Esta festiva historia sucedió en una aldea
japonesa en una fecha que supera a los más remotos tiempos que el hombre puede
recor-dar; en efecto, tanto tiempo hace que nadie, ni siquiera el narrador de
la historia que la transmitió a sus hijos y a los hijos de sus hijos, sabe el
nombre de la aldea o en qué provincia estaba localizada. Era una aldea singular
y sus habitantes todavía eran más singulares. Para dar una idea digamos que formaban
un curioso lote, y aparte de que ninguno de ellos había sido bendecido con
ninguna agudeza extremada, tampoco había nadie que tuviera las hechuras y las
medidas propias para recibir el, nombre de hombre o mujer. Algunos tenían unas
cabezas tan calvas y alargadas como huevos de paloma; otros grandes y redondas
como las sandías, mientras que unos cuantos las tenían tan desmochadas que
parecían patatas en lugar de cabezas.
En la aldea había uno que era tan inútil que
no servía para nada. Como ni siquiera tenía nombre le llamaremos Otoko San. Sin
embargo tenía un temperamento tan malicioso que no se encontraba a gusto si no
fastidiaba a sus vecinos. Tampoco podía quejarse nadie, porque procuraban
pagarle con la misma moneda; pero cuando un día Otoko San se encontró con un tengu y decidió engañarle, empe-zaron a
complicarse las cosas.
Digamos de entrada que el tengu es una criatura verdaderamente fantástica. Su nombre significa
«duende de larga nariz» porque, en efecto, su nariz es de una longitud extraordinaria
y en la espalda lleva dos traviesas alas de plumas. Su vestido es de lo más
raro que uno pueda imaginarse y encima de la cabeza lleva colgado un peque-ño
sombrero negro atado con cordeles bajo la barbilla. Además de eso., está
poseído de poderes mágicos. Así que sólo una persona sin ningún seso se
atrevería a burlarse de un tengu, y
mucho menos a acercarse a él.
Otoko San sin embargo era de esta clase de
estúpidos, y en el día particular de nuestra historia se hallaba modelando
ocioso una pipa larga hecha de un trozo de bambú. Primero pensó utilizarla
para soplar y lanzar piedras con ella; luego creyó que podría ser un magnífico
telescopio; y fue precisamente al mirar a través de ella con un ojo cuando en
la otra punta vio aparecer a un pequeño tengu
que venía volando errante hacia él.
-¡Ajá! -se dijo para sí Otoko San-. Aquí viene
alguien con el que me puedo divertir. Voy a ver si puedo engañar a esa pequeña
criatu-ra y me da ese bonito traje de paja de arroz que viste.
Sin pensarlo dos veces se puso a mirar intensamente
hacia el cielo a través de su tubo de bambú mientras lanzaba exclamaciones de
sorpresa. Esto era demasiado para el tengu
quien, como todos sus hermanos, era altamente curioso. Se puso a dar vueltas
alrdedor de Otoko San y a rogarle con chillidos que le dejase echar un vistazo
a través del tubo.
-¡Qué! ¿Que te preste mi bonito y nuevo telescopio
que me han hecho especialmente para mí? ¡Ni hablar! ¡Oh! ¡Qué bonita se ve así
la luna, veo los valles y las llanuras que tiene. ¿No te gustaría ojear una
cosa así, tengu San?
Naturalmente, esto incrementó el deseo del tengu de mirar a través del tubo, por lo
que empezó primero por ofrecer sus elegantes zapatos de madera, luego su
lustroso sombrero negro, y cuando ya no hubo otro remedio, su traje tejido con
paja de arroz. Esto era precisamente lo que quería Otoko San y en un momento
cerraron el trato. Tan de prisa como pudo Otoko San se alejó del lugar del
suceso, dejando al pobre y chasqueado tengu
comprobando una vez más su mayor debilidad: el sentido de su credulidad.
En el instante en que Otoko San se halló fuera
del alcance del tengu se puso el
traje y ¡plaf!, no quedó rastro de él o del traje. Orgulloso de sí mismo se
puso a bailar solo, hasta que decidió llegar-se a la calle principal de la
aldea.
Allí disfrutó de unos minutos gloriosos metiéndose
entre las pier-nas de la gente, volcando sus puestos de comida, pellizcándoles
las narices y asustán-doles con infinidad de cosas. Los que atendían los puestos
y los tenderos se escondieron detrás de sus cortinas y se maravillaban de las
rarezas que estaban ocurriendo en una calle aparentemente normal. En aquel
momento un vanidoso criado bajaba contoneándose porta calle. No había llegado
muy lejos cuando, de repente, un violento tirón de su oreja izquierda casi le
hizo perder el equilibrio y en el momento en que se revolvía furioso para
atrapara su atacante se encontró con que otro tirón de la oreja derecha le
hacía describir un cómico círculo. Cayó al suelo produciendo un ruido sordo y allí
sentado miró colérico en todas las direcciones del vacío contorno que le
rodeaba. La gente, a pesar de lo asustada que estaba, estalló en sonaras
carcajadas al ver que tan pomposo sirviente se comportaba más estúpidamente
que el mayor tonto de la aldea.
Otoko San seguía haciendo de las suyas y ahora
tenía justo delante de él a un serio trabajador que acababa de salir de una
tienda en la que se había comprado unos elegantes zuecos nuevos con suelas
blancas como la ffleve. Justo en aquel momento se había detenido a abrir el paquete
con el fin de admirarlos de nuevo. No es para contar la sorpresa que se llevó
al ver que, de pronto, los zuecos volaban de sus manos y se ponían a danzar
alocadamente en el aire vacío. Una joven aldeana, que lucía su mejor quimono de
verano, se paró a mirar, y al hacerlo, su quitasol desapareció rápidamente de
su mano y marchó danzando, con los zuecos en alegre dúo. Hasta que ambas
cosas, quitasol y zuecos, cayeron haciendo ¡plof! en un arroyo que corría
junto al camino.
Otoko San se acercó ahora a una pescadería en
la que las mujeres de la aldea estaban escogiendo pescado para la cena. En ese
momento acababa de llegar un fresquisimo besugo que todos estaban admirando
por su tamaño y brillantez. De pronto pareció que el enorme y rollizo besugo
volvía a la vida porque pegó un coletazo en el aire y echó a volar por toda la
calle abajo como si fuese un pez volador. Esto era ya demasiado para los
aldeanos y por eso todos ellos echaron a correr detrás del pez, sólo para
recuperarlo en el suelo, sucio y manchado.
Otoko San, que se sentía ya cansado, decidió
volver enseguida a su casa para reposar. Una vez dentro de su hogar se quitó el
traje maravilloso y en seguida se hizo otra vez visible, lo cual le pegó un
susto de muerte a su anciana madre porque la mujer no había visto entrar a
nadie en la casa.
Mientras Otoko San dormía, su madre cogió el
traje de paja de arroz de donde lo había dejado su hijo para quitarle el polvo.
-¡Hombre! -dijo la mujer-. ¡Vaya una porquería
que ha traído a casa! Lo quemaré antes de que se despierte.
Inmediatamente metió el traje en el ardiente
horno y muy pronto se convirtió en un montón de grises cenizas.
Al levantarse Otoko San, su primer pensamiento
fue para el traje. No se veía por parte alguna. Cuando al fin su madre le
confesó que lo había quemado, se encolerizó muchísimo e inmediatamente se puso
a recoger cuidadosamente toda la ceniza en un enorme saco, creyendo que
podría haber quedado todavía algo de su mágico poder. Se fue a un rincón del
huerto, se quitó todas las ropas y cuidadosamente se restregó de la cabeza a
los pies con la ceniza. Hasta este travieso individuo se sintió un poco extraño
al verse desaparecer ante sus propios ojos; porque no obstante lo milagroso
que pueda sonar, eso es lo que pasó, y en un corto espacio de tiempo no
queda-ba expuesto a la vista ni un solo pelo.
Con gran alegría por el resultado de su
estratagema se marchó bailando, hacia la aldea para mezclarse entre los grupos
de gente de la noche. Las tabernas donde se bebía el sake empezaban a llenarse y la deliciosa fragancia del vino atrajo
en seguida a Otoko San hacia una de ellas. Una vez dentro se sentó en el suelo,
junto a un enorme barril de licor. Y aprovechando un momento en el que los
parroquianos habían llenado otra vez sus vasos, se arrodilló delante del
barril, se amorró a la espita y empezó a beber avariciosa-mente.
Al oír el extraño ruido de los sorbidos, todos
los que estaban en la taberna se volvieron sorprendidos, pero no se veía nada.
Sin embar-go el sonido continuaba y ahora parecía ir acompañado de un sonoro
hipo. El tabernero, al ver que su pequeño perro estaba aparente-mente lamiendo
la canilla del sake, fue corriendo
para detenerle y casi el detenido sin remedio fue él, porque justo en la punta
del caño había lo que para todo el mundo parecía una roja y húmeda boca. ¡Y más
aún, esa boca estaba indudablemente bebiéndose el sake! Las gotas del licor resbalaban por algo que empezaba a
asemejarse a una barbilla y qué eran el líquido que estaba lamiendo el perrito.
La compañía reunida se quedó estupefacta al
comprobar que un área de piel palpablemente humana empezaba a mostrarse
alrededor de los labios, y pronto una nariz y un par de penetrantes ojos se
hicieron visibles. En el charco de sake
que estaba cayendo de la espita al suelo empezaron a tomar forma un par de
manos, y luego, un poco más atrás, un trozo redondo de algo hinchado y
regordete...
Volviendo en sí de su asombro, el tabernero
pegó un alarido, lo que hizo que el rostro espectral levantara la vista y
lanzara una confundida mirada a la expectante compañía. Soltando un grito, la
cara se levantó en el aire y salió echando chispas de la taberna, acompañada de
un alocado movimiento de las manos. ¡Había ocurrido lo peor! La ceniza hacía
su trabajo mientras estaba seca, pero una vez mojada perdía todo su poder de
invisibilidad y ahora Otoko San se encontraba verdaderamente en un lamentable
estado. La multitud apretó a correr detrás de él, gritando al mismo tiempo:
-¡Venga hombre! ¡Muéstrate como es debido!
¿Dónde has metido todo el sake que te
has bebido? ¡Ladrón! ¡Demonio! ¡Espera que te cojamos!
En aquel momento Otoko San se puso a transpirar
copiosamente, y al mezclarse la ceniza con el sudor de su piel, ésta empezó a
apa-recer en trozos y parches como si fuese un dibujo a medio terminar.
Jadeante y realmente asustado llegó corriendo al puente sobre el río y se tiró
a éste de cabeza. Frenéticamente empezó a lavarse todo vestigio de la ceniza de
su cuerpo y pelo, y al fin, ante los asombrados ojos de sus perseguidores,
salió arrastrándose miserable-mentey temblando del agua. Uno de los
especta-dores, más avispado que los demás, le arrojó un quimono y todos le
rodearon con gran curiosidad.
-¡Vaya! ¡Creíamos que eras un demonio, Otoko
San! -dijo el jefe de la aldea-. ¿Cómo has podido llegar a este estado?
Otoko San agachó la cabeza avergonzado y
tartamudeando relató la historia de su trato con el tengu. Al oír esto la multitud que se había congregado se
desternilló de risa.
-¡Qué! ¿Tratando de engañar a un tengu? -exclamaron-. ¡Estás loco, Otoko
San! Ni siquiera sin meter las narices en los negocios de los tengus puede decirse que estés a salvo.
La multitud estalló en carcajadas y se golpearon
significativamen-te los muslos ante la necedad de Otoko San. Y hasta donde yo
sé, también el pequeño tengu se está riendo todavía.
Traducción:
Angel García Fluixá
040 Anónimo (japon)
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