Había una viuda que tenía un
hijito pequeño. No poseía nada más que una casita con su jardín. La pobre viuda
no podía trabajar porque estaba tullida, así que ella y su hijo vivían de la
caridad ajena.
Cuando el pequeño creció, le dijo
un día a su madre:
-Verdaderamente es una vergüenza,
madre, que mendiguemos ahora que, gracias a Dios, ya soy un buen mozo; déjame
que venda nuestro jardincito para comprar un caballo, entonces podría acarrear
leña, tendríamos para vivir los dos y no molestaríamos a nadie.
-¡Ay!, hijo mío -le dijo su madre-,
si ahora yo vendo el jardincito para comprar un caballo, temo que, si tú no
cuidas bien del caballo y se lo come el lobo, entonces no tendremos ni jardín
ni caballo.
Cierto, pero la verdad es que el
muchacho no cejó en su empeño, venga a porfiar hasta que la madre accedió a
vender el jardín y compró el caballo.
Cuando el muchacho consiguió el
caballo, empezó a acarrear leña y a venderla, así iban sobreviviendo su madre y
él. Aunque no les sobraba nada tampoco les faltaba qué comer ni con qué
encender el fuego.
Una mañana mandó a su hijo que
trajera a casa leña seca pues ese mismo día quería hacer la colada con agua
hirviendo.
-Bien -dijo el mozo, y como de
costumbre besó la mano de su madre y se fue al bosque.
Al llegar al bosque ató en un
prado al caballo para que pastara y él se fue a recoger leña por el bosque. No
había pasado mucho tiempo cuando oyó un espantoso quejido y un silbido: salió
corriendo a ver qué era. Llegó a un valle y veréis lo que sucedió. Un culebrón
se había tragado a un ciervo, pero se había atragantado con los cuernos, que no
pasaban ni para adelante ni para atrás, así que estaba pasando un mal rato y
gemía. En cuanto que vio al muchacho le dijo:
-¡Escucha, buen mozo! En nombre
de Dios en el que todos somos hermanos y que ahora te envía a mí con esa hacha,
te imploro que cortes los cuernos de este ciervo y me libres de esta
desventura.
Entonces el ciervo le dice:
-No lo hagas si es que temes a
Dios, mata al culebrón porque de otra forma no quedaría yo con vida.
El muchacho se quedó pensando,
piensa que te piensa: si se pone a pegar a la culebra, quizá ésta arroje al
ciervo y lo devore a él, además ella ha sido la primera en jurar por Dios y en
implorarle como a hermano, conque decidió ayudarla a ella. A toda prisa se lió
a hachazos con los cuernos del ciervo ¡zas!, ¡zas! hasta que logró desprendérselos,
entonces el culebrón se lo tragó sin ningún estorbo.
Una vez engullido el ciervo, le
dijo el culebrón:
-Hermano, tú me has librado de la
muerte y ahora me toca a mí devolverte el favor. Mi padre es el zar de los
culebrones, así que vamos a verlo, él te recompensará corno es debido. Pero no
te equivoques, te ofrezca lo que te ofrezca no lo aceptes, pídele sólo un
anillo.
Conque se puso en camino y el
muchacho se fue con él, lo condujo, mis queridos hermanos, a una cueva.
Atravesaron la cueva y llegaron a una enorme pradera, en
medio de la pradera había una gran mesa y en ella el zar de los culebrones
estaba tumbado a la bartola en tanto que, por todas partes, pululaban los
culebrones. Cierto es que, cuando los culebrones vieron al hijo del zar, se
apartaron dejándole un camino muy ancho y así nuestro mancebo se tranquilizó un
poco, pues se había asustado al ver tantas alimañas. El culebrón se acercó a su
padre y le contó todo tal como había sucedido, cómo aquel mozo lo había salvado
y que se habían hecho hermanos y que lo trae aquí para que sea recompensado. Al
oírlo, el zar les dijo en seguida a los reclutas que cargaran doce sacos con
alhajas y se los dieran al mancebo pero, cosa extraña, el mancebo no quiso ni
mirarlo, sino que le dijo al zar:
-Gracias, zar, por las alhajas.
Si es que quieres darme algo dame un anillo y si no me das el anillo no
aceptaré ninguna otra cosa.
El zar le ofrecía de todo lo
habido y por haber, excepto el anillo, y él que si quieres, o el anillo o nada.
El zar finalmente le contestó que el anillo no podía dárselo, así es que se
marchó después de despedirse del zar y de su hijo. En cuanto que se fue, el
culebrón, el hijo del zar, salió tras él.
-¿Adónde vas tú? -le preguntó su
padre.
-¿Cómo que adónde? Me voy con mi
hermano por el mundo ya que tú no le quieres recompensar tal como se merece.
Al zar le dio lástima de su hijo,
tened en cuenta que era el único, conque hizo volver al mancebo y le dio el
ansiado anillo. Entonces el culebrón acompañó a su hermano del alma hasta el
lugar en el que se habían encontrado por primera vez, y le dijo:
-Siempre que necesites algo,
acerca el anillo al fuego y tendrás lo que desees.
El mozo iba ensimismado pensando
en el caballo y no volvió a acordarse del anillo; cuando llegó a donde había
dejado atado al caballo, de éste no quedaba ni
rastro, sólo la albarda y cuatro herraduras, pues al caballo se lo habían
comido los lobos. ¡Oh miserable! ¡Oh desgraciado que no tienes a dónde ir! Se
echó la albarda al hombro y las cuatro herraduras se las colgó del cinto,
conque a duras penas, más muerto que vivo, llegó a casa bien entrada la noche.
¡Caramba!, todo había ido bien hasta ahora, pero verás a partir de ahora qué
desdichas cuando su madre lo vio llegar sin el caballo y cuando se enteró de
que se lo había comido el lobo, empezó a reñirle y a echar sapos y culebras por
la boca, pero no terminó con esto sino que agarró una vara y le molió a palos.
No le quiso dar de cenar ni le dejó dormir en la habitación. Así que el pobre
desdichado, dolorido y magullado, muerto y requetemuerto de hambre, se acurrucó
un poquito y de tan cansado que estaba se quedó dormido, mas cuando empezaron a
sonarle las tripas se despertó. En ese momento se acordó del anillo, lo acercó
al fuego y aparecieron dos moros delante de él:
-¿Qué se te ofrece, amo?
-Os ordeno que me traigáis
inmediatamente toda clase de manjares y leña para llenar el patio, pero que
esté bien seca para que mi madre tenga con qué hacer la colada.
-Así será, amo.
Hicieron una reverencia y se
marcharon. En menos que canta un gallo como quien dice todo se había cumplido
tal como él ordenó; así pues, hambriento como estaba, se acercó a aquellas
variadas golosinas y se pegó un atracón; después con esta leña seca atizó el
fuego, se tumbó junto a él y se quedó profundamente dormido. A la mañana
siguiente su madre madrugó mucho pues tampoco ella había podido dormir -¡no es
broma, se acabó el caballo y se acabó la vida!-, salió a la puerta de casa y
¡veréis lo que sucedió!: el patio lleno de leña. Se va ahora a despertar al
hijo, entonces lo encuentra rodeado de manjares y de prodigios, lo despierta y
le dice:
-¿Y qué es todo esto, hijo?
-Lo que ves, madre, te lo he
traído a cambio del caballo.
-¿Y por qué no se lo dijiste a tu
madre anoche para que no te acariciara así las costillas?
Pues te lo digo ahora, y dime tú
si con esto quedamos en paz. Durante cierto tiempo vivieron así madre e hijo en
la abundancia, mas un día se dijo:
¿Por qué he de vivir en esta
casucha tan estrecha? -conque acercó el anillo al fuego y aparecieron los dos
moros frente a él.
¿Qué se te ofrece, amo?
Quiero que en tal prado me
construyáis un palacio como el del zar, y que amuebléis el palacio igual que el
de zar, y que cuando esté todo terminado nos trasladéis allí a mi madre y a mí.
Hicieron una reverencia y se
fueron, de modo que su madre y él durmieron en su pequeña casita, pero cuando
despertó ¡veréis lo que sucedió!: todo se había cumplido tal y como él lo había
ordenado y además los habían trasladado a él y a su madre sin que se diera cuenta
de nada. Entonces se acomodó en el palacio y ordenó a su madre que dejara
entrar sólo al que estuviera hambriento, para darle de comer, al sediento, para
darle de beber, al descalzo, para calzarle y al desnudo, para darle con qué
vestirse. «Pues con lo que Dios nos ha dado -dice- que vivan también los
pobres.»
Estaba una tarde sentado y se
decía para sí:
Y habiéndome dado Dios tanto,
¿por qué no me voy a casar para no estar solo? -y se estuvo pensando pensando
hasta que se le ocurrió algo, acercó el anillo a la vela y aparecieron los
moros como siempre:
-¿Qué se te ofrece, amo?
-Quiero que me traigáis a una
sultana, a la hija más hermosa del zar.
Hicieron una reverencia y
desaparecieron; en un santiamén helos aquí de nuevo trayendo a la sultana. Él
le dio la bienvenida encantado y empezó a acariciarla; por cierto que ella, al
ver tantas riquezas como en casa de su padre, pensó que el mancebo era o un zar
o un zarévich y también ella empezó a acariciarlo, así que se casaron como Dios
manda y vivieron felices.
Cuando el zar se enteró de la
desaparición de su hija, se puso a buscarla y a preguntar por todas partes,
pero no la podía encontrar en ningún sitio, como si se la hubiera tragado la
tierra. Entónces el zar prometió dar grandes riquezas a quien supiera algo de
su hija; oyó esto una vieja sirvienta que era bruja, conque se fue de ciudad en
ciudad, de puerta en puerta hasta que la encontró y se enteró; luego
inmediatamente fue a ver al zar y acordó con él la enorme recompensa que
recibiría por traerle viva a su hija. Una vez puestos de acuerdo, cogió la
vieja una piel y una vara y ¡tac, tac!, otra vez de puerta en puerta hasta que
llegó de nuevo delante de aquel palacio. Cuando estuvo cerca del palacio reparó
en ella aquel que hasta hace tan poco no tenía donde caerse muerto, que va y le
dice a su mujer:
-He aquí una pobre mujer, desnuda
y descalza, dile a mi madre que la deje entrar, que la vista, que la calce y
que le dé de comer.
-¡Por Dios, deja en paz a la
abuelita! -y empezó a disuadirlo su mujer, pero él le dijo:
-No quiero yo que nadie que pase
por mi puerta esté hambriento ni desnudo. Pues si Dios me ha dado a mí ¿por qué
no habría de dar yo a los pobres?
La mujer, como mujer, tiene que
obedecer al marido, así que bajó a abrir a la vieja y le dijo a su suegra que
le diese buena comida y vestidos. Cuando la suegra se fue en busca de la ropa,
la bruja le dijo:
-En nombre de Dios, sultana, dime
si es un marido cariñoso.
-La sultana se extrañó y le
contestó:
-Por Dios, que sí lo es, pero me
extraña mucho que sepas que soy sultana.
-¿Cómo no habría de saberlo, si
yo lo sé todo? Incluso yo te he ayudado para que llegaras a él. Ahora
escúchame, ve y tráeme su anillo para que vea una cosa, de modo que tu marido
sea diez veces más cariñoso de lo que hasta ahora era.
Sabido es: la mujer, pelo largo y
juicio corto, conque creyó a la abuela y no le faltó tiempo para correr al
dormitorio. Para su desventura él se había quedado dormido, y ella, sin
ninguna dificultad, le quitó el anillo del dedo y a él le puso el suyo, así que
se fue a mostrárselo a la abuela, que en cuanto consiguió el anillo, le dijo:
-Ven a sentarte, corazón, junto a
mí en esta piel.
Se sentó y la abuela pegó con la
vara por debajo de la piel y ambas salieron volando. No es cosa de broma,
hermanos, ¡a la bruja y a sus poderes que se los lleve el diablo cuanto más
lejos mejor! Y ella vuela que te vuela hasta que volando llegó al palacio del
zar, la abuela le devolvió la hija y recibió la recompensa.
Cuando el infeliz se despertó,
llamó a su mujer. La llamó pero ella no estaba. Llamó a su madre y le preguntó
por su mujer; ella le respondió:
-De veras que no sé nada, yo he
ido a buscar algo con qué vestir a esa abuela y al volver a ninguna de las dos
he encontrado, así que creía que estaba contigo en el dormitorio.
-Esté donde esté, yo la voy a
traer aquí -e inmediatamente se echó mano al anillo, pero al mirarlo, no tenía
su anillo, sino el de su mujer.
Y ahora, de repente, como si le
hubiera fulminado un rayo, ¿quién había más desgraciado que él? Sabía en qué
había sido engañado, pero podría asegurar que no es su mujer la que lo ha
engañado, así que a toda prisa se vistió unas humildes ropas y se
marchó por el mundo sin rumbo. Por dondequiera que fuese, llegó a Estambul,
pero ¿cómo reunirse ahora con la sultana? Piensa que te piensa, pensó ir
directamente al palacio del zar y apoyarse en la puerta. Lo vio el cocinero
jefe, pensó que estaría hambriento y le preguntó:
-¿Qué estás esperando aquí?
-No tengo trabajo, pero podría
trabajar aquí si me aceptarais en la cocina, aunque sólo fuera a cambio de la
comida, lavaría los platos.
-Bueno, bueno -le dice el
cocinero jefe- entra que tendrás trabajo.
Conque aquí se instaló y acomodó
y en unos cuantos meses aprendió el oficio y se convirtió en el primer
cocinero después del jefe. Los otros cocineros eran del lugar y todos se iban a
sus casas a pasar la noche, pero como él era forastero se quedaba solo en la
cocina. Para no estar tan solo durante la noche, se procuró un gato y un
perrillo y de ambos cuidaba con mucho cariño. En el palacio del zar había una
esclava que estaba encargada de llevar la comida de la cocina al harén, con
ella congeniaba bien y ambos se estimaban mucho. En cierta ocasión le dijo a
ella:
-Por cierto, hermana, que yo te
pediría un favor si me dieras tu palabra de no decirle nada a nadie.
-Palabra de honor, hermano, habla
sin recelo.
Entonces le dice él:
-¿Ves este anillo? Yo lo voy a
meter aquí, a este lado del arroz, y que la fuente le llegue a la hija del zar.
-Por ti haría eso y más.
Así que metió el anillo de la
sultana en el arroz y la esclava se fijó bien en el sitio en el que lo había
metido y colocó aquella parte delante de la sultana, la hija del zar. La hija
del zar, a la segunda cucharada que dio se encontró con el anillo. Nada más
verlo, lo reconoció, ¿cómo no iba a reconocer su más querida joya? Rápida-mente
escondió el anillo para que nadie lo viera y se lo guardó en el bolsillo. A la
noche, cuando se iba a dormir, llamó a aquella esclava que entraba en las
cocinas y le preguntó:
-Tú que entras en las cocinas
sabrás si hay algún forastero allí.
-Hay uno -dijo- que lleva aquí
tres o cuatro meses, lo recogió el cocinero por piedad y él ha aprendido tan
bien el oficio que ahora es el primero después del cocinero jefe.
-¿Y no sabrás dónde duerme?
-Claro que lo sé, duerme en la
cocina.
-¿Y duerme con él alguien más?
-No, nadie, salvo un cachorro y
un gato que tiene.
-¿Y sabes algo de este anillo? -se
quitó el anillo y se lo mostró. La esclava se sonrió un poco al responder:
-Algo sé. Él es un hombre honesto
y bueno con el que me he hermanado y, después de hacerme jurar que no se lo
diría a nadie, me pidió que colocara el arroz de manera que tú encontraras el
anillo.
-Está bien, ahora dame tu palabra
de honor de que tendrás la boca bien cerrada y te aseguro que conmigo serás
afortunada.
-Mi palabra es más firme que una
roca, habla sin recelo.
-Pues si es así, has de saber que
ése era mi marido, conque toma este vestido de mujer y llévaselo a la cocina,
que se lo ponga y que venga a verme contigo.
Dicho y hecho, arrebujó el
vestido bajo el brazo y se fue a la cocina. Cuando se lo contó a él no había
hombre más feliz: se vistió de mujer y, despacito, detrás de la esclava, fue al
aposento de su mujer. ¿Podía haber alguien más feliz que aquellos dos cuando se
encontraron? Pero pasada la primera alegría, preguntó a su mujer por el
anillo.
La verdad es que se lo había
llevado aquella vieja -y le contó todo tal como había sucedido.
-De mal en peor -respondió él-
nunca más podremos volver a nuestra casa.
-Pues aquí podemos vernos en
secreto y vivir tan ricamente.
Y así fue. Él pasaba el día en
las cocinas y la noche en la alcoba de la sultana. No pasó mucho tiempo -¡qué
puede uno hacer cuando todas las cosas siguen su curso!- y se empezó a notar
en la sultana su pecado. Al saberlo el zar le entró gran preocupación -no es
cosa de broma una vergüenza tan grande en el palacio del zar y además a la
hija del zar- así que le empezó a preguntar y hasta la torturó para que
confesara con quién había pecado, pero ella siempre salía con lo mismo:
-No sé nada, sólo que algo se me
acerca mientras duermo pero no sé quién ni cómo.
El zar hizo torturar y degollar a
muchos servidores, pero todo fue en vano, pues nadie iba a confesar lo que no
había hecho. Por fin, el zar llamó a aquella vieja, se lo contó todo y ella le
dijo así:
-Tienes en la cocina a un
forastero. Él es el mismo que se había llevado a tu hija, hace mucho que yo lo
he reconocido.
El zar llamó en seguida al
cocinero principal y le ordenó que le llevara al forastero que estaba en la
cocina. Cuando el forastero compareció delante del zar, éste lo condenó a
muerte sin preguntarle ni escucharle. Va la vieja y le dice al zar:
-Zar, dame dos verdugos, que yo
me encargaré de él.
El zar se los dio, conque entre
los verdugos y la vieja condujeron a mi pobre forastero hasta una gran montaña
y lo colocaron frente a un pozo muy hondo. La vieja ordenó que lo arrojaran al
pozo y tras él echaran una enorme roca. El gato y el perrillo se habían ido con
él y mandó la vieja que también a ellos los tiraran al hoyo. Pero a quien
Dios quiere ayudar nadie le puede
hacer daño y eso es lo que le ocurría a él.
Cuando lo tiraron al pozo, no
cayó hasta el fondo, sino que se enganchó en un escalón y allí se resguardó un
poco hasta que se oyó el estampido de la roca contra el suelo. En eso cayeron
también el perro y el gato. Te guste o no, ahora vienen las desgracias, no
había qué comer y no se podía salir de allí, conque el infeliz y hambriento se
puso a acariciar al perro y al gato, también hambrientos, y a charlar con
ellos. Pasaron dos días, hasta que una vez que tentaba en la oscuridad notó que
el perro y el gato habían desaparecido. Así le resultaba aún más difícil
aguardar su destino, pero no duró mucho, al poco volvieron y se acurrucaron a
sus pies. Al acariciarlos notó que tenían la tripa llena, se dijo, pues: «Vive
Dios que han encontrado algo que comer; esperaré hasta que vuelvan a tener
hambre y me iré detrás de ellos a ver si yo también encuentro mi salvación».
Al poco, perro y gato se pusieron
en marcha, él se agarró bien al rabo del cachorro y los siguió a gatas como
pudo. No habían avanzado mucho cuando llegaron a un claro en no sé qué país.
Allí no había más que ratones. El gato y el perrillo, como tenían mucha hambre,
se abalanzaron sobre ellos y empezaron a estrangularlos, todos los ratones
corrieron hacia su zar. El zar, al verlo a él, gritó:
-Por el amor de Dios, detén a ese
ejército y a cambio pide lo que quieras.
Llamó a su lado al perro y al gato
y le dijo al zar:
-Lo único que quiero es cierto
anillo que tiene cierta vieja.
El zar en seguida llamó a dos
viejos ratones, los envió con aquella misión y no había pasado mucho cuando
volvieron trayendo unos cincuenta anillos de distintos tamaños, y todos se los
habían quitado a aquella vieja. Miró los anillos pero el suyo no estaba.
-Aquí no está mi anillo y, como
no lo consiga ahora mismo, mandaré inmediatamente a uno de estos criados míos
en busca de un gran ejército.
-No le quedan a la vieja más
anillos salvo uno que esconde bajo la lengua y ése tampoco nosotros se lo
podemos robar.
-¡Pues traédmelo como Dios os dé
a entender o mando ahora mismo por el ejército!
A esto, un ratón pequeño, cojo,
temiendo que si llegaba el ejército a él le tocaría el primero, dijo:
-¡No lo llames, por lo que más
quieras, yo iré y que sea lo que Dios quiera! Pero tú, zar, dame dos compañeros
fuertes y leales, y que ellos me lleven, pues cojo como soy no podría ir.
Se los dio el zar al instante y
ellos lo llevaron al aposento de la vieja. El ratoncillo meó en la basura que
había detrás de la puerta y restregó el rabo en ella, luego les dijo a los
compañeros: «En cuanto le quite el anillo, agarradme vosotros a mí y huid»,
conque, sin hacer ruido, se acercó a la vieja, que estaba durmiendo, se le
subió por el pecho a la barbilla y con la cola sucia le dio en la nariz. La
vieja estornudó y el anillo salió disparado. El cojo a toda prisa atrapó el
anillo y sus compañeros a él, así escaparon antes de que la vieja volviera en
sí, escaparon alegres y contentos y llevaron el anillo para alegría de todos.
Cuando el desdichado vio el
anillo se alegró muchísimo. Pero ¡atiza!, ahora no tenía fuego, y sin fuego no
se puede hacer nada. Cavilando qué haría... hasta que se acordó de algo y
empezó a rebuscarse en los bolsillos; entonces, para su buena fortuna, dio con
un par de eslabones, hizo saltar chispas y acercó el anillo; al instante aparecieron
los moros:
-¿Qué se te ofrece, amo?
-Os ordeno que nos saquéis de este
mundo a mí, a mi perro y a mi gato.
En lo que canta un gallo estaban
los tres en la boca del pozo. Otra vez frotó los eslabones y ordenó a los moros
que le llevasen a la vieja, luego sacaron aquella enorme roca que la vieja
había arrojado tras él. Lo primero que hicieron fue echar a la vieja al pozo -¡hala,
querida!, ¡ahora agárrate al viento con los dientes!- y detrás de ella echaron
a rodar la roca. Vuela la vieja, vuela la piedra, hasta que ¡plaf! al abismo
sin fondo y allá que se quedó para siempre.
Ahora, ya sin preocupaciones,
tomó el anillo y se fue hacia Estambul, estando cerca se alojó en una posada.
Por la noche, cuando se durmieron todos, acercó el anillo al fuego, aparecieron
los moros y les ordenó que lo llevaran a la alcoba de la sultana. Ella, al
verlo, se alegró y se entristeció al mismo tiempo: se alegró porque continuaba
con vida pero se entristeció temiendo que se enterara el zar y les cortara el
cuello a los dos.
-Ya no tienes nada que temer -le
dijo él- he recuperado el anillo -y se puso a contarle todo lo que había
padecido, cómo había matado a la vieja y se había apoderado de nuevo del
anillo.
Con esto se les fueron las penas;
al rayar el día él no quiso marcharse, así que los criados lo reconocieron y
avisaron al zar. El zar en seguida llamó a dos verdugos y se fue hasta donde
estaban para matarlos. Cuando vio al zar con los verdugos, corrió él a atizar
el fuego y acercó el anillo: aparecieron los moros y ordenó que cuatro
verdugos fueran contra los dos del zar. Al ver el zar tal maravilla, gritó:
-Detén a tus verdugos que yo
detendré a los míos y podremos hablar.
No se hizo de rogar, detuvo a sus
verdugos y el zar le preguntó quién era y de dónde era. Él se lo contó todo al
zar: quién era, de dónde era y lo que le había pasado -tal como yo os lo cuento
a vosotros- y al final le dice:
-Majestad, hasta ahora Dios me ha
protegido, quiero a tu hija y ella me quiere a mí, ¿por qué no nos das tu
bendición para que nos casemos?
El zar se lo pensó un poco y le
contestó:
-Así está escrito. Te la concedo
bajo la condición de que te quedes a mi lado.
-Está bien, majestad, sólo te
pido que me des permiso para ir en busca de mi madre, alegrarla con esta
noticia y traerla aquí.
Se lo permitió el zar, así que se
llevó a su madre, el zar los casó y dio un gran banquete en el que hubo salvas
al aire. Si aún están vivos, todavía serán felices.
090. anonimo (balcanes)
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