¡Machaho!
¡Tellem Chaho!
Había una vez dos
hermanos, uno de los cuales tenía siete hijas y el otro siete hijos. El padre
de los siete niños era muy rico: tenía extensos campos, numerosos rebaños, una
servidumbre abundante, joyas y bienes de toda clase. Al padre de las siete
niñas, por el contrario, le faltaba de todo y, como para colmo perdió a su
mujer, acabó en un estado lamentable. Así que fue a ver a su hermano:
-Tú eres rico -le dijo-,
y sólo tienes hijos varones. Mientras tú vives en la abundancia, fíjate que yo
soy muy pobre y a duras penas proveo a la subsistencia de mis siete hijas. Además
acabo de perder a su madre y, a pesar de todo, nunca se te ha ocurrido acudir
en mi ayuda.
El hombre rico consideró
que su hermano llevaba razón y sintió mucha vergüenza por haberse mostrado tan
egoísta hasta ese momento.
-Es verdad -dijo-: yo he
estado en extremo ocupado acumulando cada vez más riquezas, pero desde ahora
tú y tus hijas recibiréis, todos los días, vuestros alimentos de la noche y de
la mañana.
Fue de inmediato a ver a
su mujer y le pidió que de ahora en adelante enviase a su hermano y a sus hijas
las dos comidas de cada día. La mujer no quería demasiado a su cuñado. Así que
por la noche, cuando entregó a su criada las ocho raciones, le dijo:
-Toma, ve a llevar esto a
Tumba-de-Comer.
Varios días después,
yendo el pobre de nuevo a ver a su hermano, le dijo:
-Prometiste enviarme
todos los días dos comidas.
-¿Y?
-Y ¿por qué no me las
envías?
El hermano rico se quedó
muy sorprendido:
-Le dije a mi mujer que
te las hiciese llegar todos los días.
-Aún no he recibido nada.
El hombre rico volvió a
su casa muy irritado:
-¿No te hice un encargo
para mi hermano? -le preguntó a su mujer.
-Sí, y desde ese día lo
he cumplido exactamente.
-¿Y cómo se explica que
mi hermano no haya recibido nada hasta ahora?
Llamaron a la criada que
llevaba los alimentos cada día.
-Pues yo hice lo que mi
ama me decía -respondió ella.
-¿Y qué te decía? -le
preguntó su amo.
-Cada vez que me
entregaba los alimentos, me decía: «Ve a llevar esto a Tumba-de-Comer.» La
primera vez no comprendí muy bien; luego caí en la cuenta de que las tumbas se
encuentran en el cemen-terio. Y allí fui. Eché la comida siempre en el mismo
sitio. Puedo mostrároslo si queréis.
El hombre entendió que la
criada había actuado más por inocencia que por maldad y la perdonó. Desde ese
día el hermano pobre recibió dos comidas diarias. Esto les permitía no morirse
de hambre a él y a sus hijas pero, por otra parte, siempre les faltaba de
todo... hasta que finalmente, harto de esta miseria, el padre decidió ir a
buscar fortuna al extranjero.
Sus hijas lloraron e
intentaron retenerlo:
-Ya hemos perdido a
nuestra madre y no tenemos a nadie más que a ti. Si tú también nos dejas,
¿adónde iremos a parar? Quédate: nuestro tío nos da el alimento de cada día.
Por otra parte, Dios proveerá.
Pero él ya estaba
hastiado de la extrema miseria que imponía sin querer a sus hijas, y también
humillado por depender cada día para alimentarse de otra persona, aunque fuese
su hermano.
-Saldré a buscar fortuna
a otras tierras -dijo-. O vuelvo rico o bien encontraré la muerte y no por ello
seréis más desdichadas que cuanto habéis sido hasta ahora.
Tomó entonces un cayado y
un pequeño zurrón y se marchó. Anduvo un buen tiempo por el camino. Después de
varios días encontró, al borde de la carretera, a un anciano y a dos hombres,
uno acostado y el otro, junto a él, de pie. Les dirigió un saludo y luego dijo:
-Os ruego por Dios que me
digáis quiénes sois.
-Somos personas como tú
-respondió el anciano.
-Pero ¿qué hacéis aquí?
-Te esperábamos.
-¿Y quiénes son esos
hombres que te acompañan?
-Éste -dijo el anciano
-es tu destino: está acostado, por el suelo, y aquél el destino de tu hermano:
está de pie y va a trabajar.
El hombre, sin pedir más
explicaciones, siguió su camino. Por la tarde llegó frente a una colina
elevada, enteramente cubierta de un denso bosque. En la cima se perfilaba el
contorno de un castillo que dominaba el horizonte. Caía la noche, el viajero
tenía hambre y no sabía dónde pasar la noche.
-Mala suerte -se dijo-:
voy a ir hacia ese castillo. Si está habitado por hombres, me alojarán; si son
ogros, me comerán y habrán acabado mis desdichas en esta tierra.
Subió pero, al llegar
frente al castillo, oyó que de él salían gritos, aullidos y toda clase de
ruidos. Sus dudas pronto se disiparon: eran ogros los habitantes de ese lugar.
Se ocultó en un hueco, no lejos de la entrada, y esperó.
Poco después,
irrumpideron los ogros empujando violentamente la puerta. El hombre los fue
contando mientras entraban: contó siete adultos que llevaban a siete jóvenes a
horcajadas.
Una vez que los ogros
hubieron desaparecido, salió de su escondite, fue hacia el castillo y empujó
la puerta, que cerró tras sí. Pero se dio cuenta en seguida de que estaba en un
verdadero laberinto y tuvo que abrir y cerrar aún otras siete puertas antes de
llegar a un salón donde, ante su asombro, vio siete platos grandes de cuscus,
siete perdices, siete cántaros con agua y siete cucharas. Como tenía hambre, cogió
de cada plato un bocado, de cada perdiz un trozo, de cada cántaro un trago, y
siguió avanzando.
Llegó a otra habitación
y, maravillado, vio allí siete pequeños montones de monedas de oro que relucían
en la oscuridad. Abrió su zurrón y de cada montón quitó algunas monedas. Luego
volvió por donde había venido, abrió y cerró tras sí las siete puertas y se
alejó pronto del castillo, antes de que los ogros volviesen de su cacería.
En el camino de regreso,
vio a las mismas tres personas espe-rando en el borde de la carretera y les
pidió que le dijesen, por Dios, quiénes eran.
-Ya nos hiciste esa
pregunta y yo te respondí -dijo el anciano-; el hombre por el suelo es tu
destino y aquél, de pie, el destino de tu hermano.
El hombre no estaba del
todo satisfecho con esa respuesta, pero no podía hacer nada y siguió su
camino. Al cabo de algunos días llegó a su aldea, donde sus hijas lo esperaban,
muertas de ansiedad. Festejaron su llegada y las colmó la alegría cuando él
les mostró su zurrón lleno de oro.
-¿Cuánto hay? -preguntó
la más joven.
-Los sabríamos mucho
antes si lo midiéramos con un celemín -dijo el padre.
-Pero no lo tenemos.
-Ve a buscar uno a casa
de mi hermano, pero... ¡atención! Si su mujer te pregunta qué vamos a hacer con
el celemín, dile que es para medir harina.
La joven se dirigió a
casa de su tía.
-¿Un celemín? -dijo
ella-. ¿Qué vais a hacer con un celemín?
-Mi padre ha traído un
poco de harina de cebada. Queremos saber cuánto tiempo nos va a durar.
Pero la joven no sabía
mentir y su tía no quedó muy convencida: ¿para qué medir cuánto les iba a
durar la harina si, de todas maneras, ella les enviaba diariamente alimentos?
Así que tomó la precau-ción de pegar un poco de pez en el fondo del celemín
antes de entregárselo a su sobrina.
Por la tarde, cuando
fueron a devolverle la medida, ella miró al fondo y... ¡oh sorpresa!: había un
luis de oro pegado. Así que, en cuanto llegó su marido, corrió a su encuentro
y, sin darle tiempo a sentarse, le dijo:
-Mira... Mira lo que tu
hermano ha traído de su viaje. Y tú te preocupabas por él... y todos los días
ibas a preguntarles a sus hijas si no había vuelto.
-¡Imposible! -dijo su
marido-. Hace apenas unos días que mi hermano se fue. En tan poco tiempo no
puede haber ganado monedas de oro.
-Además te digo que son
tantas que las mide en un celemín.
-¿Cómo lo sabes?
Ella le contó la artimaña
que acababa de emplear.
-Aunque sea verdad
-dijo-, ¿qué te importa? Tú tienes todo lo que necesitas e incluso mucho más.
Tienes los campos, las casas, el dinero, los servidores y las criadas...
-Pero yo no mido el oro
con un celemín. ¿Y qué sentido tiene seguir hablando?... Te irás como él y,
como él, traerás oro para que yo lo mida en el celemín. Si no, no seguiré viviendo
en tu casa.
Aunque él intentó
convencerla, ella se mantuvo sorda a todos sus argumentos y tuvo que ir a ver
a su hermano y preguntarle de dónde había traído tanto oro.
-De un castillo habitado
por ogros.
-¿Cómo podré encontrarlo?
-Toma ese camino. Si al
cabo de varios días encuentras a tres hombres: uno echado por el suelo, otro de
pie y el tercero un ancia-no sentado, sabrás que vas por buen camino. Divisarás
pronto una colina arbolada, en cuya cima hay un castillo. Es allí. Pero no se
te ocurra entrar en seguida; asegúrate primero de que hayan salido los catorce
ogros que allí viven: siete grandes que llevan a siete peque-ños sobre sus
hombros. En el interior, pasarás siete puertas y luego accederás a dos grandes
habitaciones. Allí están los alimentos y el dinero. Sólo toma un poco de cada
plato, bebe un poco de cada cántaro coge de cada montón algunas monedas de oro
y, en cuanto hayas terminado, vete, antes de que los ogros lleguen y te
devoren.
Con estas
recomendaciones, el hombre rico llevó consigo un zurrón grande y se marchó.
Anduvo varios días y ya se estaba preguntando si habría tomado el buen camino
cuando se vio frente a tres hombres que parecían esperar al borde de la
carretera. Fue hacia ellos, los saludó y les pidió que les dijesen quiénes
eran.
-¿Tú también? -dijo el
anciano.
-El hombre que vísteis la
primera vez es mi hermano.
-Entonces ya te ha dicho
él quiénes somos.
-No.
-Pues bien, debes saber
que el hombre de pie es tu destino y aquél, tendido a sus pies, el destino de
tu hermano.
El viajero, aunque
intrigado, reanudó la marcha satisfecho. Sabía que ahora ya no estaba muy
lejos. En efecto, no tardó en llegar frente a la colina. Subió por el camino,
se apostó junto al castillo y esperó. Un gran tumulto anunció al rato la salida
de los ogros. Contó siete grandes que llevaban a siete pequeños a horcajadas,
esperó que desapareciesen del todo, se acercó al castillo y entró. Traspuso
siete puertas y llegó a la primera sala. Las fatigas y las privaciones del
viaje le habían dado hambre. Se lanzó a comer de todos los platos para reponer
fuerzas, se atiborró de cuscus y de carne de perdiz, bebió de todos los
cántaros, pero sobre todo tenía prisa por llegar al oro.
Cuando entró en la
segunda sala, el espectáculo lo deslumbró. Los pequeños montones relucían en
la sombra. Primero se quedó atónito y luego, recobrando el sentido, se
precipitó, abrió el zurrón y, febrilmente, se dedicó a llenarlo lo más posible
de monedas de oro. Las monedas se desparramaban por todas partes y él las
perseguía por la habitación. Cuando hubo llenado el zurrón, intentó sostenerlo
pero, a pesar de sus esfuerzos, no fue capaz. Quitó algunas monedas para
aligerarlo pero al rato las volvía a poner, por miedo a no haber cogido
suficientes. Abstraído como estaba en su tarea, se olvidó de la hora y, cuando
oyó los primeros rumores de los ogros que volvían al castillo, ya era demasiado
tarde. Se inquietó, miró hacia todos los lados en la sala para ver por dónde
podría escapar o dónde podría esconderse y, como no encontró lugar adecuado,
bajó al sótano del castillo, donde los ogros arrojaban a sus muertos, y se
tendió entre los cuerpos allí amontonados.
Los ogros entraron en
seguida gruñendo, gritando, tropezando con todo lo que encontraban a su paso.
El hombre, espantado, oyó que uno de ellos decía:
-¡Hum! ¡Aquí huele a
carne fresca!
Los demás furiosos,
protestaban, a medida que descubrían los hurtos y el desorden en que había
quedado su casa.
-Alguien ha entrado -dijo
un ogro joven.
-¡Un hombre! -dijo otro.
-¡Tal vez aún está aquí!
Se lanzaron en seguida a
buscar en todas las salas, movieron cielo y tierra, revisaron todos los
alrededores, pero no encontraron nada.
Estaban a punto de
renunciar cuando el más joven exclamó:
-Nos queda un sitio por
ver.
-¿Cuál? -preguntaron
todos los demás al mismo tiempo.
-El camposanto.
Cogieron un atizador, lo
calentaron al rojo vivo y se dirigieron al sótano del castillo. A cada muerto
que encontraba, el joven ogro le clavaba el atizador en el pie. El hierro, al
hundirse en la carne, hacía el ruido del carbón cuando se apaga. Pero los
muertos estaban bien muertos. Los ogros estaban a punto de renunciar cuando de
golpe se oyó un aullido y, de entre los muertos, salió un hombre, un hombre
vivo, que comenzó a revolcarse por el suelo y a retorcerse.
Los ogros se precipitaron
sobre él. Iban a despedazarlo cuando él gritó para ahogar sus voces:
-¡Esperad! No me matéis
todavía... no antes de que os haya contado mi historia.
Así lo hizo y concluyó:
-No me faltaba nada, pero
siempre quería más. Fue la codicia la que me empujó hacia vuestro castillo. Y
mi mujer, desde que vio todo el oro que os había robado mi hermano, no ha
dejado de acosarme. Ya... Ahora podéis devorarme.
-¿Por dónde comenzaremos?
-preguntó el mayor.
-Por la cabeza -dijo el
hombre-, porque ella escuchó los consejos de mi mujer.
-Después de la cabeza,
¿qué comeremos?
-Los pies, pues ellos me
trajeron hasta aquí.
-¿Después de los pies?
-El estómago, porque por
su causa emprendí esta expedición.
-¿Por dónde acabaremos?
-Por las manos, que no
supieron poner freno a mi codicia.
Los ogros se echaron
entonces sobre él, lo despedazaron y cada uno comió vorazmente una parte.
Pronto sólo quedó del hombre una pierna, que el mayor les arrebató.
-Esta la guadaremos
-dijo.
-Es ahora cuando está
buena para comerla -gruñeron los demás.
-Sí, pero se puede hacer
algo mejor que comerla.
-¿Qué?
-Vamos a colgarla de la
viga más alta de la sala del tesoro. Porque quien quiso robarnos no está solo.
Antes de él, su hermano entró en el castillo a saquearlo. Cuando vea que éste
no vuelve lo buscará y sin duda vendrá hasta aquí. Ya conoce los lugares. Verá
la pierna y querrá llevarsela; nosotros seguiremos la huella de las gotas de
sangre y éstas nos guiarán hasta su hermano, al que también comeremos.
En efecto, el padre de
las siete muchachas estaba inquieto porque no veía volver a su hermano y ya
hacía mucho tiempo que se había ido. Se dirigía diariamente a la casa de su
cuñada para preguntarle si su marido había vuelto. Ella, en cambio, no mostraba
ninguna inquietud.
-Mujer -le decía-, tu
marido tarda en volver.
-El destino de todos los
hombres es estar mucho tiempo ausentes.
-¿Y si corre algún
peligro?
-Como todos los hombres.
-¿Y si ha muerto?
-Otros hombres han muerto
antes que él. Anduviste corriendo caminos y trajiste celemines de oro. ¿Por
qué no podía ir a traerlos él también?
Esperó un tiempo más y
decidió al fin ir al castillo de los ogros para ver qué había pasado con su
hermano. Ahora conocía bien el camino. Así que se fue raudamente y llegó muy
pronto al borde de la carretera donde estaban los tres hombres.
-Por favor -dijo después
de haberlos saludado-, decidme quiénes sois.
-Ya es la tercera vez
-dijo el anciano-, pero una vez más te responderé. ¿Ves a ese hombre de pie que
va a trabajar? Es tu destino. ¿Y a éste echado junto a él? Es el destino de tu
hermano.
Una sospecha
estremecedora se insinuó en el corazón del viajero. Continuó, no obstante, su
camino y pronto llegó al castillo. Esperó a que los ogros saliesen y entró. Abrió
y cerró las siete puertas, llegó a la primera sala, comió un poco de cada
plato, bebió un poco de cada cántaro, pasó a la segunda sala, cogió de cada
montón de oro algunas monedas y las guardó en el faldón de su chilaba. Iba a
salir a buscar por los alrededores del castillo cuando, alzando la cabeza, vio
la pierna suspendida de la viga más alta. Sintió que se le helaba el corazón:
los ogros habían devorado a su hermano, sólo habían dejado de él esa pierna,
que reconocía, y que guardaban sin duda para comersela más tarde. La
descolgó, la puso sobre el pequeño montón de monedas que había en su chilaba y
se apresuró a salir.
Durante el camino de
vuelta pensaba en la manera en que le anunciaría la noticia a su cuñada y a
sus sobrinos, cuando se dejó oír una canción:
Si me das un poco,
cubro y recubro.
Y si no me das nada,
descubro y descubro.
La voz bajaba del cielo.
El fugitivo alzó los ojos y sólo vio... un aguzanieves que volaba por encima de
su cabeza y parecía seguir el mismo camino. Estaba intrigado por esas palabras,
que no parecían salir de ninguna parte, y apuró el paso siguiendo un momento
con los ojos al aguzanieves. De pronto la vio abrir el pico y le llegaron las
mismas palabras. No había dudas: ¡era el ave la que las pronunciaba!
El hombre se sintió
aliviado.
-¡Bien! -le dijo al
aguzanieves-. Como ves, ahora no puedo dete-nerme: tengo prisa. Pero sígueme a
mi casa y, en cuanto haya llegado, algo te daré.
Pero, ante su sorpresa,
vio que el ave, en lugar de ir con él, desandaba camino para volver hacia el
castillo. La siguió con los ojos y la vio de vez en cuando bajar a la
carretera, arañar un poco la tierra y remontar vuelo: así lo hizo varias
veces. El hombre estaba intrigado, pero no tenía tiempo de quedarse observando
al ave para intentar comprender su actitud. Tal vez los ogros ya habían vuelto
y, descubriendo que los había saqueado una vez más, se habían lanzado en su
busca.
Tenía tanta prisa que no
observaba las gotas de sangre que, mientras corría, caían regularmente de la
pierna de su hermano, y que le exponían al riesgo de que pudiesen seguir su
rastro. Afortuna-damente, y aunque él lo ignoraba, el aguzanieves, en cuanto
hubo recibido la promesa de tener su parte de botín, se puso a recubrir las
manchas rojas con un poco de tierra. Por ese motivo había desandado camino y
bajaba a la carretera de vez en cuando.
El hombre llegó pronto a
su casa. Iba a entrar cuando vio bajar del cielo al aguzanieves y posarse
frente a él. No esperaba verla llegar tan pronto y se quedó un instante
inmóvil. El pájaro, entonces, se puso a cantar la misma canción:
Si me das un poco,
cubro y recubro.
Si no me das nada,
descubro y descubro.
Pero el viajero había
recobrado su ánimo y dijo:
-¡Vamos, fuera, vete de
aquí! Ya ves que tengo otras cosas que hacer.
El ave echó a volar,
cogió altura, siguió el mismo camino y el hombre la vio repetir la misma
operación que había hecho antes. Pero estaba muy pre-ocupado como para prestarle
atención. Si se hubiese tomado el tiempo de hacerlo, habría visto que el ave
hacía esta vez justamente lo contrario de lo que había hecho antes: bajaba del
cielo, apartaba un poco de tierra, remontaba el vuelo, aunque esta vez era para
descubrir las manchas que antes había cubierto.
Pero el hombre no hizo
caso. Entró precipitadamente en la casa de su hermano y arrojó la pierna en
medio del patio:
-¿Empujaste a tu marido a
que fuese a buscarte celemines de oro? Esto es lo que queda de él -le dijo a
su cuñada.
Ella se puso a llorar.
-No es éste el momento de
lamentarse -le dijo él-. Tendrías que haberlo pensado mejor antes de enviarlo.
Pero lo hecho, hecho está. Ahora hay que pensar en qué será de ti.
La mujer no paraba de
llorar:
-No sé, no lo sé...
-Pues bien, te voy a
proponer algo. Mi hermano ha muerto y yo hace tiempo que perdí a mi mujer. Así
que si tú quieres, me casaré contigo. Por otra parte, tú tienes siete hijos y
yo siete hijas: podemos casar a unos con otros.
La mujer consideró que,
en su desdicha, quedaba aún consuelo.
Los ogros, durante ese
tiempo, habían vuelto. Se dieron cuenta en seguida de que la pierna había
desaparecido y se pusieron a buscar en todo el castillo, para ver si por
casualidad el ladrón se había escondido como el anterior, pero no encontraron
nada. Registraron también el cementerio, pero esta vez, aunque clavaron el
atizador en todos los cuerpos allí extendidos, ninguno reaccionó. Salieron a
inspeccionar los alrededores del castillo, pero en vano. Estaban a punto de
volver cuando el más joven los llamó de lejos. Les mostró una mancha de sangre
en el suelo. Todos se pusieron a vociferar de alegría, buscaron en los parajes
próximos, encontraron otras huellas rojas y las siguieron. Los condujeron justo
enfrente de la casa de los dos hermanos, donde las manchas se detenían
bruscamente. Les preguntaron a unos niños que jugaban a la puerta a quién
pertenecía la casa y, en cuanto lo supieron, se disfrazaron de vendedores de
aceite. Se presentaron así en la plaza de la aldea, con sus medidas y sus
odres.
-Bienvenidos, forasteros
-les dijeron-. ¿Conocéis a alguien o sois huéspedes del pueblo?
-Somos vendedores de
aceite -dijeron-, y estamos sólo de paso. Nos dijeron que hay alguien que
podría alojarnos por la noche.
Dieron el nombre de aquel
que les había robado. Enviaron a un niño a buscarlo. Llegó, deseó la
bienvenida a esos huéspedes que no esperaba y luego les pidió que esperasen
allí mientras iba a prepararles la habitación donde dormirían esa noche.
Llegado a su casa, subió
al camaranchón, donde guardaba las provisiones del año y también una parte de
la paja con que alimentaba a sus animales. Trepó al tejado y, quitando algunas
tejas, hizo un hueco en un sitio que resultaba difícil de ver. Sobre la paja
echó un saco lleno de pólvora y luego volvió a la plaza. Les pidió a sus
huéspedes que lo siguiesen a la casa, donde los hizo subir al camaranchón, que
era alto y amplio. Se excusó por acogerlos en una habitación donde había tanta
paja.
-Haremos con ella
jergones -dijo el joven ogro.
-Mientras os instaláis,
voy a avisar que nos preparen la cena.
Iba a salir pero se
volvió:
-Hay algo que me precupa.
Como sois vendedores de aceite, las personas malintencionadas pueden creer
que lleváis mucho dinero con vosotros. ¡Qué vergüenza me daría que os ocurriese
algo en mi casa! Así pues esta noche, antes de dormir, no dejéis de atrancar
todas las salidas. Esta puerta en especial sólo cierra por dentro. No olvidéis
de echar el cerrojo, porque yo no tengo ningún medio de cerrarla por fuera.
Salió, volvió al rato con
la comida de sus huéspedes y, cuando hubieron terminado, les recomendó de nuevo
que cerrasen muy bien todo desde dentro. En cuanto estuvo fuera, oyó que los
ogros hacían un jaleo espantoso y trajinaban junto a la puerta.
En el camaranchón, en
medio de otras provisiones, se encontraban los odres llenos de aceite, que
las mujeres usaban no sólo para cocinar, sino también para untarse los
cabellos y volverlos más flexibles y relucientes. Justamente una criada, que
había estado ocupada todo el día, quiso aprovechar parte de la noche yendo a buscar
aceite para su pelo. Abrió la puerta suavemente, tanteó en la oscuridad para
encontrar los odres, dio con un bulto redondo y lo pinchó para ver si estaba
blando.
-¿Que hay? -dijo una
voz-. ¿Es hora de bajar a comerlos o todavía no?
La sirvienta estaba
asustada pero, por si acaso, dijo:
-Todavía no.
Bajó precipitadamente y,
aún con miedo de ser regañada, fue a buscar a su amo y le refirió las extrañas
palabras que acababa de oír.
El hombre, entonces, ya
no tuvo dudas sobre las intenciones de sus huéspedes. Cogió una gran llave,
fue a cerrar por fuera la puerta del camaranchón pues, al contrario de lo que
había dicho a los ogros, sólo desde el exterior funcionaba la cerradura. Luego
reunió a su cuñada, a sus hijas, a sus sobrinos, dio a cada uno de ellos un
tizón y les ordenó que lo arrojasen por el hueco que antes había hecho en el
tejado. La pólvora explotó en seguida. El fuego se extendió a la paja y pronto
el camaranchón no fue más que una enorme hoguera, cuyas llamas agitaba el
viento. Los ogros comenzaron a chillar. Se los oía correr en todos los
sentidos, golpear contra la puerta, bramar, supli-car que les abriesen.
Cuando el fuego se
consumió por sí solo, sólo quedaba del cama-ranchón una masa de cenizas, en
medio de las paredes agrietadas y ennegrecidas. Todos los ogros habían perecido
en el incendio, todos... salvo uno, el más pequeño, al que descubrieron
arrinconado en una zona que se había librado de las llamas. Los chicos iban a
rematarlo cuando su tío intervino diciendo:
-¡Esperad! Es muy joven y
además... está solo... No tenemos nada que temer de él... y vamos a dejarlo
vivir con nosotros.
Lo salvó y, desde ese
día, cogió gran afecto por él. Lo cuidó y alimentó. Todos los días jugaba con
él y le enseñaba a vivir como un hombre. El joven ogro se restablecía y crecía
a ojos vistas.
Un día en que lo llevaba
a horcajadas sobre sus hombros y que disfrutaba escuchándolo parlotear, el
hombre creyó oírle decir:
-Padre, qué rosadas y
tiernas son tus orejas y cómo me gustaría crecer más rápido para comerlas.
-¿Cómo? ¿Qué dices?
-preguntó.
-Decía, padre, que cuando
sea mayor trabajaré para ti y lo único que harás será comer y dormir, hasta
que tus orejas se vuelvan rosadas y tiernas.
Un tiempo después, el
hombre alzó de nuevo al pequeño ogro sobre sus hombros y, de golpe, le oyó
repetir las mismas palabras.
-¿Qué estás diciendo? -le
preguntó.
-Decía que estoy
impaciente por hacerme mayor, así trabajaré para ti y veré tus orejas tiernas y
rosadas.
Pero esta vez el hombre
estaba seguro de haber oído bien.
-¿Así que no has olvidado
las costumbres de tus padres, a pesar de haberte cuidado tanto?
Lo cogió y lo lanzó
contra la pared. Así murió el último ogro. En cuanto al hombre, desposó a la
viuda de su hermano, casó a sus siete hijas con sus siete sobrinos y desde ese
día todos vivieron felices y ricos.
¡Machaho!
Fuente: Mouloud mammeri
109. anonimo (bereber)
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