Al mismo tiempo que el crepúsculo caía sobre
la aldea de Mizunce en la provincia de Tango, un joven pescador de la aldea
llamado Urashima arrastraba su barca hasta la playa después de un largo día de
pesca. A pesar de lo joven que era, su destreza en la navegación y el anzuelo
se igualaba a la de los mejores pescadores de la aldea, y en los días en que
parecía que el mar estaba vacío de peces y que sus mayores se lamentaban de la
pobre y desastrosa estación, Urashima nunca regresaba sin álgo que hubiese
premiado el trabajo de la jornada.
Un día, después de haber asegurado bien su
barca en la arena, Urashima echó a andar hacia su casa con lo que había
pescado. De pronto su atención se vio atraída por un círculo gesticulante de
niños que estaban armando gran alboroto en el lugar que las rocas cedían
terreno a la arena. Los niños parecían estar aporreando sin misericordia a
algo que había en medio de ellos. Al acercarse más, Urashima comprobó que el objeto
de los golpes era una gran tortuga.
-Me toca a mí ahora tocar el tambor -gritó uno
de ellos, y golpeó con el palo el lomo de la enorme tortuga.
-Ahora me toca a mí -exclamó otro, y un látigo
de hierbas y algas marinas silbó en el aire.
-Ahora todos juntos -chillaron, y los palos y
los zurriagos, uno detrás de otro, llovieron sobre el cuerpo del animal.
Con su ofuscada cabeza metida dentro de su
sólida concha, la tortuga, demasiado lenta y pesada para escapar de sus
jóvenes atormentadores, permanecía quieta, sufriendo los agudos dolores que
cada porrazo transmitía por su caparazón a todas las partes de su cuerpo.
-¿Qué estáis haciendo? -gritó Urashima encolerizado
por la cruel-dad de los niños y por el lastimoso estado de la desamparada
criatura-. ¡Parad en seguida! ¿Creéis que estáis haciendo bien al golpear a
esta desventurada tortuga?
Los chicos no le prestaron atención y renovando
sus golpes sobre el lomo del animal, dijeron:
-Esto no te importa a ti, Urashima. La tortuga
es nuestra. Noso-tros la hemos capturado y podemos hacer con ella lo que se
nos antoje.
-Pero no tenéis derecho a golpearla -dijo
Urashima-. Ella sufre como vosotros sufrís. Oíd, si os doy dinero, ¿me daréis
la tortuga?
-iClaro que sí! -gritaron todos a una-. Si nos
das dinero será tuya en seguida.
Urashima les entregó el dinero y los niños,
con gritos de júbilo y riéndose a carcajada limpia por su estupidez, echaron a
correr hacia la aldea. Urashima se volvió a la tortuga, le acarició la concha y
le dijo:
-Bien. Si hubieran seguido pegándote un poco
más, tu vida habría estado en gran peligro. ¿Qué te ha traído por aquí, dócil
criatura? Por favor, de ahora en adelante procura no ser tan descuidada en el
camino que escoges para salir de tu mar nativo.
Urashima cogió a la tortuga con sus brazos y
anduvo con ella hacia la orilla del mar. Metiéndose con ella en el agua hasta
las rodillas, la soltó en las limpias aguas azules y la vio empezar a nadar y
sumergirse con placer en las olas que rodeaban sus pies. Con una mirada de
gratitud a su benefactor, la tortuga se adentró en el mar hasta que se perdió
de vista.
Lo siguiente ocurrió tres o cuatro días más
tarde. La mañana era calurosa y sin viento. No se oía ningún ruido excepto el
chillido de alguna gaviota que volaba por los alrededores. Urashima estaba
sentado en su barca, alejado de la costa, con sus pensamientos tan indiferentes
como el cordel que atravesaba la superficie sin olas del mar. De repente una
voz tan dulce como la campanilla de llamada al templo lo sacó de su
ensimismamiento.
-¡Urashima San, Urashima San!
-¡Ajá! Sin duda que ese es mi nombre. Parece
como si alguien me estuviese llamando. Pero ¿quién podría ser? Estoy solo y
fuera del alcance de la tierra. Seguro que estoy soñando -pensó para sí
Urashima, y volvió a mirar el anzuelo.
-¡Urashima San, Urashima San! -volvió a ¡lamar
la voz.
Ahora no podía haber duda. Era su nombre el
que se estaba pronunciando. Se volvió rápidamente y allí, cerca de su barca,
con la cabeza emergiendo de las cristalinas aguas, estaba su amiga la tortuga.
-¿Eras tú la que me llamaba hace poco, tortuga
Chan? -preguntó Urashima sorprendidísimo.
-En efecto, era yo, querido amigo -contestó la
tortuga-. He venido para agradecerte la gran bondad que tuviste conmigo el otro
día y para mostrarte mi gratitud y saludar a mi protector -porque así te
consideraré siempre- con toda reverencia.
-No tuvo importancia realmente -dijo Urashima-.
Es demasiado poco importante para recordarlo y no merece que me lo agradezcas
tan afectuosamente. Pero por favor, no te alejes demasiado de tu casa. Puede
ser peligroso y siempre hay gente que quiere hacerte daño.
-¡Ay! ¡Y qué sabio eres, Urashima San! -replicó
melancólicamente la tortuga-. La rana debe quedarse en su charca y la cigarra
en la copa de su árbol. Fui una tonta. Pero ya he aprendido la lección y de
ahora en adelante me mantendré siempre en mi océano. Urashima San, tengo algo
que preguntarte. ¿Has oído hablar alguna vez del palacio de la princesa del
dragón?
-He oído algo acerca de ese palacio -replicó
Urashima-. Pero nada de la princesa del dragón, ni tampoco he visto su palacio.
-Entonces tengo un gran regalo que hacerte,
Urashima San -dijo la tortuga-. Deseo invitarte al palacio de la princesa del
dragón.
-¿Quieres decir de verdad que tú conoces personalmente
a la princesa del dragón? -preguntó asombrado Urashima.
-No sólo tengo el honor de conocer muy bien a
su alteza -replicó la tortuga con dignidad de tal-, sino que soy una de sus
principales asistentas. Ya he contado a mi señora la forma en que tú me
salvaste la vida y ella está ansiosa por conocerte y darte las gracias en
persona por ello. Así que, Urashima San, ¿vienes?
Urashima, todavía no recuperado de la sorpresa
de este extraño encuentro, contestó con cierta vacilación:
-Desde luego que me honraría muchísimo conocer
a una princesa de tanta fama. Pero ¿dónde está su palacio? ¿Cómo puedo ir hasta
allí? ¿Y de verdad quiere ella conocer a un humilde pescadorcillo como soy yo?
-Urashima, como te he dicho ya, mi señora está
deseando demos-trarte su profunda gratitud. Ella misma ha sido quien me ha
pedido que te busque y que te pase su invitación. En cuanto a ir allí, no te
preocupes. Te montaré sobre mis lomos y contigo encima nadaré a través de las
sendas del mar que conducen al palacio de mi señora. Será un viaje maravilloso
y estaremos allí en seguida. ¡Vamos Ura-shima!
Diciendo esto, la tortuga nadó hacia él para
detenerse junto a la regata de la barca de Urashima.
Las palabras de la tortuga disiparon las dudas
del joven quien, de un salto, se subió en la concha de la tortuga.
Inmediatamente la tor-tuga empezó a nadar velozmente a través del tranquilo mar
dirigién-dose hacia una roca que parecía haber surgido en aquel momento porque
nunca antes la había visto Urashima, y que gradualmente se iba haciendo mayor.
La tortuga de repente se sumergió y se movió graciosamente y a velocidad
majestuosa en las verdes profundidades del mar. Cuanto más se sumergía más
bonitos y señoriales peces les acompañaban en el viaje.
Primero vino un destacamento de peces espada
que se pusieron a nadar delante de ellos para abrirles paso a través de las
profundidades del océano. En su estela iban dejando gallardetes de sedosa
espuma que eran sostenidos en largas hileras por las curvadas colas de miríadas
de caballitos de mar. Siguiendo a los peces espada iba un destacamento de
delfines que llevaba en sus lomos peces procedentes de distintos mares cuyas
escamas fosfores-centes iluminaban el camino con luces multicolores. Un
regimiento de nobles besugos formaba el pasillo de la procesión, y arriba y
abajo, en largas filas, nadaban las sardinas, los tiburones, las carpas, los
pecesvoladores, los peces globo y los atunes, las sepias y las lam-preas, las
caballás y los arenques, y por encima de todos ellos nubes de transparentes
medusas.
La cabalgata siguió bajando hasta que de repente,
como un des-tello, apareció el castillo, el cual se hallaba iluminado con miles
de iridiscentes burbujas de espuma. Ante los ojos de Urashima se encontraban
dos gigantescas puertas que resplandecían con brillan-tes colores procedentes
de las ondulaciones del mar, y ante cuyos pórticos nadaban toda clase de
extraños peces y criaturas.
La tortuga se detuvo a las puertas. Se posó
suavemente sobre el lecho del mar para que Urashima descendiera de su concha.
-Por favor, ten la bondad de esperar aquí unos
minutos -dijo la tortuga.
Después atravesó a nado las puertas y desapareció
de la vista de Urashimá. El animal volvió casi inmediatamente adonde estaba
sentado el muchacho, absorto en la contemplación de las maravillas que lo
rodeaban.
-En nombre de mi graciosa señora, la princesa
del dragón, te doy la bienvenida a su augusto palacio -dijo la tortuga con voz
cere-moniosa-. Mi señora está impaciente por recibirte. Monta otra vez sobre
mis lomos, Urashima San, y te conduciré a su imperial presencia.
Latiéndole fuertemente el corazón, Urashima
subió a la enorme concha de su amiga que le transportó a través de las
magníficas puertas. Una vez dentro, Urashima se halló en un paraíso en el que
todos los arcos iris del mundo parecían empezar y terminar. Ante él se
vislumbraba el contorno de un palacio de magnífico esplendor cuyo delicado
trazado de torres, torretas y pagodas se proyectaban hacia arriba, hacia la
lejana superficie del mundo. Al acercarse más, Urashima vio que lo que él
había tomado por una profusión de capullos y flores eran hileras de hermosas
doncellas ataviadas con ricos vestidos de brocado a las que un paje por cada
una de ellas, no menos guapo que las doncellas, asistía y sostenía el abanico
orna-mental sobre su cabeza. Al aproximarse más comprobó que cada doncella
vestía unas bandas brillantes de algas y anémonas marinas entre sus altísimos
trenzados; y por delante, anidando en las ondas del pelo, estaba un joven
besugo, mientras que entre los elevados moños de las frentes de los pajes, adornados
con cintas, pequeños calamares y pulpos movían sus tenues miembros.
Al pararse Urashima como consecuencia del
arrobado encanta-miento en que se hallaba, las filas de los asistentes se
dividieron en el centro como una ola para dejar paso a una mujer de belleza
divina que avanzaba lentamente hacia él. Era la afamadísima y legendaria
princesa Oto, la princesa del dragón. Urashima se puso de rodillas y se
inclinó ante ella profundamente.
-Bienvenido seas a mi humilde morada -dijo la
princesa-, quizás más que cualquier otro visitante del rey de mi mar y de más
lejos. Porque tú has salvado la vida de mi querida y estimada asistenta y
contigo tengo una deuda de eterna gratitud. Mi pueblo y yo nos alegraremos
muchísimo si nos honras con tu compañía todo el tiempo que quieras.
Urashima se inclinó reverentemente otra vez.
Después se puso de pie y anduvo con la princesa a lo largo de los grandes
corredores del palacio seguidos por las doncellas y los criados. Los suelos
estaban cubiertos de ágatas y de allí salían unas columnas para soportar los
abovedados techos con adornos de coral. De los aposentos que había en los
corredores salían piezas musicales que les seguían a su paso; y las aguas
estaban por todas partes enriquecidas con los mejores perfumes. En la alcoba a
la que finalmente entraron había una mesa baja y roja cubierta con un mantel
de riquísimo damasco y dos sillas talladas de la misma vívida y roja madera.
La princesa precedió a Urashima y se sentó
graciosamente en una de las sillas. Luego invitó al joven a sentarse junto a
ella.
-Urashima San, después de tu largo viaje debes
estar hambriento; así que vamos a comer -dijo la princesa haciendo un gesto
significativo a uno de los criados.
Inmediatamente, de entre las columnas de coral
salió una hilera de otros sirvientes que llevaban unas bandejas de oro y
platos con los más ricos manjares procedentes de los cuatro puntos del océano.
Mientras comían, las doncellas ejecutaron danzas de las cortes de los reyes
antiguos, y cantaron melodías de amor de las baladas de antiguos romances con
el acompa-ñamiento del arpa, la flauta y el tambor.
Una vez finalizada la comida, la princesa
invitó a Urashima a que la acompañara a ver el palacio. Pasaron por salones con
paredes de marfil y mármol azul, jade y ámbar, madera de sándalo y de cedro, y
suelos de piedra procedentes de las canteras de lejanos mares cuyos colores
relucían y se fundían con los ricos matices de las paredes. Y esculpido en el
techo de cada habitación estaba el magnífico dragón rojo y dorado de la
dinastía de la princesa Oto.
Al fin arribaron a una sala desde la que se
dominaba un rojo puente curvado que colgaba sobre una corriente profunda y
clara como el cristal. La princesa se detuvo y aproximándose a una de las
cortinas corredizas de una ventana, dijo:
-Por favor, descansa un momento y en el espacio
de pocos minu-tos te mostraré el escenarioo de las cuatro estaciones. Primero
mira-remos a través de la ventana del este.
La princesa corrió la delicada cortina y Urashima
tuvo ante él un paisaje con toda la frescura y el verdor de la primavera. Allí
había un huerto de cerezos cuyas yemas estaban ya floreciendo. Los sauces se
inclinaban sobre las aguas del arroyo y de cada rama salía la canción de pequeños
pájaros cantores. Urashima sólo sintió el deseo de que-darse allí para
siempre, pero la princesa le condujo hasta la ventana del sur, la abrió y le
dijo que mirase.
De repente estalló ante él todo el calor del
verano. La fragancia de multitud de gardenias blancas que rodeaban un
estanque se extendía por todo el aposento. La superficie del estanque estaba
cubierta de nenúfares de todos los tamaños que flotaban aquí y allá, con sus
pétalos colgando. Los patos de plumas preciosas nadaban sobre la superficie y
trasladaban los pétalos de las flores como si fueran una cascada. Las cigarras
llenaban el aire con sus canciones y las ranas croaban alegremente. Pero la
princesa condujo de nuevo a Urashima hacia la ventana del oeste y le pidió que
mirara.
Ante él estaba el amplio paisaje incendiado
con el rojo otoñal de los plátanos. La tierra de la montaña y del monte, de
las orillas de los lagos y los ríos, de los valles y las llanuras estaba
cubierta con la alfombra del fuego. El aborregado ciclo colgaba sobre los picos
de las montañas y el agua de los lagos y los ríos resplandecía roja en el aire
del otoño. Y cosa rara, aunque el perfume de los crisantemos penetraba toda la
escena, no se veían flores; Urashima, perdido de asombro, fue vuelto en sí por
la voz de la princesa que ahora le pedía que viniera hacia la ventana del
norte. Cuando ella corrió las cortinas, Urashima quedó boquiabierto.
Era invierno y todo el mundo estaba cubierto
por una alfombra de nieve. El crepúsculo flotaba sobre el helado estanque donde
las grullas dormían sobre una sola pata. Los juncos y las cañas crujían con el
viento que repentina-mente se levantaba y moría. Los árboles, los arbustos y
los matorrales estaban cubiertos de nieve y puntas de hielo colgaban de las
ramas y de las hojas. El cornudo ciervo vagaba bajo el frío entre los erectos
pinos, mientras que los osos pardos, contrastando su piel con el blanco
invierno, cenaban a base de cortezas de árbol.
El placer de Urashima no tenía límites. Cualquier
pensamiento que tuviese de volver a su casa había abandonado su corazón. Su
único deseo era quedarse para siempre con la princesa Oto en esta tierra
encantada y mágica. Un mes tras otro Urashima vivió en medio de este hechizo.
Cada día le traía alguna nueva maravilla para alegrarle y cada noche algún
nuevo milagro para divertirle. Cuánto tiempo llevaba allí no lo sabía, ni
tampoco le importaba demasiado.
Pero un día, repentinamente, empezaron a inquietarle
los pensa-mientos sobre sus padres. Se volvió silencioso y triste, muy
diferente de lo alegre y feliz que era antes. Un día la princesa te preguntó
cariñosamente:
-Urashima San, ¿por qué estás tan triste y tan
alejado de mí? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Es que ya no podemos complacerte?
Pero Urashima volvió su rostro y no pudo contestar.
La princesa, ahora preocupadísima, procuraba
todos los días producir placeres -nuevos y mayores distracciones para él, pero
todo era en vano. No importaba el sabor de las raras comidas, ni la dulzu-ra
divina de las voces de los cantores, ni la gracia de los bailarines, ni los
encantos de la princesa, Urashima se negaba a todo consuelo. Por fin un día,
después de que la princesa le pidiera otra vez que le contara sus problemas,
Urashima se puso la manga de su quimono ante los ojos y contestó:
-Hace ya bastante tiempo que me preocupan los
sueños que tengo acerca de mis padres. Temo por su bienestar y me gustaría
muchísimo verles.
Al escuchar estas palabras la princesa lloró
amargamente, por lo que Urashima, profundamente emocionado, cogió su mano y
dijo:
-No llores. Lo único que quiero es asegurarme
de que nada les falta a mis padres. Sólo te pido que me permitas ir a
visitarles por poco tiempo, y luego volveré a vivir feliz contigo para siempre.
La princesa estaba llena de pena. Pero al ver
la infelicidad de Urashima comprendió que sería mucho peor si no lo dejaba
marchar.
-Urashima Sama, a pesar de la gran pena que
esto me produce, lo comprendo. Por favor, ve a verlos. Pero antes de que
marches tengo algo que quiero que lleves contigo.
Diciendo estas palabras la princesa desapareció
en una habitación interior, para volver casi al instante trayendo un cofre de
oro atado con cordoncillos rojos. La joven se inclinó reverentemente y colocó
el cofre delante de Urashima, el cual lo tomó con ambas manos y se lo llevó a
la cabeza como prueba de aceptarlo.
-Urashima Sama, este cofre es especial, muy
especial -dijo la princesa Oto-. Contiene un tesoro de incalculable valor,
pero es mejor que no lo vean ojos curiosos. Lo llamamos el «don del sayonara» y aquí te lo entrego, con mi
deseo de corazón de que vuelvas cuanto antes. Vete ya, Urashima que todos
estaremos esperando tu vuelta anhelantes.
La princesa se inclinó una vez más y dio unos
cuantos pasos, tratando de esconder sus ojos tras las mangas de su vestido pero
incapaz de contener sus lágrimas.
También Urashima se sentía muy triste al pensar
en que debía dejar a su bella princesa, pero como sabía que no estaba bien
mos-trar sus sentimientos ante ella, contestó valientemente:
-Me voy, princesa mía. El don de despedida que
me has entregado lo guardaré celosamente hasta mi retorno. Mis ojos nunca verán
su contenido. Lo único que deseo de verdad es contemplar nuevamente tu
rostro.
El joven miró el cofre con tanta fijeza que la
princesa conoció que estaba luchando también por contenerse las lágrimas.
-Un día volverás a mí, Urashima Sama -dijo la
princesa-, y siempre estaré esperando ese día. Lleva mucho cuidado con mi don
y él te llevará sano y salvo a tu casa a través del mar. Pero recuerda,
Urashima San, por tu bien y el mío, nunca abras el cofre. Se me parte el
corazón al pensar en lo que pasaría si desoyeses mi advertencia. Que sean
estas mis últimas palabras para ti, Urashima Sama. Adiós.
La princesa estaba demasiado apenada para
verlo salir por las puertas. Se quedó donde estaba y lo vio salir lentamente y
dirigirse hacia donde su amiga la tortuga le estaba esperando pacientemente.
Urashima subió a lomos del animal y éste se puso a nadar lentamente a través
de las aguas profundas. Urashima miró con vehe-mencia y tristeza el lugar que
contenía todo lo que él más amaba, hasta que dicho lugar fue empequeñeciéndose
y finalmente desa-pareció.
Pronto el verde dio paso al azul fuerte hasta
que por fin alcan-zaron la superficie montados en la cresta de una enorme ola
que les llevó hacia adelante a gran velocidad. Siguieron nadando en silencio
hasta que al fin divisaron una playa arenosa y baja. De pronto el corazón de
Urashima empezó a latir violentamente porque ahora estaba por fin en su casa.
¡Qué bienvenida tendría! ¡Qué maravillas iba a contar! La tortuga sedirigió
hacia la orilla donde Urashima pudo desmontar fácilmente de sus lomos. Mienttas
él se quedaba de pie en el agua, con su don fuertemente cogido, la tortuga se
deslizó suave-mente hacia mar adentro y se volvió para decir:
-Urashima Sama, ¡sayonara, sayonara! Por favor, cuídate mucho, que te estaré
esperando pacientemente para llevarte a tu hogar de debajo del agua. ¡Sayonara, Urashima Sama!
La tortuga dio media vuelta a su enorme
cuerpo, y sin añadir palabra o mirada empezó a nadar rápidamente.
Urashima vio marchar a su querida amiga hasta
que desapareció a lo lejos. Su corazón estaba apenado y una gran melancolía
cayó sobre él. Se volvió a mirar a su patria familiar con un espíritu
enter-necido.
Sin embargo su sorpresa fue grande al comprobar
que todo estaba cambiado y que no había ningún signo que él pudiera reco-nocer.
Subiendo por la playa llegó hasta la calle principal de la aldea, la cual
apenas parecía la misma. El templo aún seguía en lo alto del monte, pero las
viejas casas familiares habían sido demolidas y en su lugar se habían levantado
unas nuevas. El altar de los viajeros todavía se hallaba a la entrada de la
aldea, pero habían trazado una nueva carretera y un nuevo puente de madera
cruzaba el río. Las caras que veía, todas extrañas, lo miraban con curiosidad y
no encontró a ningún amigo. Atravesando la calle se dirigió hacia la casa de
sus padres, pero se quedó de una pieza cuando la vio. Estaba cubierta de
yerbajos; la hierba sin cortar se había adueñado de la puerta de bambú; el
techo de cañas estaba roto y las paredes se hallaban agrietadas y ruinosas.
-¿Qué ha pasado aquí? -murmuró Urashima
mirando a su alrededor-. ¿Es esta la casa de mis padres? ¿Es esta mi aldea
nativa? ¿Cómo se ha podido producir esta desolación en tan poco tiempo? ¿Dónde
están mis padres?
En ese momento una anciana cuya espalda formaba
paralelo con el suelo de la calle, se acercó cojeando a él y Urashima le
preguntó:
-Abuela, ¿dónde está la casa de Urashima?
¿Dónde se ha ido su familia? ¿Qué ha sido de ellos? ¡Por favor, dímelo!
-suplicó Urashima.
La anciana levantó la cabeza para observar a
Urashima. Después de mirarlo fijamente durante mucho tiempo, dijo:
-¿Urashima, dices? Nunca he oído ese nombre.
Llevo viviendo aquí ochenta años y jamás he conocido a nadie que se llamase
así.
Urashima se intranquilizó muchísimo y dijo en
voz alta:
-Pero aquí es donde solían vivir. Y eso no lo
sabe nadie mejor que yo. Seguro que tienes que haber oído hablar de ellos.
La anciana se quedó silenciosa durante algún
tiempo. Muchas cosas parecían estar luchando en su marchita cabeza. Al fin
asintió y murmuró a Urashima:
-¡Urashima, Urashima! Ese nombre lo oí de
niña, creo. ¿No fue el muchacho que cruzó el mar montado en la concha de una
tortuga y que nunca regresó? ¿No es el joven de la leyenda? Se dijo que lo
habían llevado al palacio de la princesa del dragón y que estaba allí
prisionero. Pero yo no lo sé. Ha pasado tanto tiempo desde enton-ces... Como te
he dicho, yo oí la historia cuando era niña y por lo visto todo eso dicen que
pasó hace unos trescientos años.
Urashima apenas podía contener su asombro y su
dolor al comprender lo que había pasado.
-¡Hace trescientos años! ¡Trescientos años!
-murmuró Urashima para sí-. Y yo pensaba que habían sido sólo tres años. Parece
que por cada año que soñé han pasado cien años. Eso lo explica todo: mis
padres muertos; nuestra casa en ruinas; la aldea irreconocible. ¡Oh! ¿Qué puedo
hacer?
Y se puso a llorar amargamente.
Al cabo de un rato sus pensamientos volvieron
a su princesa y a su nuevo hogar bajo el mar. Allí estaba su única esperanza.
Corrió frenéticamente hacia la playa y allí escudriñó el mar buscando alguna
señal de la tortuga. Pero no se veía nada.
-¡Tortuga San, tortuga San! ¿Dónde estás?
Quiero que vengas en seguida. ¡Ven aquí! -gritó. Pero la única respuesta era la
que daba el mar al recogerse y extenderse. Se sentó desesperado y el cofre que
hasta entonces había llevado bajo el brazo lo puso delante de él. Al darse
cuenta de su presencia, gritó lleno de júbilo:
-Seguro que su don me ayudará. Habrá instrucciones
dentro que me indicarán la forma en que puedo volver a mi querida princesa.
Olvidando así el aviso de la princesa, desató
ansiosamente los lazos y con manos temblorosas levantó la tapa. Una nube de
púrpura salió del cofre y envolvió a Urashima completamente. Cuando se
dis-persó la neblina Urashima comprobó horrorizado que en él se había operado
un terrible cambio. Su fresco y joven rostro se había llenado de líneas y
arrugas; sus brillantes ojos se habían oscurecido y ofus-cado; su pelo se había
hecho blanco como la nieve y escaso. Los calambres rendían a sus dedos y el
dolor a sus piernas, ahora delgadas y llenas de gruesas venas. Trató de
levantarse, pero los incontables años atormentaban todo su cuerpo, y se notó
sujeto a la arena porque su espalda se inclinaba en ángulo .recto como la
anciana de antes, y no podía ponerse derecho.
-¡Oh! ¿Qué he hecho? He olvidado tus palabras,
querida princesa, y he abierto temerariamente el cofre. Ahora sé porqué me
advertíste. Tú encerraste mi juventud en esta caja y soy yo sólo el responsable
de su pérdida. Ahora todo se ha acabado, todo se ha acabado -se lamentó.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas. A
través de sus casi ciegos ojos miró al mar, pero nada se veía en él, y sólo el
mar gritó con él en su pena.
Traducción: Angel García Fluixá
040 Anónimo (japon)
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