Era otoño y estaba amaneciendo. El bosque se
hallaba encendido con el rojo de los arces. Las grullas se deslizaban hacia los
campos pantanosos de arroz para desayunar; en las orillas del río las ranas
croaban a grito pelado; y el monte Fuji, envuelto en nubes, resollaba ociosa y
tranquilamente en el lejano horizonte. Era una estación y una mañana que
penetraba deleitosamente en el corazón del viejo leñador, y ni su pobreza ni la
cortante lengua de su irascible esposa perturbaban su quietud y felicidad al
cruzar el bosque en busca del combustible diario con su espalda encorvada y
llevando en su mano un fornido palo.
Como los pájaros lo conocían y sabían que era
un amigo amable y cortés, trinaban a su paso o saltaban de rama en rama a lo
largo de su camino en espera de que les echase al suelo los-granos de mijo que
siempre llevaba para ellos en una pequeña bolsa que le colgaba del cinto de su
quimono. Se había acabado de parar para echarles el grano en el suelo cuando
por encima de sus gorjeos escuchó el plañidero lamento de «¡chi-chi-chi!
¡chi-chi-chi!» Parecía proceder de unos matorrales cercanos pero no se veía
nada. El leñador, pensando que algún pájaro estaba en un aprieto, fue raudo
adonde parecía provenir el lamento y apartando los matorrales, vio a un pequeño
gorrión tirado en el suelo, quejándose con temor e incapaz de mover-se.
Levantándolo suavemente con ambas manos para examinarlo, comprobó que una de
sus patas estaba herida. Metió al gorrión en su pecho a través de su quimono y
regresó inmediatamente a su casa con el fin de asistir a aquella pequeña e
infeliz criatura.
Su mujer estalló en improperios contra él al
saber la razón de su retorno y le puso de hoja de perejil al conocer el
proyecto de tener que alimentar otra boca, aunque fuese tan pequeña como la
del pájaro. El leñador, ya acostumbrado a su viperina lengua, se movía
silenciosa e indiferentemente, sólo con el propósito de atender al gorrión.
Depositó al animal en un viejo trozo de ropa que había en un rincón y le dio de
comer arroz hervido y blandos granos de mijo. Día tras día cuidó del pequeño
pájaro, y con tan inquebrantable devo-ción, que cuando cayeron las primeras
nieves, tenía la pata curada y el cuerpo totalmente restablecido.
Mientras que estuvo enfermo, el gorrión raramente
salía de la jaula que el leñador le había confeccionado, pero al irse
fortaleciendo empezó a aventurarse más. Solía posarse sobre la estera de paja o
sobre el pórtico de madera que había en el exterior, pero siempre con un ojo
alerta sobre la mujer del leñador que lo aborrecía y no perdía oportunidad de
atacarlo con la escoba y de amontonar sobre su cabeza la ira de los siete
dioses del trueno.
Con el leñador en cambio era diferente. El gorrión
adoraba a su gentil salvador y el viejo hombre por su parte amaba al animal
con todo el calor de su tierno corazón. Cada noche se posaba en el tejado de
cañas de la choza para esperar su vuelta del bosque. Cuando le veía salir de
los oscuros árboles, lanzaba una excitada bienvenida con su «¡chun-chun-chun!»
y volaba alrededor de su cabeza, se sentaba en su hombro y!e cantaba en el
oído.
Por las mañanas era distinto. Tan pronto como
el gorrión veía que el anciano se preparaba para salir, se ponía a alborotar en
el rincón de la jaula y a cantar su lastimero «¡chi-chi-chi! ¡chi-chi-chi!». El
leñador, igualmente triste por tener que abandonar a su amigo, cogía
blandamente en sus manos al pequeño animal, le acariciaba las suaves plumas y
le decía:
-¡Bueno, bueno! ¿Crees que te dejo para siempre?
Tranquilízate, amigo. Volveré antes de que la última luz abandone los árboles.
Una mañana el anciano se fue como siempre,
después de haberle dicho a su esposa que cuidase muy bien al gorrión y que le
diese algo de comer durante el día. La vieja mujer se limitó a lanzar un
gruñido, murmuró una maldición, y empezó a hacer los preparativos para lavar
los quimonos de primavera. Sacó agua del pozo y llenó el gran balde de madera,
y dentro de éste colocó los delicados quimonos de algodón para lavarlos. Luego
tuvo que limpiar los tendedores con el fin de colocarlos de rama a rama de los
árboles. Sobre ellos tenían que extenderse de manga a manga los quimonos para
que se secaran rápidamente con la suave brisa que soplaba a través de, las
hojas. Después colocó una cantidad de su precioso suministro de harina de arroz
en una olla y la mezcló con un poco de agua para que se convirtiera en una
blanca pasta. Hoy llevaba un especial cuidado en la preparación de esta mezcla
porque estaba disponiendo los mejores quimonos que tenían ella y su marido para
el advenimiento ceremonioso de la primavera, y era su costumbre empaparlos en
la pasta de arroz con el fin de que recibieran una lustrosa brillantez. Aunque
su provisión de comida era normalmente escasa, siempre se las arreglaba para
apartar la suficiente cantidad de esta harina para el ritual anual.
Después de dejar la olla en el exterior, se
aplicó por entero a la larga tarea de frotar y empapar, empapar y frotar, hasta
que los quimonos estuvieron limpios y frescos como jóvenes cañas de bambú. Ya
era bastante más de mediodía cuando terminaba la tarea, y el pobre gorrión,
ahora hambriento, cantaba lo mejor que sabía para ganarse el corazón de la
mujer y los granos de mijo.
Pero como si nada. Ella continuaba con su colada
como si el pájaro no existiera y las agrias líneas de su cara le decían que
ella no tenía intención de darle nada para comer. Desesperado, voló hasta el
pórtico y al ver la olla se posó en su borde. Sea lo que fuere la pasta que
había dentro, tenía buen aspecto, olía bien, y... «sabe delicioso; ¡chun-chun!»
trinó el gorrión al mismo tiempo que metía su pico en la rica pasta y ésta
acariciaba su lengua.
-¡Oh qué plato! ¡Vaya descubrimiento! -gorjeó
con deleite.
Y bajó una y otra vez su pico y no se sintió
satisfecho hasta que el fondo de la olla apareció pelado y limpio en el sol de
mediodía del invierno. El gorrión voló desde la olla hasta la vefanda y
estaba disponiéndose a echarse un sueñecito bajo la luz del sol cuando la
vieja mujer regresó con los quimonos para sumergirlos en la pasta. Al ver la
olla vacía todo su cuerpo empezó a temblar de odio y de cólera, y agarrando al
gorrión antes de que éste tuviera tiempo de escapar, aulló:
-¡Has sido tú, has sido tú! ¡Has sido tú,
glotón y comedor de basural Pero voy a acabar para siempre con esas canciones
que nos dedicas. ¿Lo oyes? ¡Para siempre!
Con la voz elevada hasta el límite, sacó un
par de ti jeras de su bolsillo, obligó al gorrión a abrir el pico, le cortó la
lengua con las afiladas cuchillas y arrojó a la pobre criatura al suelo. El
gorflón levantó y agitó el polvo, batiendo con sus alas el suelo en agonía.
Los gritos de dolor se formaban en su garganta, pero ningún sonido salía de su
pico. Muchas veces intentó levantarse de la tierra, pero sus sufrimientos
parecían haberle anclado allí. Girando y girando luchó y revoloteó. Luego, con
un último esfuerzo de su pequeño cuerpo lleno de dolor, se levantó en el aire y
desapareció por entre las copas de los árboles.
Cuando el leñador regresó a casa aquella noche
se sorprendió muchísimo al no oír la usual bienvenida al acercarse a la choza.
Su amigo no. se veía por parte alguna. Y ningún alegre «ichun-chun-chun!»
rompía el silencio de la noche. Disgustado e intranquilo fue derecho a la
jaula, pero la encontró vacía. Volviéndose a su mujer, preguntó:
-¿Dónde está nuestro pequeño Chunko?
-La puerca criatura se comió toda la pasta de
arroz; así que le he cortado la lengua y lo echado a la calle. Será mejor que
se quede donde esté ahora; porque ya no puedo soportar más a ese miserable
-replicó colérica la mujer.
-¡Qué despreciable eres, qué despreciable!
-gritó angustiado el leñador, como si su lengua hubiese sufrido el destino de
la del pequeño gorrión-. ¡Qué cosa tan cruel y malvada has hecho! ¡Pero lo vas
a pagar muy caro! ¿Dónde estará ahora mi pequeño amigo? ¿Adónde se habrá ido?
-Por mi parte, cuanto más lejos esté mejor
-saltó la mujer, indiferente a la pena de su marido-, ¡que bastante hemos
hecho por él!
Aquella noche el leñador no pudo dormir. Se
volvió y agitó ansiosamente pensando en su pequeño pájaro, llamándolo de vez
en cuando con la esperanza de que pudiera contestarle. Cuando por fin llegó la
luz de la mañana, se levantó y se vistió rápidamente para marchar en seguida al
bosque a buscarlo. Durante un buen rato estuvo vagando y gritando:
-Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde estás?
¿dónde estás? Ven aquí, pequeño Chunko.
Pero sólo oía las respuestas del croar de las
ranas, los chillidos de las cigüeñas que volaban sobre su cabeza y los trinos
de los pájaros del bosque. El alegre y sencillo canto de «¡chun-chun-chun!» no
se oía por ninguna parte. Durante toda la mañana y parte de la tarde estuvo
buscando al animal, olvidándose de comer o del cansancio y con el pensamiento
puesto únicamente en encontrar a su pequeño amigo. Cuando la oscuridad empezó
a adueñarse del bosque, transformando los sombreadores árboles en formase de
amenazado-res gigantes y bestias feroces, el hombre se sentó al pie de un
árbol, exhausto y desesperado, pero aún llamando a voces:
-Mi pequeño Chunko de la lengua cortada,
¿dónde estás? ¿Dónde estás?
Atribulados por la tristeza de la voz del
leñador, algunos gorriones que se habían posado en las copas de los árboles por
encima de él, descendieron para saludarle y hablar con él. El anciano se puso
contentísimo al verles y les preguntó por su amigo. Los pájaros esta-ban
hondamente conmovidos por la pena que dejaba notar el leñador, y después de
cuchichear entre ellos, le dijeron:
-Abuelo San, conocemos muy bien a tu Chunko y
sabemos donde vive. Síguenos y te conduciremos hasta su casa.
El leñador, olvidándose de cualquier pensamiento
acerca de su cansancio, se puso en pie y anduvo detrás de los gorriones.
Durante largo rato les estuvo siguiendo en la oscuridad, hasta que por fin
llegaron a un claro en el que, debajo de un techado de musgo, y rodeado de
renuevos de bambú, había una casa alegremente iluminada con lámparas que
colgaban de las vigas del techo.
Inmediatamente salió a saludarle una bandada
de gorriones que se alinearon ante él y se inclinaron reverentemente hasta que
sus picos tocaron el suelo. Lo introdujeron con toda cortesía en la casa y lo
ayudaron a quitarse los zuecos y a ponerse unas suaves zapatillas en los pies.
Después lo condujeron a lo largo de un pasillo de brillante madera de cedro
hasta una habitación que tenía una alfombra completamente nueva. Aquí se quitó
cortésmente las zapatillas y entró descalzo. Los gorriones corrieron las
cortinas de una sala interior en donde se encontraba el pequeño Chunko rodeado
de una bandada de sirvientes, sentados en el suelo y esperando su llegada.
-¡Oh, pequeño amigo! ¡Al fin te he encontrado!
Te he estado buscando en cada árbol del bosque con el fin de llevarte conmigo a
casa y consolarte y pedirte perdón por la maldad de mi esposa. ¿Ytu lengua?
¿Está ya curada? ¡Cómo he padecido por ti! Estoy conten-tísimo de volver a
verte -dijo el leñador con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
-¡Gracias, gracias, abuelo! Estoy completamente
curado, gracias. También yo siento mucho placer al volverte a ver -lloró el
pequeño gorrión que voló hasta el hombro del leñador para que éste le
acariciara suave y tiernamente.
-Pero ven que te presentaré a mis padres -dijo
el pequeño Chunko.
Y diciendo esto, el gorrión lo condujo a otra
alcoba donde le presentó a sus padres que ya sabían del rescate de su hijo de
la muerte y la gran bondad que había mostrado el leñador durante los largos
días de su enfermedad. Inclinándose reverentemente, los pájaros padres
expresaron su agra-decimiento al anciano, murmurando con profunda gratitud que
la obligación que ahora tenían con él jamás podrían pagársela. Llamaron a los
pájaros sirvientes y les ordenaron que preparasen una fiesta. Como invitado de
honor que era, sentaron al anciano muy cerca de la alcoba en la que colgaba un
rollo de seda con la inscripción de un poema. El viejo leñador estaba muy
sorprendido por la esplendidez de la mesa y de sus viandas. Los palillos eran
de marfil puro, las tazas de la sopa estaban bañadas en oro, y las fuentes
procedían de las mejores caleras de la tierra. Un plato exquisito seguía a otro
plato exquisito y todo era servido con delicadeza y buen gusto.
Después del banquete entró un grupo de jóvenes
gorriones elegantemente vestidos con quimonos de alegres colores, y para
acompañar a los dos pájaros más viejos -uno tocaba las cuerdas de la samicen y
el otro cantaba la letra de la canción- ejecutaron la famosa y clásica danza
«El viento entre las hojas del bambú».
En aquel momento se levantó un ligero vientecillo
en el bosque de bambú del exterior que meneaba las hojas en armonía con las
dulces voces de los bailarines que se juntaban a la letra de la canción. Cuando
la danza hubo terminado y murió el viento de entre las hojas, los bailarines se
inclinaron reverentemente antes de desaparecer en la habitación interior. Casi
inmediatamente apareció un segundo grupo cuyos componentes llevaban unos
parasoles al son de «tom, tom, tom». Y las lámparas que colgaban de las vigas
seguían el ritmo de la danza. Los ojos del leñador se avivaron, de vez en
cuando seguía el compás con sus palillos y se hallaba perdido en la alegría de
la maravillosa escena.
La música se acabó y los bailarines saludaron
y se marcharon. El hombre empezó a pensar en su esposa y con disgusto dijo a
sus anfitriones que debía regresar a casa. Los gorriones se apenaron muchísimo
y trataron de disuadirlo por todos los medios para que no se fuera, pero el
leñador dijo que no estaría bien dejar por más tiempo sola a su esposa y que
debía volver a su casa. Nunca antes había sabido que la vida pudiera ser tan
buena, tan alegre, tan agradable. Nunca jamás olvidaría aquella noche y la rara
bondad de sus honorables anfitriones. Pero ahora tenía que marcharse. Por eso
no le presionaron más. Luego el pájaro padre habló:
-Honorable y gentil leñador, sabemos de tu
grandeza de corazón y del cariñoso cuidado que prestaste a nuestro hijo único.
Has llegado a amar a Chunko como si fuera tu hijo y Chunko te quiere como si
fueses su padre. Queremos recordarte que nuestro humilde hogar siempre será el
tuyo, que nuestra indigna comida será tu comida y que todo cuanto poseemos
estaremos siempre dispuestos a compartirlo contigo. Mas esta noche queremos
que aceptes un regalo nuestro como prueba de nuestra ilimitada gratitud.
Al decir esto los pájaros servidores trajeron
dos cestas de mimbre que depositaron en el suelo, a los pies del anciano.
-Ahí tienes dos cestas -continuó el pájaro padre-,
una es grande y pesada; la otra es pequeña y ligera. Cualquiera que escojas,
honorable amigo, es tuya, y te la damos con los mejores deseos por parte de
todos nosotros.
El leñador se hallaba profundamente emocionado
y las lágrimas anegaron sus ojos. Durante mucho tiempo estuvo mirando al pájaro
padre sin poder articular palabra. Al fin dijo:
-No quiero muchas posesiones de este mundo.
Soy viejo y frágil y mi tiempo sobre la tierra no será demasiado. Mis
necesidades son muy pequeñas. Así que aceptaré agradecido la cesta más pequeña.
Los pájaros sirvientes llevaron la cesta hasta
la salita de la entrada y allí la cargaron a la espalda del anciano y le
ayudaron a ponerse los zuecos. Todos los gorriones se congregaron a la puerta
para despedirle.
-¡Adiós, mis pequeños amigos! ¡Adiós, pequeño
Chunko! ¡Cuídate mucho! Ha sido una noche maravillosa que jamás olvidaré, dijo
el anciano, y saludó cortésmente muchas veces. Con un movimiento final de su
mano abandonó el bosquecillo y desapareció en las tinieblas del bosque con una
bandada de gorriones volando delante de él para señalarle el camino.
Cuando llegó a su casa las nubes ya centelleaban
con el sol de la mañana. Encontró a su esposa tan enfadada debido a su larga
ausencia como una tormenta de noviembre, y su furia se desató sobre la cabeza
del pobre leñador. De pronto, al ver la cesta que llevaba a la espalda, su
cólera se detuvo.
-¿Qué es eso que llevas en la espalda? -dijo
llena de curiosidad.
-Es un regalo que me han hecho los padres del
pequeño Chunko -replicó el marido.
-Bien, ¿porqué entonces te paras ahítan estúpidamente
y no me lo cuentas todo? ¿De qué se trata? ¿Qué te han dado esas criaturas? ¡No
te quedes ahí parado como si estuvieses muerto! ¡Baja la cesta de la espalda y
mira qué tiene dentro! -regañó con su violenta voz. Y cogiendo las correas,
bajó la cesta de su espalda y abrió en seguida la tapa.
Un resplandor de confusa brillantez cegó momentáneamente
sus avariciosos ojos, porque dentro había quimonos tan suaves como el rocío de
la mañana y teñidos con los pétalos de las flores silvestres, rollos de seda
extraída de las plumas de las cigüeñas, ramas de coral procedentes de los
mares del cielo, y ornamentos más centelleantes que los ojos de los amantes.
Losdos estuvieron mirando en silencio, sorprendidos y extasiados. Todas eran
riquezas que sobrepasaban la imaginación.
-Los sueños de un poeta -murmuró el anciano,
y otra vez penetró en el silencio.
La mujer sumergió sus manos en la cesta y dejó
que los orna-mentos le pasaran por entre sus temblorosos dedos.
-¡Somos ricos, somos ricos, somos ricos! -repetía
una y otra vez.
Posteriormente el anciano relató la historia
de su aventura desde el principio. Cuando su esposa escuchó que había escogido
la cesta pequeña cuando podía haberse quedado con la grande, estalló furiosa:
-¿Qué clase de estúpido marido tengo? Traes a
casa una cesta pequeña cuando con un pocoo más de molestia podías haberte
traído dos veces esta cantidad de tesoros. Seríamos el doble de ricos. Hoy
mismo iré yo en persona a visitar a los pájaros. No tendré tan poco sentido
como tú. Ya me las apañaré para regresar con la cesta grande.
El anciano leñador discutió con ella y le rogó
que se conformase con lo que ya poseían. Tenían más riquezas que muchos reyes,
lo suficiente para ellos y para todas las generaciones de parientes: Pero los
oídos de la mujer estaban distraídos por los pensamientos de su mente avariciosa,
y agarrando su bata salió disparada hacia la casa de los pájaros.
Como quiera que su marido le había dado una
buena descripción de la situación de la casa de los gorriones, antes del
mediodía estaba ya en sus inmediaciones.
-Gorrión de la lengua cortada, ¿dónde estás?
¿Dónde estás pequeño Chunko? ¡Ven aquí! -gritó.
Pero su voz era cortante y ni siquiera sus
blandas súplicas podían ocultar su naturaleza pendenciera. Pasó bastante
tiempo antes de que apareciesé ningún pájaro. Al fin dos gorriones vinieron
volando desde la casa para preguntarle lacónicamente qué era lo que quería.
-He venido a ver a mi pequeño amigo Chunko
-respondió la taimada.
Sin añadir nada más, los gorriones la condujeron
a la casa donde salieron a recibirla los pájaros sirvientes quienes, callada y
reservadamente, la llevaron a lo largo del pasillo hasta la habitación
interior. Tenía tanta prisa que rehusó detenerse para quitarse los zuecos de
madera, con lo que los gorriones quedaron horrorizados ante modales tan
insolentes y de mala educación. Cuando la vio el pequeño Chunko, voló
aterrorizado hasta una viga del techo.
-¡Ajá! Ya veo que estás completamente recuperado,
mi pequeña cosa. Ya sabía yo que en realidad note había hecho mucho daño -di jo
con voz melosa.
Después se olvidó de toda modestia femenina y
de la fría atmós-fera que la rodeaba, para decir:
-Tengo mucha prisa. Por favor, no os molesteis
en bailar para mí. Y tampoco dispongo de tiempor para comer nada. Pero como he
venido desde tan lejos, por favor, dadme, rápidamente un regalo como recuerdo
de mi visita, y en seguida me marcharé.
En silencio, los pájaros sirvientes trajeron
dos cestas, una grande y pesada y otra pequeña y ligera, y las colocaron
delante de ella.
-Como regalo de despedida -dijo el pájaro
padre-, acepta por favor una de estas cestas. Como ves una es grande y pesada;
la otra pequeña y ligera. La que elijas será tuya.
Casi sin esperar a que el pájaro padre
terminara de hablar, la anciana señaló inmediatamente la cesta grande.
-Es tuya -dijo el pájaro gravemente.
En la salita, con muchos suspiros y soplidos,
los gorriones colo-caron la cesta sobre la espalda de la mujer y la saludaron
en silencio a las puertas de la casa. La vieja no perdió tiempo en inclinaciones
sino que marchó apresuradamente hasta el cubierto del bosque, doblándose bajo
el peso de la enorme cesta.
No bien estuvo fuera del alcance de la vista
de los gorriones cuando se bajó la cesta de la espalda y abrió inmediatamente
la tapa. Tuvo que retroceder horrorizada al ver que de la caja salían unos
monstruos y demonios cuyos ojos echaban llamas, las bocas humo y los oídos
emitían nubes sulfurosas. Algunos tenían siete cabezas con cuernos que colgaban
y rodaban sobre sus cuerpos, otros tenían brazos que se movían como
serpientes, ondulantes y buscando a ciegas a través del sulfuroso aire. Los
cuerpos, delgados, espigados e hinchados con los cuernos de las conchas del gran
mar, flotaban arriba y abajo; entre ellos había uno que tenía el semblante de
una muchacha con pelo negro ondulante cuyo único raago era la cuenca de un solo
ojo colocada en el centro de una cara blanquísima. Todos ellos subían y bajaban
y se movían sobre el horrorizado cuerpo de la vieja mujer.
-¿Dónde está esa ambiciosa y malvada mujer?
-gritaban, y los serpen-teantes brazos la tentaban y le retorcían todo el
cuerpo.
De repente, todos los monstruos chillaron juntos
con una voz ruidosa y estridente.
-¡Ahí está! ¡Ahí está esa vejarrona de mal corazón!
Echemos sulfuro en sus ojos para que nunca más sean avariciosos. Abracé-mosla
contra nuestros hinchados pechos para destruir la maldad de su carne.
Piquémosla y mordámosla con nuestras agudas lenguas hasta que se muera, ¡se
muera!, ¡se muera!
Llena de pánico, sintiendo su cuerpo helado,
la vieja mujer salió huyendo. A través del bosque, de las zarzas y del agua
corrió a la velocidad del viento, mientras los monstruos la perseguían
alocada-mente.
-¡Piquémosla, mordámosla, echemos sulfuro en
sus ojos, pinche-mos su carne con nuestros endurecidos pechos! -iban gritando.
-¡Oh, Buda, sálvame! ¡Sálvame de estos diablos!
-gritaba la mujer.
Sus cuerpos flotaban por encima de ella, sus
culebreantes brazos se alargaban para cogerla. De repente hubo un estallido de
luz entre los árboles. Era el sol que se ponía y que hacía aparecer el cielo
rosado y dorado. A medida que el resplandor dorado invadía el bosque, los monstruos
retrocedían con gritos desmayados, y volviéndose despavoridos, se desvanecían
en la oscuridad de los árboles donde ya no se vieron más.
La vieja mujer se detuvo, sin aliento y temblando,
blando, y su cuerpo enfermó por cada poro. La brillantez del bosque estaba
ahora decayendo, y temiendo el retorno de los monstruos, se marchó en seguida,
exhausta y temblando a cada paso.
Cuando llegó a su casa su marido, conmovido
por su lastimoso estado, salió corriendo para ayudarla hasta el pórtico, donde
se sentó palpitando antes de poder hablar.
-¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué te ha ocurrido? Por
favor, dímelo -rogó el anciano.
Su mujer, después de relatarle la historia,
dijo:
-Durante toda mi vida he sido de mal corazón y
avariciosa. Esta es la retribución que me merezco. He recibido mi lección,
amarga, pero quizás no tanto como la vida que yo te he dado a ti. Ahora sé lo
mala que he sido. Pero desde este momento reformaré mis caminos. Trataré de ser
una mujer más bondadosa y más dócil, y una mejor esposa para ti, querido
marido.
El hombre colocó su mano sobre su hombro y los
dos comprendieron que los malos días habían pasado para siempre. Durante los
años que les quedaban ni un mal deseo ni una mala palabra pasarían jamás por
los labios de la mujer.
Los gorriones se convirtieron en sus mejores
amigos y los unos se devolvían las visitas a los otros. Mucho tiempo después
los ancianos murieron, y los gorriones conmemoraron la historia del anciano y
la anciana en una canción, y hasta donde yo sé, todavía la siguen cantando a
sus hijos.
Traducción:
Angel García Fluixá
040 Anónimo (japon)
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