Detesto no ser feliz y no poseo esa capacidad tan
femenina que se llama capacidad de sufrimiento. Por eso me divierten las
narraciones fantásticas sobre monstruos y apariciones fantasmales, pero tengo
mucho cuidado de no poner en peligro mi estabilidad emocional y rechazo esa
clase de lecturas que aseguran, con insidiosa morbosidad, que la senda del
hombre está mancillada con variedad de execrables crueldades.
Evocar imágenes de los niños ingleses de cinco o
seis años, que durante la primera época de la revolución industrial eran
amarrados a una silla durante una jornada laboral de dieciocho horas para
evitar que se cayeran rendidos por el sueño o el cansancio, resultaría
demasiado sórdido para que su peso abrumador no me paralizara.
Me niego a creer que en el Franco Condado y la Alta Alsacia los
condes de Monjoie o los señores de Mectes abrieran el vientre a sus vasallos
durante la caza de invierno para calentarse los pies en sus entrañas humeantes.
Tampoco es cierto que se hayan llevado a cabo
ejecuciones masivas de adolescentes o que, en 1611 un niño de nueve años
llamado Juan Serre, natural de Albi, fuera, tras un proceso, quemado vivo ante
la puerta de una iglesia.
Persigo la dicha con infantil tenacidad y procuro
extraerla de los acontecimientos más modestos y triviales, pero no he podido
evitar que de vez en cuando, la realidad me produzca violentas sacudidas.
Los hechos que voy a relatar me rozaron muy de
cerca, infringiéndome una herida que el corto tiempo transcurrido no ha logrado
cicatrizar.
Por tanto, advierto al lector, a quien supongo
comprensivo y tolerante sobre mi posible, casi segura, falta de objetividad
para con alguno de los personajes de esta historia.
Quizá la decisión, varias veces demorada, de
trasladarla al papel, no tenga otra intención que la de buscar una sosegante
acción de catarsis sobre mi corazón y mi memoria, cerrada ahora con la más dura
intransigencia para quienes no vacilan en arrebatarnos alevosamente la escasa
ración de felicidad que la vida nos ofrece.
* * *
He conocido por primera vez el insomnio
reflexionando sobre el trágico y espantoso desenlace de un suceso que, por lo
cotidiano y la naturalidad con que se practica, suele pasar inadvertido.
Aquella pareja, a la que recordé con nostalgia durante el viaje por varias
capitales europeas que mi actividad profesional exigía, fue una víctima
propiciatoria de la incorregible tenacidad con que una sociedad sumergida en la
mediocridad y el hastío destruye todo lo que tiene la osadía de permanecer
inmaculado. Anoto que el 17 de agosto de 1973 había sido para mí uno de esos
días amables y prometedores que pocas veces se consiguen. Por eso caminaba como
en una nube ligera y fresca, sintiéndome atractiva porque acababa de ducharme y
todavía notaba el pelo húmedo en la nuca; la suave brisa que ahora bajaba del
Guadarrama, agitaba mi reciente adquisición de seda amarilla ciñéndola
acariciadora a mis piernas desnudas.
Le vi en la Gran Vía , cuando declinaba el caluroso atardecer
y su imagen, inundada de patetismo y desolación, me persigue desde entonces con
la misma persistencia que impone una culpa abominable.
Estuve a punto de chocar con él, y su presencia ante
mí, inesperada, casi irreconocible, fue como una horrible bofetada que cortó las
posibilidades de dicha de esa noche y de otras muchas que siguieron.
Su aspecto me conmovió hasta las lágrimas.
Estaba sentado en el escalón de un portal, con los
codos apoyados en las rodillas y las manos sujetándose la frente, con la
actitud del que soporta un pesar inmenso. Llevaba una cazadora mugrienta y
renegrida, mal abrochada, con las mangas excesivamente cortas. No tenía camisa,
y los pantalones vaqueros, brillantes por le uso y las manchas de grasa, se
habían rasgado en las rodillas. Por uno de los bolsillos de la cazadora asomaba
el cuello de una botella. Un transeúnte distraído tropezó con sus piernas y le
dirigió un comentario despectivo acerca de su estado de embriaguez. La
desesperación y la ruina que se adivinaban el fondo de su posible borrachera
impresionaban de forma extraordinaria. Estaba total, irremisible-mente ajeno al
bullicioso discurrir de la gente a su alrededor que le miraban extrañados,
porque a pesar de las huellas terribles con que la miseria y el abandono lo
habían marcado, conservaba todavía la extraordinaria belleza de su rostro y un
aire inequívoco de juventud. No llegaría a los treinta años.
Cuando levantó la cabeza, me llevé la mano a la boca
para ahogar una exclamación de congoja; sus ojos enrojecidos y vidriosos, tan
cálidos en otro tiempo, estaban ahora espantosamente inertes y helados.
Fingiendo que miraba un escaparate, estuve observándole de reojo. Durante todo
el tiempo no dio ningún indicio de que algo conservara todavía algún interés
para él.
Yo estaba tan apenada y sobrecogida que no supe qué
hacer. Tuve la mano extendida para tocarle, pero desistí. Su abrumadora soledad
estaba tan lejos de redención, que cualquier gesto de acercamiento o de ayuda,
hubiera resultado baladí. Era casi indecoroso que alguien que había admirado su
singular encanto fuera ahora testigo de su amargo derrumba-miento.
Yo los había conocido, a él y a
su mujer, tan sólo cuatro años atrás, cuando los dos eran tan jóvenes y tan
hermosos y estaban tan enamorados. Tenían delante un porvenir espléndido y
lleno de promesas, pero eso fue antes de que, inocentemente, abrieran la puerta
de su casa y sentaran a su mesa a un fantasma corpóreo y perfumado que se
introdujo en sus vidas para chupar con avidez de su felicidad hasta
destrozarlos.
Una tarde, sentados en un banco
de la explanada que conduce a la facultad de Medicina ella rozó con sus labios
la mejilla de Miguel. El giró la cabeza hasta que sus bocas se encontraron con
toda la luminosa y tierna entrega que sólo es posible cuando se ama por primera
vez. Dos meses después, cuando ella se iba de vacaciones a la ciudad donde
residían sus padres, él le entregó un poema conmovedor que hablaba de lo
insoportable de la separación y lo incierto de su reencuentro.
Nunca había oído hablar de la
depresión que suele suceder al parto. A ella le agarró de lleno. Le molestaba
la dureza de sus pechos excesivamente crecidos por un caudal de leche que
rebozaban manchando los vestidos que los oprimían. Se sentía culpable por no
estar, ahora que ya tenían su ansiado bebé, loca de alegría. Los interminables
barreños de ropa sucia no se parecían en nada a las aventuras que habían
proyectado. Odiaba no tener nada estimulante que contarle a Miguel a su regreso
y haber perdido la esbeltez de su cintura que él abarcaba admirado con sus
manos. Nunca pensó que aquellas molestias, de las que generosamente evitaba
hablar con su marido, pudieran separarlos.
Al principio, lo más
insoportable fueron las imágenes. Pensaba en ellos desnudos sobre la cama
acariciándose y un dolor lacerante se le atravesaba en el estómago. No pasó por
su imaginación impedirlo. Pensó que se trataba de una historia de amor y sabía
que eso, cuando nace, es inevitable.
Fumaba mucho. Le dolía es
estómago. Dormía poco y mal. No sabía qué hacer. ¿Dónde ir con un niño y sin
trabajo? Le repugnaba la idea de volver a su casa arrastrando un fracaso y no
había ninguna razón para dejar a su hijo porque su marido se hubiera enamorado
de otra mujer.
Cuando el niño se dormía ella se
tomaba dos copas de un coñac que aborrecía, pero que le brindaba un agradable
estado de somnolencia y se tumbaba en la cama para soñar entre nubes lo felices
que habían sido. Las palabras finales de una verso de Poe la martilleaban
insoportablemente: nunca más..., nunca mas..., nunca mas...
No tuve ánimos para acudir a mi cita. Quise saber
qué clase de suceso espantoso puede segar tan brutalmente la alegría de vivir.
Subí hasta mi casa y me precipité hacia el teléfono para llamar a mi amiga
Marisa. Ella los había traído a nuestra tertulia del café Comercial. Fue vecina
suya cuando ellos se instalaron, recién casados, en un piso antiguo de
Argüelles, cerca de Rosales. Los tres mantuvieron una entrañable relación
amistosa.
Mientras le describía la sordidez de mi encuentro la
oí llorar a través del auricular. Cuando pudo hablar me dijo que era una
historia larga y estreme-cedora y me invitó a cenar en su casa.
En su cuarto de trabajo, delante de un cóctel con
bastantes grados, absolutamente inusual en ella, habló durante dos o tres horas
sin poder reprimir, de vez en cuando, los sollozos. No cenamos, y dormimos en
la misma habitación. Nos hizo daño el alcohol o la sospecha, inconfesada, de
que, al menos aquella noche, no éramos en absoluto felices.
***
Miguel y Nines se habían conocido en la facultad de
Filosofía y Letras en los apasionantes días precedentes a las manifestaciones
estudiantiles del 65, que culminaron con la expulsión de la Universidad de varios
profesores de notable prestigio. Ella tenía diecisiete años y acababa de
empezar la carrera. Para él, aquel año sería el último en Bellas Artes.
Se amaron en seguida. Cruzaron miradas largas como
caricias. Pasearon por las avenidas de la Complutense turbándose
cada vez que sus manos se tocaban.
Durante el verano escribieron cartas apasionadas e
impacientes y en cierta ocasión que él consiguió ir a verla se besaron el
parque hasta desfallecer.
Después de mil peripecias, vencieron la oposición
familiar, y, con un entusiasmo arrollador y escasísimos medios, comenzaron lo
que pensaron que sería un largo camino de amor en libertad. Cuando Marisa los
introdujo en nuestro grupo nos quedamos todos embelesados. Sus cuerpos se
buscaban continuamente y siempre estaban enlazados de alguna manera. Se
enfren-taban a al vida con una plenitud y un candor embriagadores. Para
nosotros, castigados ya por innumerables fracasos amorosos y profesionales, sus
juicios siempre generosos y valientes, y su actitud ajena al desánimo,
representaban un vigoroso estímulo.
Miguel prometía grandes cosas, estaba lleno de ideas
y trabajaba muchas horas al día. Nines, que había tenido que aplazar sus
estudios, estallaba de adoración por Miguel, Mary Quant y el sargento Pipers.
Proyectaban por entonces su primer hijo.
No eran conscientes de la atracción que despertaban,
y por entonces estaban muy lejos de saber que no todo el mundo iba a respetar
el tesoro que ellos tenían. Ignoraban que hay gentes que ya no tienen nada que
perder y están al acecho como urracas para apoderarse de cualquier cosa que
brille, y soy testigo de que durante aquel año, ellos brillaban.
Mientras estuvieron solos y juntos todo tuvo un
hálito de maravilla. El niño trajo los primeros cambios.
Soportar la responsabilidad de una vida que empieza
era demasiado, sobre todo para Nines que, de un día para otro, tuvo que cambiar
todas sus costumbres.
Yo quisiera someter, por una vez, mi sentimiento de
indignación, a un razonamiento benévolo, pero me resulta difícil comprender
que, aprovecharse de las dificultades de una pareja para meterse de
costado en sus vidas no sea, cuando menos, inmoral. Sucedió lo
inevitable: apareció otra mujer, que, naturalmente, los estimaba mucho a los
dos. Nada nuevo.
Sólo sabemos de ella que se aburría sentada en su
lindo salón, mientras su marido trabajaba para pagar, entre otras cosas, una
asistenta que sacara un brillo cegador al parquee. Después de pintarse, no
tenía nada que hacer, y es justo comprender que necesitase a alguien que la
paseara por el deslumbrante mundo de las boites nocturnas. El dinero necesario
no era un problema. Las mentiras, tampoco.
Se además aquellos chicos eran pobres e inexpertos,
aquello podría tomarse como una loable labor docente: ella sabía muchas
historias entre-tenidas sobre los mil métodos sutiles y excitantes de cómo
corromper a un adolescente.
Hay abismos que sólo son el preludio de otros
abismos más negros y profundos. Miguel se quedó atrapado. No importa en que
grado. Bien aprendida la lección, empezó a mentir y eso nunca tiene final. Algo
les separaba y las cosas entre ellos ya nunca volverían a ser igual.
Si él no hubiera sido tan inocente nunca hubiera
caído en la trampa perfumada, ni finalmente, le hubiera contado el asunto a
Nines con toda la suerte detalles, como se describe un juego divertido que, por
eso mismo, no hay ninguna razón para cortar. Estaba tan inflado como un pavo y
salía y entraba de la casa abrochándose el chaleco del traje nuevo y dejando
tras de sí la estela de un perfume demasiado caro para sus posibilidades.
La confirmación de las sospechas le produjo a Nines
un choque brutal. La sordidez del mundo cotidiano se abatió sobre ella
sorprendiéndola con su crueldad. Hubiera querido morir. Desconocía a su marido.
El triste espectáculo de los adultos mentirosos la abochornaba. Miguel era la
única cosa en el mundo de la que ella estaba segura que ningún daño podría
venirle. Y ahora estaba allí intentando sentarla en sus rodillas para descubrirle
con una crueldad incomprensible detalles torturadores. ¿Si el hijo era de los
dos, por qué los había relegado a papeles tan diferentes?
Deambulaba por la casa arrastrando su dolorosa perplejidad,
incapaz de superar la rutina de las faenas domésticas, a las que culpaba de
todos sus males.
Aquel flirt tan divertido duró lo suficiente para
hundir a Nines. La estimación que ella tenía de sí misma se basaba en ser una
cosa amable, amada por un personaje tan estupendo como Miguel. Cuando creyó que
eso había fallado, el mundo falló también.
La tarde del 8 de junio fue particularmente aciaga.
El bebé había tenido un proceso diarreico que la obligó a cambiarle los pañales
infinidad de veces y a lavarlos rápidamente para que se secaran. A las once de
la noche, se hundió en un sillón agotada, invadida por un desaliento
aniquilador. Miguel, que revoloteaba inquieto a su alrededor, le puso el
televisor para que se distrajera, puesto que él iba a salir.
Con el pomo de la puerta en la mano le dirigió las
últimas palabras: no me esperes despierta, vendré tarde, a las tres, a las
cuatro o a las cinco. La crueldad que implicaba esta observación la dejó
anonadada. No pudo contestar, ocupada en retener las lágrimas hasta que él
saliera. Con los ojos empañados vio en el televisor la conmovedora escena de
amor de Picnic. Le hizo un daño insoportable.
Se levantó trastornada y cogió del botiquín cuatro
pastillas de un somnífero para buscar en el sueño un olvido que parecía
imposible. Sabía que no pasaría nada irreparable. El niño la necesitaba. Así
conseguiría dormir profundamente toda la noche.
Miguel no regresó aquella noche, pero ella no lo
supo.
Amanecía el 9 de junio. Sobre las siete de la mañana
el niño inició los gorgojos y ruiditos con los que reclamaba la atención de su
madre. Nines lo oía lejano pero no podía reaccionar, mareada todavía por el
efecto del barbitúrico. Se dio la vuelta en la cama y agarró su manita,
intentando retenerlo un poco más. Le tocó. Estaba empapado y frío. Era preciso
cambiarlo. Se levantó dormida y, a tientas, abrió el grifo del baño. Volvió a
la habitación y se derrumbó sobre la cama. Las piernas apenas si lograban
sostenerla. Pasó un largo rato. La bañera tendría ya más agua de la necesaria.
Puso al bebé sobre la cama y a ciegas, le desnudó mientras él jugueteaba
chupándose los deditos. Ponerle limpio y darle el biberón sería cuestión de
veinte minutos. Luego los dos podrían dormir otra vez. No conseguía despejarse.
Un sopor agudísimo la invadía. Con el niño en los brazos avanzó por el pasillo
con los ojos cerrados, tambaleándose. Los párpados le pesaban como losas.
Cuando el agua tocó su cuerpecito desnudo el bebé lloró desconsolado. Estaba
fría. Le sostuvo con una mano mientras, precipitada, abría con la otra el grifo
de la caliente, del que brotó un chorro ardiente. La bañera estaba casi llena y
los baldosines de la pared giraban a su alrededor. Al forzar el cuerpo para
abrir el grifo, el niño se le escurrió de la mano lo sostenía. El vapor inundó
la estancia. No se veía. El agua quemaba. Intentó sujetarle nerviosa y
atolondrada mientras cerraba otra vez el grifo rojo. No consiguió ninguna de
las dos cosas. Se escurrió en el suelo encharcado. Empezó a gemir. Manoteó
frenéticamente buscando el bultito diminuto en aquella inmensidad de agua
abrasadora. Enloqueció de pánico. Estaba em-papada. Lloraba con desesperación.
Pasaron siglos.
Le perdió. Cuando consiguió sacarle, el niño estaba
inerte. No se movía. No respiraba. La nube de vapor quedó paralizada por un
grito desgarrador. Sólo uno. Rodeando el cuerpo desnudo con sus dos brazos, lo
apretó contra su corazón, mientras se derrumbaba sobre el suelo musitando
dulcemente ternuras interminables: háblame por favor, arbolito, terroncito de
azúcar. Tú eres mi bebé y te quiero, te quiero, te quiero... Mi muchachito...
Despiértate por favor..., sonríeme por favor..., por favor..., por favor...
Después llegaron los minutos más aterradores que una
mujer puede experimentar. No existe ningún horror parecido a eso. Le arropó con
una toalla. Restregó su carita todavía tibia contra la suya. Se levantó. Sobre
la repisa descansaba la navaja de afeitar que se había traído como recuerdo de
su padre y que Miguel usaba algunas veces. El mango de marfil blanco aumentó su
tamaño hasta el infinito. La abrió. Se hizo un tajo profundo en el cuello, otro
en cada uno de las muñecas, se descubrió el pecho y lo atravesó con una cruz de
parte en parte. Su rostro, delante del espejo, estaba intacto. Tan bello como
siempre. No pudo soportarlo. Lo mutiló fríamente. Se sentó en el suelo
encharcado, recostando la espalda contra la bañera. Cubrió esmeradamente los
piececitos del niño con la toalla blanca y tibia... Sobre las losas del pasillo
avanzó lentamente un río de sangre...
Hacia las nueve llegó Miguel. Traía en la mano un
ramo de caléndulas para Nines. Conocía su pasión por las flores modestas. Abrió
la puerta mientras paladeaba por anticipado la alegría de la reconciliación.
Aquel juego estúpido había terminado y ahora volvería a tenerla cegadoramente
entregada, entre sus brazos.
Renuncio a describir el pavor de un des-cubrimiento
abominable. Por la tarde Marisa bajó a tomar café con Nines. El tenía el cuerpo
empapado de sangre y agua. Nadie volvió a verle sonreír jamás... En el estudio
se fueron acumulando bocetos de un cuadro inacabado, siempre el mismo...
Sobre el pasillo de un piso de Argüelles, cerca de
Rosales quedó, pisoteado y marchito, un ramo de caléndulas.
999. Anonimo,
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