¡Machaho!
¡Tellem Chaho!
Erase una vez un hombre
pobre que, para poder alimentar a sus siete hijas ya mayores y a sus hijos
pequeños, iba al bosque en busca de carbón de leña, que luego vendía en la
ciudad.
Seis de las hijas sentían
vergüenza de su padre, porque era pobre y, de tanto trabajar con el carbón
todo el día, siempre estaba negro y muy pobre-mente vestido. Para demostrar que
estaban por encima de esa miserable condición, pasaban los días maquillándose
y emperifollándose sin hacer nada. Dejaban todas las tareas de la casa en
manos de su hermana menor, que se ocupaba de ellas de buena gana y con esmero.
Por la noche, cuando su padre volvía cansado, ella le quitaba las sandalias y
lavaba en seguida sus ropas llenas de polvo negro para que pudiera usarlas
limpias otra vez al día siguiente. Esta hija era famosa en la región por su
inteligencia. Era capaz de comprender las palabras más oscuras y de resolver
los enigmas más difíciles.
Por otra parte, el rey de
la región tenía fama de ser él mismo un gran aficionado a los enigmas y, como
era a la vez muy autoritario y caprichoso, los proponía a veces a sus
súbditos, que debían resolverlos en un plazo fijo so pena de perder la vida.
Justamente aca-baba de imaginar uno. Reunió también a algunos habitantes de la
ciudad, entre los cuales estaba el carbonero.
-Tengo un árbol -dijo-
con doce ramas, cada una de las cuales lleva treinta ramos. Cada ramo produce
cinco hojas. Tenéis ocho días para decirme qué es. Si al cabo de ocho días no
lo habéis descifrado, os haré cortar la cabeza.
Los súbditos del rey se
fueron abatidos. Aunque se hicieron entre sí varias consultas y pidieron la
opinión de hombres conocidos por su agudeza, no pudieron hallar la respuesta al
enigma. Se acercaba el día en que había que presentarse de nuevo ante el rey, y
el carbonero, habiendo averiguado en vano hasta la víspera, reunió a sus
hijas para ponerlas al tanto de la situación. Les contó la prueba a la que el
rey una vez más los sometía:
-Mañana debemos ir a
palacio y, como ninguno de nosotros ha acertado, sin duda nos condenará a
muerte. Desde ese momento vosotras tendréis que ocuparos de vuestra subsistencia.
-Pero -dijo la menor de
sus hijas-, no hay nada más fácil de resolver que el enigma del rey.
Al carbonero le costó
creerlo, pero ella se lo explicó y, como no había otra solución, decidió
proponérsela al rey tal como acababa de oírla.
Al día siguiente los
hombres de la ciudad comparecieron ante el rey, quien los hizo desfilar uno
tras otro. Por cada respuesta que recibía, se reía burlonamente y le decía al
pobre infeliz que se pusiese a un lado. Minuto a minuto crecía el grupo de los
condenados. Al fin sólo quedó el carbonero.
-Y tú, carbonero, ¿qué
has descubierto? -preguntó el rey riendo, pues estaba convencido de que el
carbonero no podía vencer en lo que los demás habían fracasado.
-Majestad -dijo el
carbonero-, sólo Dios y Vos mismo conocéis la respuesta al enigma. No obstante,
yo creo que el árbol representa el año, las ramas los doce meses, los ramos los
días y las hojas las cinco plegarias[1]
de la jornada.
El rey exclamó:
-Carbonero, has salvado
tu cabeza y la de tus compañeros, porque ésa es la respuesta correcta.
Un murmullo de alivio
recorrió el grupo de los hombres que ya se creían condenados.
-Pero -continuó el rey-
no me dirás que has encontrado solo la respuesta al enigma. Alguien te ha
ayudado a resolverlo o tal vez lo ha resuelto para ti.
El carbonero estaba
perplejo: por un lado tenía miedo de que, revelando la existencia y sobre todo
la inteligencia de su hija, el rey la sometiese a nuevas pruebas y tal vez
peligrosas, pero por el otro temía que el rey, descubriendo que había
mentido, le impusiese un terrible castigo. Ante el dilema, juzgó que era preferible
decir la verdad:
-Es cierto, Majestad
-dijo.
-¿Quién ha sido?
-Una hija -dijo el
carbonero evasivamente.
-¿Una hija? Pues entonces
quiero casarme con ella.
El carbonero se mostró
perturbado.
-Pues bien -exclamó el
rey-, ¿qué esperas para decirme dónde se encuentra esa hija?
-Es que -dijo el
carbonero tartamudeando-... ella es demasiado joven... y... de todas
maneras... indigna de vos.
-¿Indigna?... ¿Indigna la
hija que te ha librado de un lance tan difícil?
-Es que...
-¿Y bien?
El carbonero vaciló y
dijo luego precipitadamente:
-¡Es mi hija!... ¡No
iréis a casaros con la hija de un carbonero!...
-¡Desde luego que sí!
-dijo el rey. Le dirás a tu hija que se prepare. Le doy todo el tiempo... le
doy el valor de mi árbol -añadió riendo. Dentro de doce meses, exactamente,
mis hombres irán a buscarla y me casaré con ella.
El carbonero, pensando
que la última proposición del rey sólo era un capricho de príncipe, se
desinteresó y acabó por olvidarla.
Exactamente doce meses
después de la reunión en palacio, los hombres del rey se presentaron con una
caravana cargada de regalos principescos. Su amo les había encargado que los
entregasen a su prometida y también que le informasen si la futura reina era
guapa.
-Y sobre todo -había
dicho, sobre todo escuchad bien lo que ella os diga y venid a repetírmelo
exactamente, si no...
Durante el camino, los
servidores habían encontrado tan abundantes y preciosos los presentes del
rey que habían separado una parte para ellos.
Al llegar sólo vieron a
las siete hijas del carbonero, seis de las cuales estaban ocupadas
acicalándose, ataviándose y mirándose en los espejos. La séptima se afanaba por
recibirlos dignamente. Los servidores, al ver sólo a ellas en la casa,
preguntaron:
-¿Dónde está vuestro
padre?
-Ha ido a echar agua en
el agua -dijo la menor.
Los servidores se
miraron.
-¿Dónde está vuestra
madre?
-Ha ido a ver lo que
nunca ha visto.
-¿Vuestros hermanos?
-Han ido a dar golpes y a
recibirlos...
Los servidores del rey
estaban azorados. No comprendían nada de las palabras de la joven; algunos se
preguntaban incluso si no había perdido la razón, pero recordaron las órdenes
del rey y tuvieron cuidado de retener todo lo que acababan de oír, a fin de
transmitirlo fielmente. Entregaron luego los presentes que su amo les había
confiado.
El padre, la madre y los
chicos, cada uno por su lado, volvieron pronto. Se soprendieron mucho al ver en
su casa a los hombres del rey, cuyas indicacio-nes habían olvidado. Afortunadamente,
la joven ya había preparado para sus padres y sus huéspedes la comida, que ella
misma sirvió.
Cuando llegaron los
pollos, cogió uno de ellos y lo troceó. A su padre le dio la cabeza, a su madre
la carcasa, a sus hermanas las alas, a sus hermanos las pechugas y a los
servidores del rey... Las patas. Cada vez más intrigados, éstos se cuidaron muy
bien de demostrarlo, por miedo a enfadar a quien pronto sería su reina.
Cuando estaban a punto de
despedirse, la joven se volvió hacia el jefe de los servidores y le dijo:
-Cuando hayáis vuelto
junto a vuestro amo, le presentaréis mis respetos y al mismo tiempo, os lo
ruego, no olvidéis decirle exactamente lo que os voy a decir. Decidle que le
faltan estrellas al cielo, agua al mar y a la perdiz el plumón.
Los servidores no
entendían. Sin embargo, repitieron varias veces las palabras de la joven para
retenerlas y transmitírselas al rey.
Encontraron a su amo
impaciente por volver a verlos.
-¡Deprisa! -dijo.
Contadme todo y tened cuidado de no olvidaros de nada.
Contaron todo con
detalle, atentos a no dejar traslucir su sorpresa para no indisponer al rey.
-Cuando le preguntamos
dónde estaban su padre, su madre y sus hermanos, dijo que el primero se había
ido a echar agua en el agua, la segunda a ver lo que nunca había visto y los
últimos a dar golpes y recibirlos.
-Majestad -añadió el jefe
de los servidores, nosotros os trans-mitimos con toda exactitud las palabras
de la joven.
-Son claras -dijo el rey.
Los servidores se
quedaron boquiabiertos.
-La madre -continuó el
rey, fue a asistir a una mujer parturienta. Iba a ver, pues, a un niño que
hasta entonces no había visto nunca.
-Fue lo que ella dijo al
volver -dijo el jefe de los servidores estupefacto.
-El padre -continuó el
rey, fue a desviar el agua del río para accionar la rueda de su molino. El
agua, cuando sale del molino, vuelve inmediatamente al río. El molinero, pues,
volvió a echar el agua en el agua.
-¡Exactamente!
-exclamaron dos o tres servidores al mismo tiempo.
-En cuanto a los hermanos
pequeños, se fueron a la plaza a jugar a guerras con los chicos de su edad.
Los servidores,
maravillados, convinieron que esto también era cierto.
-Hay algo más -dijo el
jefe de los servidores.
-¿Qué?
Contó la extraña manera
de repartir el pollo.
-El pollo estuvo muy bien
repartido -dijo el rey.
-Probablemente, Majestad.
Pero nosotros no hemos comprendido.
-Nada más fácil -dijo el
rey. A su padre la joven le dio la cabeza, pues él es cabeza de familia; a su
madre la carcasa, porque sobre ella reposa el peso de toda la casa; a sus hermanos
las pechugas, porque ellos son la muralla y los defensores; a sus hermanas las
alas, porque un día habrán de tomar marido y se irán; y a vosotros las patas,
porque por vuestros pies habéis llegado hasta ella y por ellos también debíais
volver.
Los servidores estaban
admirados y se felicitaban de que la joven, al menos, no hubiese advertido los
hurtos que habían hecho en los regalos que le estaban destinados.
-¿Eso es todo? -preguntó
el rey.
-Hay una última cosa
-dijo el jefe de los servidores. Antes de despedirnos, la joven nos encargó
que os repitiésemos sus palabras exactamente.
-¿Cuáles?
-Dijo que os dijéramos
que al cielo le faltaban estrellas, al mar el agua y a la perdiz el plumón.
-¡Miserables! -exclamó el
rey. ¿Qué habéis hecho con mis presentes?
El jefe de los servidores
se puso lívido.
-Los entregamos -dijo.
-¿Entregasteis todo?
-gritó el rey.
Los servidores, viéndose
descubiertos, se prosternaron en el suelo para solicitar el perdón a su amo.
-Quitando las piedras
preciosas de las joyas de la joven -dijo el rey, habéis privado a su cielo de
estrellas. Tomando una parte de los perfumes, habéis quitado agua del mar. Y al
apropiaros de las telas de oro y seda, habéis arrebatado el plumón de mi
paloma... ¡De pie! -dijo. No quiero empañar con vuestro castigo el recuerdo
de este día.
Y los perdonó. Poco
tiempo después, el rey celebró sus bodas. Las fiestas duraron siete días y
siete noches. El carbonero vio mudar su condición de un día para otro. Apenas
podía creer en el milagro que hacía de él el padre de la reina. El rey, por su
parte, estaba muy feliz de tener en su palacio a una esposa que podría
responderle y jugar con las mismas armas al juego de los enigmas y de los
mensajes alegóricos. Pero al mismo tiempo se daba cuenta de que un día la
reina acabaría por tener ventaja sobre él. Así que la puso en guardia desde el
primer día:
-Yo sé que de todos los
hombres y de todas las mujeres que habitan mi reino, tú eres la única capaz de,
llegado el caso, ganarme la partida. Pero te advierto: soy el rey y nunca
admitiré que tu palabra se imponga sobre la mía, cualquiera que sea la ocasión.
Si esto llega a ocurrir algún día, recuérdalo bien: ese día será el último que
tú pases aquí, pues saldrás de este palacio para no volver nunca más.
-No lo olvidaré -dijo
ella.
Tiempo después la reina,
que había salido a tomar el fresco a una de las altas terrazas del palacio, oyó
la conversación de dos hombres, a los que no veía, en la calle. Uno de ellos le
contaba al otro su última desventura:
-Acabo de llegar a esta ciudad
-le decía, donde soy forastero. Venía montado en un potrillo que acababa de
comprar. Durante el viaje me encontré con un hombre que también se dirigía
hacia aquí, en mula, e hicimos el camino juntos varios días. Durante todo ese
tiempo, no dejó de prodigar sus cuidados a mi potrillo y a su mula y logró
que se familiarizaran tanto que al fin los dos animales ya no podían separarse.
Al llegar ante la puerta de la ciudad, me dijo que estaba muy cansado por el
largo viaje que acabábamos de realizar y me pidió que entrase en la ciudad a
buscar alojamiento, mientras él se quedaba allí custodiando nuestras
monturas. Lo hice y encontré dos casas muy adecuadas, y, además, contiguas.
»Volvía, muy contento de
poder comunicarle a mi compañero la buena noticia, pero, ante mi gran asombro,
en el sitio en que lo había dejado no había nadie. Llamé, busqué por todas
partes en los alrededores, pero en vano. Se había marchado llevándose los animales
consigo.
»Volví a la ciudad muy
disgustado, pues andaba justo de dinero. Planeaba la reventa de mi potrillo
para conseguir un poco más, esperando ganar lo suficiente como para quedarme
un tiempo. Pasé la noche pensando en diferentes medios de asegurar mi
subsistencia. Por la mañana fui a la plaza, donde esperaba informarme. Cuál no
sería mi sorpresa al ver al hombre, que deambulaba por allí con su mula y... mi
potrillo, que ya tenía en venta.
»Me acerqué a él y le
pregunté por qué, la víspera, no había esperado mi regreso a la puerta de la
ciudad. Le rogué al mismo tiempo que me devolviese el potrillo.
»-No sé de qué me habla
-me dijo. Este potrillo nació de la mula que aquí ve y los dos son míos.
»Aunque le recordé todos
los detalles de nuestra convivencia de los últimos días, siguió sosteniendo que
no me conocía y que, de todas maneras, el potrillo que yo reclamaba era hijo de
su mula y, por tanto, suyo. Tomaba como testigo al grupo de curiosos que crecía
a nuestro alrededor y al que acabó por convencer de que yo era un estafador
que pretendía perjudicarlo.
-Hay que acudir a la
justicia -dijo el hombre que escuchaba el relato de la desventura.
-Ya lo he hecho.
-¿Y dónde está el
potrillo?
-En poder del otro,
porque ha ganado el juicio.
-¿Es posible?
-Completamente -dijo el
hombre. Sin embargo, yo estaba seguro de tener la razón cuando nos presentamos
ante el tribunal. Expuse mi demanda y el rey le pidió a mi adversario que
presentase su defensa. El otro, que (me di cuenta de ello demasiado tarde) era
un trapacero, se mostró muy humilde y sumiso. Dijo que se entregaba enteramente
a la justicia del rey, que comprendía muy bien que un forastero que llegaba
sin medios y por primera vez a la ciudad usase de todos los recursos posibles
para procurárselos, pero que no toleraba ser la víctima de semejantes artimañas.
»-Felizmente -dijo-,
vuestra justicia está para defender a los inocentes de los ardides de los
estafadores. Jamás he visto a este hombre hasta ahora. La mula y el potrillo,
madre e hijo, me pertenecen. Los adquirí honestamente, con mi propio dinero, para
venir a vuestra ciudad, donde sabía que podría comerciar libremente, bajo la
protección de vuestras justas leyes, reconocidas incluso entre vuestros enemigos.
»-¿Ninguno de los dos
tiene testigos? -dijo el rey.
»-No -dijo mi astuto
compañero, pero, si Vuestra Majestad permite que haga una sugerencia, tal vez
haya un modo de zanjar la cuestión.
»-¿Cuál? -preguntó el
rey.
»-Pido de antemano perdón
a Vuestra Majestad, pero permitid que traigan ante vos a los dos animales, uno
tras otro. Que luego se suelte al potrillo: si va hacia este hombre, es porque
le pertenece, yo he mentido y estoy dispuesto a sufrir el castigo que vuestra
justicia juzgue adecuado infligirme. Pero si el potrillo va hacia la mula,
considero que la causa está vista y pido que se me haga justicia.
»Habló así sabiendo que,
durante todo el tiempo que había durado nuestro viaje en compañía, había hecho
todo lo posible por habituar a los dos animales a estar juntos y volverlos
inseparables. Pero el rey no tenía otro medio de decidir. Dio la orden de que
llevasen a las dos monturas y lo que tenía que ocurrir ocurrió: en cuanto el
potrillo vio a la mula, corrió hacia ella dando brincos y ambos comenzaron a
mordisquearse y a lamerse.
»Los consejeros del rey y
el mismo rey se echaron a reír. Asigna-ron el potrillo al falso santo que,
durante toda esta escena, se mantenía modesta-mente en un rincón, al par que yo
enfurecía. Me condenaron además a pagar una importante multa, y con ello se me
fue el poco dinero que aún me quedaba y aquí estoy, extranjero, solo y casi sin
blanca, en esta ciudad donde, para colmo, no conozco a nadie.
A medida que el hombre
refería las peripecias de su terrible desventura, el corazón de la reina se
sublevaba de indignación. Así pues, una vez que él hubo terminado, se acercó al
borde de la terraza y le dijo:
-No todo está perdido,
forastero.
Los dos hombres alzaron
la cabeza al mismo tiempo para ver de dónde venía la voz, pero no vieron nada.
-No tenéis necesidad de
verme -dijo la reina. Lo esencial es que me oigáis y que prestéis mucha
atención a lo que os voy a decir.
-Pero ya se ha dictado
sentencia -dijo el extranjero.
-¿Qué importa? Han
sorprendido al rey en su buena fe, porque tú no supiste defender tu causa.
-¿De qué manera podría
defenderla otra vez?
-Haciendo lo que te voy a
decir.
El forastero no pedía
nada mejor que creer en esa voz que bajaba del cielo, puesto que, después del
pago de la multa, estaba en las últimas.
-Me salvarías la vida
-dijo.
-Mañana -dijo la reina-
te presentarás de nuevo ante el tribunal del rey. Él te preguntará qué otra
cosa pretendes y le dirás: «Majestad, he plantado junto al río un bancal de habas.
Pero los peces han salido y me lo han comido.» Él te dirá: «Eres un impostor,
porque conoces muy bien el dicho...: el día en que los peces salgan del agua
será el fin del mundo.» Entonces tú le responderás: «Es cierto, Majestad, pero
¿no se dice también que el día en que las mulas tengan potrillos el mundo será
destruido?»
El forastero estaba
rebosante de alegría. Intentó ver a la mujer que así le hablaba, para
manifestarle su gratitud, pero ella había desaparecido.
Al alba del día siguiente
se presentó ante el tribunal y esperó paciente-mente que el rey saliese de sus
aposentos para hacer justicia. El monarca, en efecto, no tardó, pero, en
cuanto lo hubo visto se dirigió directamente a él, olvidando a los otros
demandantes:
-¿Tú otra vez? -le
gritó. Ya he juzgado ayer tu caso y has sido condenado.
Luego, volviéndose hacia
sus servidores, ordenó:
-Que se le den veinte latigazos
por atreverse a volver ante el tribunal después de dictada la sentencia.
-Majestad -exclamó el
extranjero: os pido perdón, porque no he venido por el caso de ayer.
-¿Así que es por otro?
Pues... debes tener muy mal carácter... ¿Qué te ha pasado ahora?
-Majestad, vos me veis en
las últimas porque había plantado un bancal de habas junto al río. En el
momento preciso de cosecharlas, salieron del agua unos peces y se las comieron
todas. Majestad, yo no tenía ninguna otra cosa y vengo a presentar la denuncia
ante vuestra justicia.
El rey se volvió hacia su
consejo:
-¿Qué opináis de este
caso?
Después de algunas
deliberaciones, los consejeros decidieron que había que tender una red en el
río para atrapar a los peces ladrones. El rey pronto se dirigió a sus guardias:
-Que se detenga a todo el
mundo, al demandante y a los consejeros.
Como los guardias no
comprendían y vacilaban en detener a los venerables consejeros del reino, el
rey les dijo:
-Este hombre pretende que
unos peces han salido del río para comerle sus habas; mis consejeros, cuando
acudo a ellos, no encuen-tran nada mejor que recomendarme tender una red para
atraparlos. ¿Os habéis olvidado del dicho?
Los guardias y los
consejeros permanecían mudos.
-¿No se dice -continuó el
rey- que el día en que los peces salgan del agua será el fin del mundo?
El hombre se precipitó de
golpe para abrazar las rodillas del rey e implorar su perdón.
-Es cierto, Majestad
-dijo- que se dice eso de los peces pero, por favor, Majestad, ¿no se dice
también que el día en que las mulas tengan potrillos el mundo será destruido?
El rey se sobresaltó como
si lo despertasen de un mal sueño. Se pasó la mano por la frente.
-Es cierto, lo había
olvidado y te agradezco, forastero, por habérmelo hecho recordar. Pero ¿por
qué no me lo recordaste ayer?
-Ha sido esta noche
cuando me he percatado de ello.
El rey miró al demandante
y dudó de que él hubiese podido imaginar la estratagema que le había permitido
restablecer la verdad y ganar su juicio:
-Pero -dijo-, la historia
de los peces y de tu campo de habas, ¿la has inventado tú solo?
El hombre juzgó
preferible no ocultar la verdad al rey:
-Majestad, una voz del
cielo me la inspiró.
-¿Del cielo? -gritó el
rey. ¿Te das cuenta, forastero, de que estás a punto de blasfemar?
¿Pretendes acaso que el cielo te eligió para comunicarse contigo?
-Lejos de mí ese descaro
-dijo el hombre, pero he dicho la verdad. Además, no estaba solo y, si me
dais permiso para ir a la ciudad, os traeré al hombre que estaba conmigo
cuando nos llegó la voz.
-¿Dónde estabais?
-preguntó el rey.
El hombre indicó el lugar
y dijo que la voz parecía salir de las terrazas que dominan la plaza. La
verdad, que ya suponía, iluminó la mente del rey: sólo su mujer podía inventar
un medio tan ingenioso. Hizo devolver al extranjero la montura y también la
multa que había pagado y al fin, citando a todos los demandantes para el día
siguiente, entró de nuevo en palacio.
Su mujer lo esperaba
allí, impaciente por saber qué solución había dado al caso.
-Pues bien -dijo el rey,
he hecho que le devolvieran al forastero el potrillo.
-Sois un rey justo -dijo
la reina: habéis dado al caso una solución digna de vuestra equidad.
-Sí, pero éste no es el
fin de la historia -dijo el rey.
La reina, que conocía el
carácter tiránico y vengativo de su marido, sintió al principio una viva
inquietud. Luego creyó comprender lo que su marido quería decir.
-Al hombre de la mula
-dijo ella, podéis perdonadlo: tal vez se sintió apremiado por la necesidad.
-No es él quien me preocupa
-dijo el rey. La ansiedad de la reina se hizo mayor:
-¿Y quién entonces?
-¡Vos misma!
-¿Yo?
-Me parece que tenéis muy
poca memoria.
-No veo en qué -dijo la
reina.
-¿Habéis olvidado...?
-¿Qué? -preguntó la
reina.
-La primera noche en que
entrasteis en este palacio.
-¡Nunca! -dijo la reina.
La veo aún como si fuese ayer.
-En ese caso -dijo el
rey, tal vez recordéis la advertencia que os hice esa noche.
Un frío glacial recorrió
el corazón de la reina: su esposo, pues, había descubierto la verdad. Era
inútil esforzarse en ocultarla.
-Recordad -dijo el rey-
lo que os dije: la primera vez que vuestra palabra se imponga sobre la mía...
Ese día ha llegado. Así pues, actuad de manera que mañana, cuando me levante,
no os vea en ninguna parte del palacio. Id a donde queráis. Llevaos lo más
precioso que tengáis. Guardadlo en los baúles y partid.
La reina estaba
desesperada. Intentó aplacar la cólera del rey pero... ¡en vano!
-Majestad -dijo al fin-,
ya que me toca la desgracia de haberos disgustado, ¿puedo pediros que me
acordéis un último favor?
-Siempre que no sea el de
quedaros -dijo el rey.
-No, Majestad, pero
concededme la gracia de venir a cenar a mis aposentos, a solas conmigo, esta
noche, por última vez.
El rey accedió y la reina
se afanó con sus criadas para preparar la última cena que haría en palacio con
él.
Llegada la noche, se
instalaron. Los platos comenzaron a desfilar frente a ellos, cada uno más rico
y más refinado que el siguiente. Las bebidas eran numerosas y frescas; el
servicio lo hacían únicamente las criadas de la reina en sus aposentos
privados.
Al cabo de un tiempo, el
rey sintió su cabeza pesada; apenas podía mantener los ojos abiertos. La
reina, las criadas, los manjares sobre la mesa, todo le parecía flotar en una
bruma cada vez más densa. El menor movimiento le pesaba y pronto cayó sobre la
mesa, adormecido.
Las criadas no mostraron
ningún asombro, porque la reina había hecho partícipe a todas de su secreto y
ellas mismas habían echado el poderoso narcótico en las bebidas que debían
servírsele al rey.
La reina hizo que
encerrasen en seguida a su esposo en un cofre, que había preparado a tal
efecto, cuya llave guardó con mucho cuidado. Hizo poner sus otros objetos en
unos grandes baúles, que fueron cargados a lomo de caballos y de mulos, y la
caravana salió al alba, por la gran puerta del palacio, hacia la casa que la
reina había hecho comprar en la ciudad. Al llegar allí, los servidores
descargaron todo el mobiliario y la reina hizo transportar el precioso cofre a
su alcoba.
Cogió la llave, abrió y
levantó la tapa. El rey, al sentir el aire de fuera, comenzó a moverse: luego,
poco a poco, logró abrir a duras penas los ojos, que se volvían a cerrar casi
al instante. Sin embargo, el efecto del narcótico llegaba a su fin y pronto el
rey pudo reaccionar dentro del cofre, estirar sus miembros entumecidos y abrir
por completo los ojos. Miró a su alrededor:
-¿Dónde estoy? -dijo.
-En mi casa -dijo la
reina yendo hacia él y ayudándolo a salir del cofre.
-Éstos no son vuestros
aposentos -dijo él.
-No -dijo la reina-,
porque vos me echasteis de vuestro palacio.
-Pero ¿por qué estoy con
vos? -se inquietó el rey.
-Majestad -dijo la
reina, ¿os sentís en condiciones de recordar lo que me dijisteis ayer?
-Naturalmente.
-En ese caso, recordad.
Me ordenasteis que abandonase el palacio, pero me permitisteis llevarme al
salir lo que tuviese de más preciado, ¿no es cierto?
-En efecto -dijo el rey.
-Pues lo que yo tenía en
el palacio de más preciado erais vos.
El rey no pudo dejar de
pensar que una vez más su mujer había demostrado una inteligencia poco común.
Al mismo tiempo se sintió muy conmovido por esta prueba de amor que ella así le
daba.
Dio la orden de volver a
cargar sobre los animales el mobiliario y los objetos preciosos que la reina
había traído y de llevarlo todo de nuevo a palacio.
-Majestad -dijo la
reina-, si me lo permitís, vamos a guardar todo en esta casa, porque todo lo
que he traído era para vuestro servicio. Así, cuando estéis cansado de las pesadas
cargas del reino, podréis venir aquí para olvidarlas y, si lo deseáis, mucho
placer me dará acompañaros.
El rey y la reina,
seguidos por un largo cortejo de servidores y de animales sin carga, volvieron
a palacio. Desde ese momento pasaron días felices, hasta que fue voluntad de
Dios poner fin a sus vidas.
¡Machaho!
Fuente: Mouloud mammeri
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