla esa noche, así que montó en la grupa detrás de él. Cuando llegaron,
bajó y el hombre advirtió que la mujer que acababa de salvar en el bosque era
de una belleza sorprendente. Le hizo contar su historia. Ella refirió todo,
desde aquel lejano día en que, jugando con una perdiz, la había dejado
escapar:
-Los huevos de serpiente
-dijo- se han abierto dentro de mí. Mi hermano me cree encinta y por ello me
llevó para abandonarme en el bosque. Fue allí donde me encontraste.
El caballero estaba a la
vez conmovido e intrigado. Como era poco probable que la mujer quisiese volver
a su tierra, después de lo que acababa de ocurrirle, le habría gustado desposarla,
pero primero había que librarla de las serpientes que vivían en su interior y
no sabía cómo hacerlo. Así que fue a consultar al sabio de la aldea.
-Pues bien -dijo el
anciano-, te diré cómo tienes que actuar. Vas a ir al mercado a comprar una
gran cantidad de carne y la salarás en abundancia. Dásela a comer a esa joven
hasta que quede saciada. Entonces tendrá sed. No le permitas beber una gota de
agua durante tres días. Al cuarto día cógela y cuélgala por los pies de la más
alta viga del techo. En el suelo, justo debajo de ella, pon un gran plato de
madera lleno de agua. Luego sostén un cuchillo con una mano y una varilla con
la otra. Con la ayuda de la varilla agita el agua, de manera que se le oiga
hacer glugú; después mantén tu cuchillo preparado y espera.
El hombre hizo como le había
dicho el sabio. Compró la carne, la saló, la asó y al fin se la dio a la
joven, que comió a más no poder. Una sed intensa se apoderó de ella, pero pidió
en vano de beber durante tres días. Al cuarto, el caballero la colgó por los
pies, llenó de agua un plato de madera que colocó justo debajo de ella; luego,
con la ayuda de una varilla, se puso a dar pequeños golpes en el agua. El ruido
cristalino y fresco se difundía en todo el cuarto.
Las serpientes,
alteradas, comenzaron a hacer gran estruendo; intentaban lanzarse hacia abajo
para beber. A medida que aparecían, un rápido golpe de cuchillo las cortaba;
los trozos palpitantes caían en el plato con un ruido suave. Cuando hubo
salido la última, el caballero desató a la joven, que ya no podía más.
Durante varios días más
se ocupó de cuidarla, porque la larga estancia de las serpientes en su seno la
había dejado sin fuerzas. Al cabo de unos días, viendo que se había recuperado,
le preguntó:
-Ahora que estás
restablecida, ¿qué quieres hacer? ¿Quieres volver a tu tierra o prefieres
quedarte aquí?
-¿A mi tierra? -dijo-. Ya
no tengo tierra: mi hermano y su mujer me abandonaron en el bosque.
-Si es así -dijo el
caballero-, ¿quieres casarte conmigo?
La joven, feliz de haber
sido salvada a la vez de las fieras y liberada de las serpientes que vivían en
su seno, aceptó. Se casó con el caballero y vivieron felices varios meses.
Luego trajo al mundo un niño, que era el vivo retrato de ella.
-¿Qué nombre le
pondremos? -le preguntó su marido.
-Llamé a mi hermano
Blanco Espino porque nació entre espinos blancos. A éste lo llamaremos «el
Afortunado» porque nació en la riqueza.
Pasaban los años y,
aunque ella no volvió a oír hablar de Blanco Espino y de su mujer, a veces era
presa de un violento deseo de verlos otra vez, sobre todo a su hermano, porque
había vivido toda su vida con él y no estaba segura de que fuese del todo
feliz con su esposa.
Su hijo, mientras tanto,
había crecido. Ahora salía todos los días a jugar con los chicos de su edad.
Era vigoroso y guapo y no carecía de nada. Un día, sin embargo, su madre lo vio
volver a casa bañado en lágrimas.
-¿Por qué lloras? -le
preguntó.
-Los chicos se burlan de
mí -dijo-. Hablan de sus tíos maternos; dicen que van a visitarlos y tú nunca
me has llevado.
El corazón de la joven se
estremeció, pues era lo que ella deseaba desde hacía mucho tiempo.
-Esta noche -dijo-,
cuando tu padre vuelva, pídele que te deje ir conmigo a casa de tus tíos. Si se
niega, insiste y llora hasta que te lo conceda.
En cuanto se sentaron a
cenar, dijo el niño:
-Padre: me gustaría ir a
casa de mis tíos maternos.
-¿Tus tíos maternos? -se
asombró su padre-. Pero... tú nunca los tuviste: yo encontré a tu madre en el
bosque.
El Afortunado comenzó a
lamentarse:
-Todos los niños van a
visitar a sus tíos. Yo quiero ir también, yo quiero ir con mi madre.
-¡Muy bien! -dijo su
padre-. ¿Queréis ir? Pues bien: id, pero os advierto que iréis solos. Yo no
iré a casa de tus tíos, porque sé que ellos son las fieras del bosque.
Al día siguiente, no obstante,
la mujer hizo que el Afortunado se vistiese con su hermoso traje de gala y le
puso encima unos harapos. El niño iba a protestar.
-Tranquilízate -le dijo
su madre-. En cuanto hayamos llegado, te quitaré el abrigo sucio y aparecerás
con tu hermoso traje ante tu tío.
El Afortunado se calmó
tan pronto como vio que su madre también se cubría con andrajos el magnífico
vestido que se había puesto.
El padre los vio tomar el
camino del bosque por donde su mujer había llegado tiempo atrás, y pronto
desaparecieron.
Marcharon un buen trecho.
De vez en cuando preguntaban a otros viajeros por su camino. Hacia la noche,
llegaron por fin a una región que la mujer reconocía. Se detuvieron.
-Pronto estaremos en cada
de tus tíos -dijo la joven a su hijo-. Ahora escúchame bien. Hace mucho tiempo
que no veo a mi hermano: no sé si me reconocerá. A ti, desde luego, no te
conoce. Así que haremos lo siguiente: nos presentaremos en su casa como mendigos.
Si tu tío me reconoce y nos recibe, nos quitaremos estos viejos andrajos y nos
mostraremos con nuestra ropa buena...
-¿Y si te ha olvidado?
-En ese caso debes
prestar atención. Le pediré que nos deje pasar la noche en su casa, como
mendigos. Una vez que nos hayamos instalado, me pedirás que te cuente un
cuento. Yo simularé negarme. Insiste hasta que yo acepte.
Sacó de su alforja una
vieja escudilla de madera, cortó una rama de un árbol y se hizo un grueso
bastón nudoso y entraron en la aldea. Anduvieron así de puerta en puerta. La
joven se movía con desenvoltura por las callejuelas, como si las hubiese
recorrido la víspera. Reconocía a casi todas las mujeres, apenas un poco enveje-cidas,
que iban a llevarle cuscus, tortas, aceite, pero bajo esos viejos andrajos de
mendiga ninguna de ellas la distinguía. Cuando llegó ante la vivienda de
Blanco Espino, su corazón latió más deprisa. El aspecto exterior no había
cambiando...: era la misma casa grande que habían comprado con el dinero que
ella había encontrado en el huerto. Del interior le llegaban voces de niños que
jugaban.
Ella se armó de valor:
-¡Por el amor de Dios!
-gritó lo más fuerte que pudo, para cubrir la voz de los niños.
-¡Espera un poco! -dijo
una mujer desde adentro.
La madre reconoció la voz
de su cuñada. Poco después salió una niña con un plato lleno de cuscus.
-¡Dios os lo pague! -dijo
la falsa mendiga. La niña hizo ademán de irse.
-Vosotros vivís en una
casa grande -continuó-. Pregúntale a tus padres si mi hijo y yo podemos pasar
la noche aquí. No sabemos adónde ir.
-Sigue tu camino, mendiga
-se oyó decir a la cuñada-. Te hemos dado de comer, pero no tenemos sitio para
ti en la casa.
-Sólo una noche
-respondió la mujer-... ¡Por el amor de Dios! Está oscuro, mi hijo es muy
joven, tiene frío y no conocemos a nadie. Háganos un pequeño lugar, aunque sea
en la entrada, por favor. Mañana, antes de que se despierten, nos habremos ido.
Por fin se oyó la voz de
Blanco Espino:
-Deja que la mendiga y su
hijo pasen la noche en casa. No nos molestarán.
Los hicieron entrar. La
mujer lanzó una rápida mirada a Blanco Espino: no había cambiado mucho. Él
apenas la miró. Ella ocultaba lo más posible su semblante, para no ser
reconocida tan pronto. Comieron el cuscus que la niña acababa de darles y
luego el Afortunado dijo:
-Madre, cuéntame una
historia.
-¡Una historia! -exclamó
la joven mujer, aparentemente muy irritada-. ¡Lo único que nos faltaba! Estamos
los dos metidos hasta el cuello en historias... ¿y quieres todavía que te
cuente las ajenas?
-Pero hoy -lloró el
Afortunado-, hemos comido y bebido bien; vamos a dormir en una buena casa.
Quiero una historia.
-¡No tienes vergüenza de
hablar así delante de esta buena gente, que ha sido tan amable al darnos
albergue esta noche!
Los hijos de Blanco
Espino llegaron al vestíbulo dando gritos:
-Por favor, buena señora,
cuéntenos una historia antes de dormir.
-¿Y no estarán cansados
vuestros padres?
-Si conoces algún cuento
-dijo Blanco Espino-, cuéntaselo a los niños, que lo disfrutarán.
-Conozco uno que es un
poco largo -dijo la mujer.
-No tenemos prisa
-respondió Blanco Espino.
-Poneos frente a mí -dijo
a los niños la mendiga, dando la espalda a la habitación donde se encontraban
sus padres.
Y comenzó:
«Machaho!»
«Tellem chaho!»
Los niños se habían
reunido a su alrededor. Blanco Espino y su mujer, en la habitación, fingían no
escuchar pero oían todo. La mendiga se dirigía a su hijo, porque era él quien
le había pedido un cuento:
«Afortunado, Afortunado,
hijo mío:
había una vez un cazador
que amaba apasionadamente la caza y un día consiguió una perdiz, que confió a
su mujer recomendándole que no la dejase volar. Pero su hija, jugando con el
ave, la dejó escapar, así que el padre echó a las dos mujeres de su casa.
»Afortunado, Afortunado,
hijo mío:
en el bosque los animales
salvajes despedazaron a la mujer, y la joven se fue por los caminos, con el
bebé que habían encontrado en el vientre de su madre. Cuando su hermano fue
grande, se casó.»
Mientras contaba la
historia, la madre echaba de vez en cuando un vistazo a la habitación y, a
medida que hablaba, veía cómo su hermano y su cuñada se hundían poco a poco en
el suelo: hasta los tobillos, hasta las pantorrillas, hasta las rodillas, hasta
los muslos. Ya estaban ahora enterrados hasta la cintura.
«Afortunado, Afortunado,
hijo mío:
pero su cuñada, celosa de
ella, le dio de comer huevos de serpiente, que pronto se abrieron en su seno y
su hermano la creyó encinta.
»La joven miró: la tierra
había absorbido una parte del vientre.
»Afortunado, Afortunado,
hijo mío:
se fueron al bosque con
ella y la abandonaron allí, en medio de las fieras, con una perra que ladraba,
un mazo y una calabaza que chocaban entre sí, y en plena noche.
»Afortunado, Afortunado,
hijo mío:
ella habría sido devorada
si un caballero que pasaba por allí no la hubiese recogido y llevado a su casa.
Él logró hacer salir a las serpientes que ella llevaba en su interior y la
desposó.»
La narradora miró de
reojo detrás de sí: de Blanco Espino y de su mujer sólo asomaban las cabezas,
que surgían del suelo como redondas calabazas.
«Afortunado, Afortunado,
hijo mío:
tuvieron un hijo que
creció y un día volvió de la plaza llorando, porque sus compañeros iban a
visitar a sus tíos maternos, y él nunca había oído hablar de ellos.»
En ese instante, la mujer
vio que las dos cabezas habían desaparecido: en el lugar había dos mechones
de cabellos, unos largos y los otros, a su lado, más cortos. Sintió que su corazón
se estremecía. Se levantó, agarró la cabeza de Blanco Espino por el pelo y tiró
con todas sus fuerzas. El cuerpo al principio resistió, pero la joven, con sus
miembros temblorosos, no cejó en su esfuerzo. La coronilla de Blanco Espino,
luego la cabeza entera, los hombros, el torso, la cintura, las piernas, las
rodillas, los pies, fueron por fin desen-terrados.
Cuando Blanco Espino,
lívido y muy dolorido, se irguió frente a su hermana, ella se precipitó para
abrazarlo. Luego fue a buscar un mazo y, golpeando a toda prisa lo que quedaba
del cuerpo de su cuñada, la hundió para siempre en la tierra.
A continuación, hizo ir
allí a su marido. Blanco Espino volvió a casarse y vivieron los tres muy
felices en su pueblo.
¡Machaho!
Fuente: Mouloud mammeri
109. anonimo (bereber)
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